Tras archivar dentro de mi cabeza la palabra «libertad», me cogí una oreja con el índice y el pulgar de mi mano izquierda. El yo del espejo realizó la misma acción. A juzgar por las apariencias, también él estaba archivando, como yo, la palabra «libertad» dentro de su cabeza.
Cansado de mirarme, me aparté del espejo. También él se apartó de mí.
A los doce días, cayó la tercera nevada. Cuando me desperté, ya estaba nevando. Era una nieve tremendamente callada. Sin nada de dureza, ni de humedad pegajosa. Bajaba danzando despaciosa del cielo, y se derretía antes de llegar a amontonarse. Esa nieve reposada, que invitaba a cerrar los ojos.
Del cuarto trastero saqué una vieja guitarra, que logré afinar no sin esfuerzo. Probé unos rasgueos, interpretando viejas melodías. Luego me puse a practicar a los sones de «Air Mail Special», de Benny Goodman; y en éstas, se hizo mediodía. Así que eché mano al pan de producción casera, duro ya como una piedra, y cortando una gruesa loncha de jamón, me hice un bocadillo, que me tomé con una lata de cerveza.
Tras media hora más de rasguear la guitarra, se presentó el hombre carnero. La nieve seguía cayendo mansamente.
—Si molesto, me voy, y ya vendré en otro momento —dijo ante la puerta de entrada, que acababa de abrir.
—Nada de eso. Puedes pasar. Me estaba aburriendo —dije mientras ponía la guitarra en el suelo.
El hombre carnero, conforme a su proceder de la otra vez, golpeó las botas para quitarles el barro, y subió los escalones de la entrada, a fin de penetrar en la casa. En medio de la nieve, su gruesa indumentaria debía de irle a las mil maravillas. Se sentó frente a mí en el sofá, donde posó sus manos en el apoyabrazos, y movió su cuerpo unas cuantas veces para acomodarse.
—¿Aún no cuaja la nieve? —le pregunté.
—Aún no —me respondió—. En cuestión de nieve, la hay que cuaja, y la hay que no cuaja. Ésta es de la que no cuaja.
—Ya.
—La que cuaja caerá la semana que viene.
—¿Qué tal una cerveza?
—Gracias. Pero, si puede ser, prefiero coñac.
Fui a la cocina a buscar el coñac y la cerveza, que llevé al salón junto con bocadillos de queso.
—Estabas tocando la guitarra, ¿verdad? —dijo con admiración—. La música me gusta mucho. Pero no sé tocar ningún instrumento.
—No es que yo sepa mucho. No he tocado nada desde hace casi diez años.
—No importa. ¿No querrías tocar algo para mí?
Por no disgustarle, toqué de corrido la melodía de «Air Mail Special», y luego la emprendí con un canto coral y una especie de improvisación. Al final me equivoqué de ritmo y de compás, y opté por abandonar.
—Fenomenal —me alabó el hombre carnero con expresión muy sincera—. Debe de ser divertido eso de saber tocar, ¿no?
—Si se sabe tocar bien, desde luego. Pero para llegar a hacerlo bien hay que educar el oído, y una vez educado el oído, tienes que practicar muchísimo.
—¡Qué cosas! —exclamó.
Se sirvió coñac y lo fue bebiendo a pequeños sorbos. Abrí la lata de cerveza, y bebí directamente de ella.
—No he podido transmitir el mensaje —me dijo.
Asentí en silencio.
—He venido expresamente a decírtelo.
Miré un calendario que pendía de la pared. Hasta la fecha límite, marcada por mí con un rotulador rojo, no quedaban más que tres días. Pero ¿qué más daba ya?
El hombre carnero callaba, con el coñac entre sus manos.
Cogí la guitarra por el clavijero y, sin pensármelo dos veces, golpeé el dorso de su caja contra los ladrillos de la chimenea. La guitarra se rompió, mientras las cuerdas chirriaban desafinadas. El hombre carnero dio tal bote, que se cayó del sofá. Le temblaban las orejas.
—También yo tengo derecho a enfadarme —exclamé.
Era como si me lo estuviera diciendo a mí mismo. Efectivamente, también a mí me asistía el derecho al enfado.
