La cena (23 page)

Read La cena Online

Authors: Herman Koch

BOOK: La cena
2.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Está todo a su gusto?

Volví la cabeza y me vi cara a cara con el hombre del suéter blanco de cuello vuelto. ¡Tonio! Probablemente se dirigía a mí porque Serge ya había vuelto a sentarse, mientras que yo seguía de pie. Sea como fuere, la diferencia de estatura —le sacaba más de una cabeza— no fue la única razón de que su postura me pareciese más encogida. Estaba ligeramente encorvado, tenía las manos enlazadas y la cabeza ladeada, de modo que sus ojos me miraban desde abajo: más abajo de lo necesario.

—He oído que había problemas con el postre —dijo—. Quisiéramos ofrecerles otro postre a su elección.

—¿De la casa también? —pregunté.;

—¿Disculpe?

El dueño del restaurante estaba prácticamente calvo, los cuatro pelos canos que conservaba estaban meticulosamente cortados junto a las orejas; la cabeza demasiado morena descollaba del suéter blanco como una tortuga de su caparazón.

Ya he comentado antes que cuando lo vi saludando a Serge y Babette en la entrada me había recordado a alguien, y de pronto supe a quién. Hace años, vivía en nuestra calle, unas casas más allá, un hombre con el mismo aspecto sumiso. Posiblemente era aún más bajo que Tonio y no estaba casado. Una noche, Michel, que a la sazón tendría unos ocho años, llegó a casa con un montón de discos y preguntó si todavía teníamos el tocadiscos en alguna parte.

—¿De dónde has sacado esos discos? —le pregunté.;

—Me los ha dado el señor Breedveld. ¡Tiene quinientos o más! Y éstos son para mí.

Tardé un momento en relacionar el rostro del hombre pequeño y soltero que vivía unas casas más allá con el nombre «Breedveld». Los chicos del barrio se dejaban caer a menudo por allí, me contó Michel, para escuchar los discos del señor Breedveld.

Recuerdo aún cómo me empezaron a latir con fuerza la sienes, primero de miedo y luego de rabia. Mientras intentaba que mi voz sonase lo más normal posible, le pregunté a Michel qué hacía el señor Breedveld mientras los chicos estaban en su casa escuchando sus discos.

—Nada en especial. Nos sentamos en el sofá. Siempre tiene cacahuetes, patatas fritas y coca-cola.

Aquella tarde, después de oscurecer, fui a casa de Breedveld. No le pedí permiso para entrar, sino que lo aparté de un empujón y fui directamente hasta la sala de estar. Me aseguré de que las cortinas estuviesen echadas.

Unas semanas después, Breedveld se mudó. La última imagen que recuerdo de ese tiempo es la de los niños del barrio husmeando en las cajas de discos rotos para ver si quedaba alguno entero. Las cajas las había dejado en la acera el propio Breedveld un día antes de la mudanza.

Miré a Tonio y con una mano me agarré al respaldo de la silla.

—¡Lárgate de aquí, cerdo! —mascullé—. Lárgate antes de que esto se descontrole de verdad.

37

Serge se aclaró la garganta, apoyó los codos en la mesa a ambos lados del helado y juntó las yemas de los dedos.;

—Bien, todos estamos al corriente de lo sucedido —dijo—. Los cuatro conocemos los hechos. —Miró a Claire y después a Babette, que había dejado de llorar aunque seguía presionándose la punta de la servilleta contra la mejilla, justo debajo del ojo, detrás del cristal oscuro de las gafas—. ¿Paul? —Volvió la cabeza hacia mí; se leía preocupación en su mirada, pero dudé si era la preocupación de una persona o del político Serge Lohman.

—¿Qué? —pregunté.

—Supongo que tú también estás al tanto de todos los hechos, ¿no?

Todos los hechos. No pude reprimir una sonrisa, pero mirar a Claire me la borró de la cara.

—Desde luego —dije—. Aunque depende de lo que entiendas por hechos, claro.

—Ya llegaremos luego a eso. Se trata de decidir cómo vamos a manejar este asunto. Cómo vamos a darlo a conocer.;

Al principio, no supe si lo había entendido bien. Miré de nuevo a Claire. Tenemos un problema, había dicho. Éste es el problema, me dijo ahora su mirada.

