—Ya lo creo, Francis; pero nada puedo afirmar mientras una nueva observación...
—He ahí, pues, señor —interrumpió Mitz con tono seco—, lo que le está trabajando a usted hace ocho días, hasta el punto de que va a echar raíces en su torre, y lo que hace que se levante a medianoche... Sí, sí, por tres veces anoche, bien lo he oído a usted yo...
—Así es, buena Mitz —reconoció Mr. Dean Forsyth con un tono conciliador.
Suavidad superflua.
—Un descubrimiento astrocómico —repuso la digna sirvienta con indignación— y, cuando usted se haya comido las sangres, cuando a fuerza de mirar en sus tubos haya pescado un dolor de riñones, una
couverture
(
courbature
) una
flexión
(fluxión) de pecho, ¿vendrán sus estrellas a curarle y le recetará el doctor que las tome usted en píldoras?
En vista del giro que tomaba este comienzo de diálogo, Dean Forsyth comprendió que era preferible no contestar. Continuó comiendo en silencio, tan turbado, empero, que en varias ocasiones cogió el vaso por coger el plato, y a la inversa.
Francis Gordon se esforzaba por mantener la conversación, pero era como si hablase en el desierto. Su tío, siempre sombrío, no daba muestras de oírle; de tal modo, que llegó a hablar del tiempo; cuando no se sabe qué decir, se habla del tiempo que ha hecho o del que hará. Tema inagotable, al alcance de todas las inteligencias.
Por lo demás, esta cuestión atmosférica interesaba a Mr. Dean Forsyth; así, en un momento en que nubes más espesas fueron causa de que se oscureciese más el comedor, alzó la cabeza, miró a la ventana y dejando caer su tenedor, exclamó:
—¿Es que esas malditas nubes no van a abandonar el cielo, aun cuando fuese a costa de una lluvia torrencial?
—¡Bien! —murmuró Mitz—. Después de tres semanas de sequía, no vendría mal eso para los intereses de la Tierra.
—¡La Tierra...! ¡La Tierra! —exclamó Dean Forsyth, con un tan perfecto desdén, que se atrajo esta respuesta de la anciana sirvienta:
—Sí, la Tierra, señor. Creo que vale tanto como el Cielo, del que nunca baja usted..., ni siquiera a la hora de almorzar.
—Veamos, mi buena Mitz —dijo Francis Gordon con voz insinuante.
—¡No hay «buena Mitz» que valga! —continuó diciendo ella en el mismo tono—. Verdaderamente no merecía la pena estropearse el temperamento mirando la Luna para no saber que llueve en primavera. Si en el mes de marzo, pregunto yo, no llueve, ¿cuándo va a llover?
—Tío mío —repuso el sobrino—, verdad es que estamos en marzo, al comienzo de la primavera, y no hay más remedio que conformarse... Pero pronto llegará el verano, y entonces tendrá usted un cielo puro. Entonces podrá proseguir sus trabajos en mejores condiciones. Un poco más de paciencia, querido tío.
—¿Paciencia, Francis? —replicó Mr. Dean Forsyth, cuya frente no estaba menos entenebrecida que la atmósfera—. ¡Paciencia...! ¿Y si se va tan lejos que no se pueda descubrir...? ¿Y si no vuelve a mostrarse?
—¿Quién? —intervino de pronto Mitz.
En aquel instante se oyó la voz de «Omicron»:
—¡Señor...! ¡Señor!
—Algo hay de nuevo —gritó Mr. Dean Forsyth, saltando precipitadamente de su silla y dirigiéndose hacia la puerta.
Aún no había llegado a ella cuando un vivo rayo de sol penetraba por la ventana y salpicaba de chispas luminosas los vasos y las botellas que estaban en la mesa.
—¡El Sol...! ¡El Sol! —repetía Mr. Dean Forsyth, mientras corría escaleras arriba.
—¡Muy bien! —dijo Mitz, sentándose en una silla... —Hele que escapa, y cuando se haya encerrado con su atni Krone en el haultservatoire, ya se le puede llamar... En cuanto al almuerzo, se comerá él solo por obra de los cinq esprits (du Saint-Esprit, del Espíritu Santo...) ¡Y todo esto por las estrellas!
Así, en su pintoresco lenguaje, se expresaba la buena Mitz, aun cuando su amo no pudo oírla. Por lo demás, aun habiéndola oído, habría sido elocuencia perdida. Mr. Dean Forsyth, sofocado por la subida, acababa de entrar en su observatorio. El viento del Sudoeste había refrescado y lanzaba las nubes hacia Levante. Una ancha faja iluminada dejaba ver, hasta el cénit, toda la parte del cielo en que había sido observado el fenómeno.
—Y bien —interrogó Dean Forsyth—. ¿Qué ocurre?
—El Sol —respondió «Omicron»—, pero por poco tiempo, porque ya asoman nuevas nubes por el Oeste.
—¡No hay un segundo que perder! —exclamó Mr. Dean Forsyth, corriendo a su anteojo, mientras el criado hacía otro tanto con el telescopio.
Durante cuarenta minutos aproximadamente, ¡con qué pasión manejaron sus instrumentos! ¡Con qué paciencia maniobraron para mantenerlos en el punto debido! ¡Con qué minuciosa atención sondearon todos los senos y rincones de aquella parte de la esfera celeste...! Por allí, en efecto, era por donde había aparecido el bólido la primera vez para pasar en seguida exactamente por el cénit de Whaston; de ello estaban bien seguros.
Y nada, ¡nada en aquel sitio! ¡Desierta, completamente desierta toda aquella faja iluminada, que tan magnífico campo de paseo ofrecía a los meteoros!
¡Ni un solo punto visible en esa dirección! Ningún rastro del asteroide.
—¡Nada! —exclamó Mr. Dean Forsyth enjugando sus ojos enrojecidos por la sangre que había acudido a sus párpados.
—¡Nada! —dijo «Omicron».
Era ya demasiado tarde para hacer nuevos esfuerzos; las nubes volvían, el cielo se oscurecía nuevamente. Terminaba la iluminación del cielo... ¡y esta vez para todo el día! Pronto los vapores no formaron más que una masa uniforme de un gris sucio y se resolvieron en lluvia menuda. Era forzoso renunciar a toda observación, con gran desesperación del amo y del servidor.
—Y no obstante —dijo «Omicron»— nosotros estamos bien seguros de haberle visto.
—¡ Sí, nosotros estamos seguros! —replicó Mr. Dean Forsyth, alzando los brazos al cielo.
Y con un tono en el que se mezclaban la inquietud y los celos, añadió:
—Estamos demasiado seguros, ya que otras personas pueden haberlo visto como nosotros... ¡Siempre que seamos nosotros los únicos...! ¡Sólo faltaría ya que él también los hubiese visto! ¡Él..., Sydney Hudelson!
En el cual se trata del Doctor Sydney Hudelson, de su mujer, Mrs. Flora Hudelson, de Miss Jenny y de Miss Loo, sus dos hijas
¡Con tal que ese intrigante de Dean Forsyth no lo haya visto también!
Así se decía en aquella mañana del 21 de marzo el doctor Sydney Hudelson, hablando consigo mismo en la soledad de su gabinete de trabajo.
Porque él era médico, y, si bien no ejercía su profesión en Whaston, era porque prefería consagrar su tiempo y su inteligencia a más vastas y más sublimes especulaciones. Amigo íntimo de Dean Forsyth, era al mismo tiempo su rival. Arrastrado por una pasión idéntica, como él, sólo tenía ojos para la inmensidad de los cielos, y, lo mismo que su amigo, sólo dedicaba su espíritu a descifrar los enigmas astronómicos del Universo.