—Un momento —repuse.

—Paul. —Serge me puso la mano en el brazo—. Deja que os cuente mi versión. Enseguida podrás hablar tú.;

Babette emitió un ruidito a medio camino entre suspiro y sollozo.

—Babette —dijo Serge; ya no sonaba suplicante—. Conozco tu opinión. Tú también tendrás la oportunidad de hablar después. Cuando haya acabado.

Los comensales de las mesas colindantes se habían inclinado de nuevo sobre sus platos, pero en torno a la cocina abierta había cierta inquietud. Vi a tres camareras alrededor de Tonio y el maître. No miraron en nuestra dirección ni una sola vez, sin embargo, habría apostado mi tabla de quesos a que hablaban de nosotros; de mí, me corregí.

—Babette y yo hemos tenido una charla con Rick esta tarde —dijo Serge—. Tenemos la impresión de que lo está pasando muy mal. Que se arrepiente muchísimo de lo que hicieron. Le quita el sueño, literalmente. Tiene muy mal aspecto. Y está afectando a su rendimiento escolar.

Quise decir algo, pero me contuve. Había algo en el tono de Serge; como si ya en tan temprano estadio quisiera establecer comparaciones entre su hijo y el nuestro. Rick no pegaba ojo. Rick tenía mal aspecto. Rick se sentía fatal. Me pareció que Claire o yo debíamos salir en defensa de Michel, pero ¿qué habríamos podido decir? ¿Que Michel también se sentía fatal? ¿Que dormía aún peor que Rick?

Me di cuenta de que no era verdad, simplemente. Michel tenía otras cosas en la cabeza aparte de aquella indigente que había muerto quemada en el cajero automático. ¿Y qué era esa chorrada del rendimiento escolar? Bien mirado, era algo fuera de lugar.

Si Claire decía algo, la respaldaría, decidí. Si Claire decía que en aquellas circunstancias no le parecía oportuno sacar a relucir el rendimiento escolar, yo añadiría que nosotros preferíamos no hacer comentarios sobre el rendimiento escolar de Michel.

¿Se había visto afectado el rendimiento escolar de Michel?, me pregunté a continuación. No me lo parecía. También en ese aspecto era más fuerte que su primo.

—Desde el primer momento he intentado ver este asunto al margen de mi futuro político —prosiguió Serge—. Con ello no pretendo decir que no haya pensado en él en ningún momento.

Tenía toda la pinta de que Babette volvía a llorar. Calladamente. Me embargó la sensación de estar presenciando algo que no quería presenciar. No pude evitar pensar en Bill y Hillary Clinton. En Oprah Winfrey.

¿Iría así la cosa? ¿Estábamos en el ensayo general previo a la conferencia de prensa en que Serge Lohman daría a conocer que el chico de las imágenes de Se busca era su hijo, pero que, pese a ello, aún tenía la esperanza de contar con la confianza de los votantes? ¿Podía ser tan ingenuo?;

—Para mí lo primero es el futuro de Rick—dijo—. Naturalmente, es muy posible que jamás lleguen a resolver este caso. Pero ¿se puede vivir con algo así? ¿Podrá Rick vivir con esto? ¿Podemos nosotros vivir con esto? —Miró primero a Claire y luego a mí—. ¿Podéis vivir vosotros con esto? —preguntó—. Yo no —agregó sin esperar respuesta—. Ya me veo a mí mismo en la escalinata, con la reina y los ministros, sabiendo que en cualquier momento, en cualquier rueda de prensa, un periodista puede levantar la mano. «Señor Lohman, corren rumores de que su hijo estuvo implicado en el asesinato de una indigente.»

—¿Asesinato? —saltó Claire—. ¿Resulta que ahora ya hablamos de asesinato? ¿De dónde has sacado eso?

Por un momento se hizo el silencio. La palabra asesinato se había oído al menos cuatro mesas más allá. Serge miró por encima del hombro y después a Claire.

—Perdona —dijo ella—. He gritado demasiado. Pero eso es lo de menos. Me parece que hablar de asesinato es pasarse un poco. ¿Qué digo un poco? Es pasarse mucho.;

Miré a mi esposa con admiración. Estaba aún más guapa cuando se enfadaba. Sobre todo sus ojos: tenía una mirada que intimidaba a los hombres. A los demás hombres.

—¿Y cómo lo llamarías tú entonces, Claire? —Serge había cogido la cucharilla y removió algunas veces el helado deshecho. Era una cucharilla de mango muy largo, pero igualmente se manchó los dedos de nata y helado.

—Un accidente —repuso ella—. Una serie de acontecimientos con un desenlace desafortunado. Nadie en su sano juicio puede afirmar que aquella noche los chicos tuviesen la intención de asesinar a nadie.

—Pero eso es precisamente lo que se ve en la cámara de seguridad. Eso es lo que el país entero vio. Si no quieres llamarlo asesinato, por mí puedes llamarlo homicidio, pero esa mujer no hacía absolutamente nada. A esa mujer le arrojaron una lámpara, una silla y por último un bidón de gasolina a la cabeza.

—¿Y qué hacía metida en el habitáculo del cajero automático?

—¿Qué importa eso? Indigentes hay en todas partes. Por desgracia. Duermen en cualquier sitio donde haya un poco de calor. Un lugar seco.

—Pero estaba estorbando, Serge. Quiero decir que también podría haberse metido en el pasillo de vuestra casa. Ahí también se está caliente y seco.

—Intentemos centrarnos en lo principal —terció Babette—. No creo que...

—Esto es lo principal, querida. —Claire puso la mano sobre el brazo de su cuñada—. No te lo tomes a mal, pero cuando oigo a Serge hablar así, me da la sensación de que estamos hablando de un pobre pajarillo, un pajarillo que se ha caído del nido. Estamos hablando de una persona adulta. Una mujer adulta que en pleno uso de sus facultades se va a dormir al habitáculo de un cajero automático. Entiéndeme: yo sólo intento ponerme en su lugar. No en el de la indigente, sino en el de Michel y Rick, nuestros hijos. No están bebidos, no están drogados. Quieren sacar dinero. Pero dentro del cajero hay alguien que apesta. La primera reacción de cualquiera sería decirle «lárgate de aquí, joder».

—¿No podían haber ido a otro lugar a sacar dinero?;

—¿A otro lugar? —Claire se echó a reír—. ¿A otro lugar? Sí, claro. Uno siempre puede ir dando rodeos. ¿Qué habrías hecho tú, Serge? Abres la puerta de tu casa y para salir a la calle tienes que pasar por encima de una indigente que se ha echado a dormir en tu portal. ¿Qué haces? ¿Vuelves a entrar? ¿Y si ves a alguien meando en tu puerta? ¿Te das media vuelta? ¿Te vas a vivir a otro sitio?

—Claire... —dijo Babette.

—Vale, vale —convino Serge—. Ya veo adónde quieres ir a parar. Tampoco era eso lo que yo pretendía decir. Por supuesto no se trata de que vayamos huyendo de los problemas o de las situaciones difíciles. Pero para los problemas se puede, se debe buscar soluciones. Quitar... —titubeó— quitar la vida a una indigente no nos conduce a la solución.

—¡Santo cielo, Serge! —exclamó Claire—. No estoy hablando de solucionar el problema de los indigentes. Hablo de esa indigente en concreto. Y más que hablar de ella, considero que deberíamos hablar de Rick y Michel. No pretendo negar lo sucedido. No pretendo decir que no me sienta muy mal. Pero tenemos que ver las cosas en perspectiva. Fue un incidente. Un incidente que puede tener consecuencias muy importantes para la vida y el futuro de nuestros hijos.

Serge soltó un suspiro y puso las manos a ambos lados del postre; me fijé en que buscaba contacto visual con Babette, pero ella se había puesto el bolso en el regazo y buscaba algo, o fingía buscarlo.

—De eso se trata —dijo Serge—, de su futuro. De eso precisamente quería hablar. Entiéndeme bien, Claire, estoy tan preocupado por el futuro de nuestros hijos como tú. Sólo que considero que no pueden vivir con un secreto así. A la larga los destrozará. En cualquier caso, está destrozando a Rick... —Suspiró—. Y a mí.