El doctor Hudelson poseía una bonita fortuna, tanto por su parte como por la de Mrs. Hudelson
née
Flora Clarish. Esta fortuna, administrada sabiamente, aseguraba su porvenir y el de sus dos hijas, Jenny y Loo Hudelson, de edad, respectivamente, de dieciocho y quince años. En cuanto al propio doctor, podríamos decir que los cuarenta y siete inviernos acababan de nevar sobre su cabeza, para emplear una frase poética. Esta deliciosa imagen estaría fuera de lugar, toda vez que el doctor Hudelson era calvo a más no poder.
La rivalidad astronómica que existía en estado latente entre Sydney Hudelson y Dean Forsyth no dejaba de perturbar algo las relaciones de ambas familias, muy unidas, por lo demás. No se disputarían, a buen seguro, tal planeta o tal estrella, perteneciendo, como pertenecen, a todo el mundo los astros del cielo, cuyos primeros descubrimientos son, por lo general, anónimos, pero no era raro que sus observaciones meteorológicas o astronómicas sirviesen de tema a discusiones que con bastante frecuencia terminaban en agrias disputas.
Lo que hubiera podido agravar y hasta provocar esas disputas habría sido la existencia de una señora Forsyth. Por fortuna, dicha señora no existía, pues el que hubiera podido casarse con ella había permanecido soltero, sin haber pensado nunca ni aun en sueños, en casarse. No había, por ende, una señora Dean Forsyth, para envenenar las cosas so pretexto de conciliación; y, por consiguiente, era muy probable que toda tirantez entre ambos astrónomos se aflojase en breve plazo.
Había, es cierto, una Mrs. Flora Hudelson. Pero Mrs. Flora Hudelson era una excelente esposa, excelente madre, excelente ama de casa, de naturaleza muy pacífica, incapaz de abrigar ningún mal pensamiento contra nadie, no almorzando con murmuraciones para comer con calumnias, a ejemplo de tantas damas de las más consideradas en las diversas sociedades del Antiguo y del Nuevo Mundo.
Fenómeno increíble: este modelo de esposas se dedicaba a calmar y tranquilizar a su marido cuando éste entraba con la cabeza hecha un volcán a consecuencia de alguna disputa con su íntimo amigo Dean Forsyth. Otro hecho singular: Mrs. Hudelson hallaba perfectamente natural que Mr. Hudelson se ocupase en Astronomía y que viviese en las profundidades del firmamento, a condición de que bajase de él cuando ella le rogaba que bajase.
Lejos de imitar a Mitz, que regañaba a su amo, ella no regañaba para nada a su esposo; toleraba que se hiciese esperar a la hora de las comidas; no se disgustaba por su retraso y se ingeniaba para que los platos no se pasasen de su punto. Respetaba su preocupación cuando él se hallaba preocupado; hasta se interesaba por sus trabajos, y su buen corazón ponía en sus labios frases de aliento cuando el astrónomo parecía perderse en los espacios infinitos hasta el punto de no hallar su camino.
He ahí una mujer como nosotros la quisiéramos para todos los maridos, sobre todo cuando son astrónomos. Desgraciadamente, apenas si existen fuera de las novelas.
Jenny, su hija mayor, prometía seguir las huellas de su madre, avanzar a iguales pasos por el camino de la existencia. Era evidente que Francis Gordon, futuro marido de Jenny Hudelson estaba destinado a ser el más afortunado de los hombres.
Sin pretender humillar a las señoritas americanas, es lícito afirmar que habría costado trabajo descubrir en toda América una joven más encantadora, más atrayente, más y mejor dotada del conjunto de las perfecciones humanas.
Jenny Hudelson era una amable rubia de ojos azules, de cutis fresco y sonrosado, con lindas manos, pies pequeños, y con tanta gracia como modestia, tanta bondad como inteligencia. Francis Gordon la amaba no menos de lo que ella amaba a Francis Gordon. El sobrino de Mr. Dean Forsyth poseía además la estimación de la familia Hudelson; y así aquella recíproca simpatía no había tardado en traducirse en forma de una petición de matrimonio, muy favorablemente acogida. ¡Se convenían tan bien estos jóvenes! Sería la felicidad lo que Jenny aportaría al nuevo hogar con sus cualidades familiares; y por lo que hace a Francis Gordon, sería dotado por su tío, cuya fortuna heredaría algún día. Pero dejemos a un lado esas perspectivas de herencia; no se trata del porvenir, sino del presente, que reúne todas las condiciones de la más perfecta dicha.
Francis Gordon y Jenny Hudelson estaban, por consiguiente, prometidos, y el matrimonio, cuya fecha no tardaría en señalarse, se celebraría por el reverendo O'Garth, en San Andrés, la principal iglesia de aquella afortunada ciudad de Whaston.
Seguramente habría gran afluencia a esta ceremonia nupcial, porque ambas familias gozaban de gran estimación, y más de seguro que la más alegre, la más viva, la más divertida en ese día, sería Loo, que serviría de señorita de honor a su hermana querida. Loo tenía quince años y por lo tanto el derecho a ser joven; derecho del que ella se aprovechaba. Era una graciosa picarilla que no se apuraba por burlarse de los «planetas de papá». Pero todo se lo perdonaba, todo se lo pasaba. El doctor Hudelson era el primero en reírse, y como único castigo, depositaba un beso en las frescas mejillas de la niña.
En el fondo, Mr. Hudelson era un excelente hombre, pero muy testarudo y muy susceptible. Fuera de Loo, cuyas bromas inocentes admitía, todos respetaban sus manías y sus hábitos. Muy entregado a sus estudios astronómicos y meteorológicos, muy sumido en sus demostraciones, muy celoso de los descubrimientos que hacía, o pretendía hacer, natural era que a pesar de su real afecto por Dean Forsyth, viese en él un temible rival. ¡Dos cazadores en el mismo terreno de caza que se disputaban una rara pieza! Muchas veces había degenerado en riña gracias a la oportuna intervención de aquella buena Mrs. Hudelson, poderosamente ayudada por otra parte en su obra de concordancia por sus dos hijas y por Francis Gordon.
Este pacífico cuarteto fundaba grandes esperanzas en la unión proyectada para hacer más raras las escaramuzas.
Cuando el matrimonio de Francis y Jenny hubiese ligado más estrechamente ambas familias, esas tormentas pasajeras serían menos frecuentes y menos temibles; ¡quién sabe si hasta llegarían a unirse ambos astrónomos
amateurs
en una cordial colaboración para proseguir juntos sus investigaciones astronómicas! Repartiríanse entonces ambos equitativamente la pieza descubierta en esos vastos campos del espacio sideral.
La casa del doctor Hudelson era de las más confortables. En vano se hubiera buscado en todo Whaston una mejor dispuesta. Aquel lindo hotel entre el patio y el jardín, con hermosos árboles y verdes prados, ocupaba el centro de Moriss Street; y se componía de una planta baja y de un primer piso con siete ventanas de fachada. La techumbre hallábase dominada a la izquierda por una especie de torrecilla cuadrada de unos treinta metros de altura, terminada por una terraza con balaustrada. En uno de los ángulos se erguía el mástil en el cual se izaba los domingos y días festivos la bandera con las cincuenta y una estrellas de los Estados Unidos de América.
La cámara superior de esta torre había sido dispuesta para los trabajos especiales de su propietario.
Allí se hallaban los instrumentos del doctor, anteojos y telescopios, a menos que durante las noches claras no los transportase a la terraza, desde la que podían sus miradas recorrer libremente la bóveda celeste. Allí era donde el doctor, a despecho de las recomendaciones de Mrs. Hudelson, pillaba sus más recalcitrantes constipados.
—¡Hasta el punto —repetía alegremente Miss Loo— de qué papá acabará por acatarrar a sus planetas!