No era la primera vez que me daba la impresión de estar presenciando algo que se correspondía con la realidad sólo en parte. Al menos, con nuestra realidad, la realidad de dos parejas —dos hermanos y sus respectivas esposas— que habían salido a cenar para hablar de los problemas de sus hijos.;

—He llegado a esta conclusión pensando en el futuro de mi hijo —continuó Serge—. Más adelante, cuando todo haya pasado; él tendrá que seguir con su vida. Quiero dejar claro que he tomado mi decisión completamente solo. Mi esposa... Babette... —Ella había sacado un paquete de Marlboro Light del bolso, un paquete sin empezar, del que estaba arrancando el celofán transparente—. Babette no está de acuerdo conmigo. Pero mi decisión es irrevocable. Ella no la ha sabido hasta esta misma tarde.

Respiró hondo. A continuación, nos miró a todos de uno en uno. Sólo en ese momento me fijé en el brillo húmedo de sus ojos.

—En interés de mi hijo y también de mi país, voy a retirar mi candidatura —anunció.

Babette se había llevado un cigarrillo a los labios, pero ahora se lo quitó. Nos miró a Claire y a mí.

—Querida Claire —dijo—, querido Paul... decid algo. Decidle por favor que no lo haga. Decidle que se ha vuelto completamente loco.

38

—¡No puedes hacer eso! —exclamó Claire.

—¿A que no? —apremió Babette—. ¿Lo ves, Serge? ¿Y a ti qué te parece, Paul? ¿No crees también que es un plan descabellado y totalmente innecesario?

Personalmente, que mi hermano hubiese decidido poner punto final a su carrera política me parecía una idea excelente, era lo mejor para todo el mundo: para todos nosotros, para el país —que se ahorraría cuatro años de gobierno de Serge Lohman, cuatro preciosos años—. Pensé en lo impensable; en las cosas que casi siempre lograba reprimir: Serge Lohman al lado de la reina en la escalinata del Palacio Real, posando para la foto oficial con su gobierno recién formado; con George Bush en un sillón delante del fuego del hogar; con Putin en un crucero por el Volga... «Al término de la cumbre europea, el primer ministro Lohman brindó con el presidente francés...» En primer lugar, se trataba de vergüenza ajena; la insoportable idea de que los líderes políticos del mundo entero conociesen la insustancial presencia de mi hermano. Cómo se zamparía en tres bocados sus turnedós ya estuviese en la Casa Blanca o en el Palacio del Elíseo porque tenía que comer ya mismo sí o sí. Las miradas elocuentes que intercambiarían los jefes de gobierno. He's from Holland, dirían, o cuando menos lo pensarían, lo que es peor aún. Aquí la vergüenza ajena es un clásico; bien pensado, la vergüenza ajena por nuestros primeros ministros es la única emoción que fluye de un gobierno holandés al siguiente.

—Quizá debería meditarlo bien antes de tomar una decisión —le dije a Babette mientras me encogía de hombros.;

La peor pesadilla imaginable era tener a Serge sentado a nuestra mesa en un futuro, hasta ahora muy cercano, pero que por fortuna empezaba a disiparse rápidamente, contándonos sus encuentros con los poderosos de la Tierra. Serían historias intrascendentes, historias llenas de tópicos. Claire y yo las calaríamos enseguida, pero ¿y Michel? ¿No se quedaría por fuerza impresionado con esas anécdotas, los velos que mi hermano descorrería para mayor gloria de sí mismo, las miradas fugaces entre bastidores del teatro del mundo con que él justificaría su presencia a nuestra mesa? ¿De qué te quejas, Paul? A tu hijo bien que le interesa todo esto, ¿o es que no lo ves?

Other books

Adaptation by Malinda Lo
The Counterfeit Betrothal by April Kihlstrom
Resist the Red Battlenaut by Robert T. Jeschonek
Tita by Marie Houzelle
Captain Phil Harris by Josh Harris, Jake Harris
The Birthday Scandal by Leigh Michaels
The Guns of Easter by Gerard Whelan