—Lo que siento de veras es no poder echarte una mano —dijo el hombre carnero—. Pero quiero que me entiendas. Te aprecio sinceramente.
Nos quedamos en silencio por unos momentos, contemplando las nubes. Caía una nieve suave, justo como si las nubes se desgarraran para caer a jirones sobre el suelo.
Me dirigí a la cocina por otra lata de cerveza. Al pasar por delante de la escalera, reparé en el espejo. También el otro yo iba de camino en busca de una cerveza. Nosotros —los dos— nos miramos entonces mutuamente a la cara, y suspiramos. Viviendo ambos en mundos diferentes, compartíamos sentimientos parejos. Cabalmente como los hermanos Marx, Groucho y Harpo, en
Sopa de ganso.
Se reflejaba el salón a mi espalda. O bien, era que el salón real estaba ante el del espejo. El salón que yo tenía a mi espalda y el que él tenía ante mí, eran el mismo salón. Asimismo, el sofá, la alfombra, el reloj, los cuadros, la librería…, todas y cada una de las cosas eran las mismas. Un salón que no estaba mal en cuestión de confort, aunque no rayara a la misma altura en cuestión de gusto. No obstante, había algo distinto. O, al menos, esa impresión daba.
Saqué del frigorífico una lata de cerveza, y al pasar de nuevo ante el espejo en mi camino de vuelta, cerveza en mano, miré el salón interior del espejo, y luego miré el salón real. El hombre carnero seguía sentado en el sofá, contemplando distraídamente la nieve.
Miré de nuevo al espejo para asegurarme de que el hombre carnero estaba reflejado en él. Pero el espejo no reflejaba la imagen del hombre carnero. En el salón no había nadie, pues el tresillo estaba vacío. En el mundo interior del espejo, yo estaba solo. Un escalofrío estremeció mi espina dorsal.
—Tienes mala cara —me dijo el hombre carnero.
Me senté en el sofá y, sin decir palabra, abrí la lata de cerveza y le di un buen sorbetón.
—Seguro que te has resfriado. Este invierno es muy crudo para la gente no acostumbrada. También hay humedad en la atmósfera. Más te valdrá acostarte temprano.
—¡Quizá! —exclamé—. Hoy no me voy a acostar. Voy a quedarme aquí, esperando a mi amigo.
—¿Es que sabes que va a venir hoy?
—Lo sé —respondí—. Vendrá esta noche, a las diez.
El hombre carnero se quedó mirándome, sin decir nada. En sus ojos, que asomaban tras el antifaz, no había la más mínima expresión.
—Esta noche preparo el equipaje, y mañana me voy. Si te lo encuentras, díselo. Aunque creo que no va a hacer falta.
El hombre carnero asintió, como dando a entender que estaba de acuerdo.
—¡Qué pena que te vayas! Te echaré de menos, aunque supongo que no hay nada que hacer. A propósito, ¿puedo llevarme un bocadillo de queso?
—Claro.
El hombre carnero envolvió el bocadillo en una servilleta de papel, y se lo metió en el bolsillo. Acto seguido, se puso los guantes.
—¡Ojalá nos volvamos a ver! —me dijo al despedirse.
—Nos volveremos a ver —le dije.
El hombre carnero se marchó por la pradera, hacia el este. En un abrir y cerrar de ojos, el velo blanco de la nieve lo envolvió por entero. Luego, no hubo más que silencio.
Eché un dedo bien cumplido de whisky en el vaso del hombre carnero, y me lo bebí de un trago. Me ardió la garganta y, a poco, me ardía el estómago. Pasado medio minuto, mi cuerpo se calmó del repentino temblor. Sólo el tictac del reloj de pared, desmenuzando el tiempo, resonaba dentro de mi cabeza.
Tal vez me hacía falta dormir.
Del piso de arriba bajé mantas al salón, y me quedé dormido en el sofá. Me encontraba rendido, como un niño que durante días ha estado recorriendo bosques. Al instante de cerrar los ojos, ya estaba dormido.
Tuve un sueño desagradable. Muy desagradable. Tanto, que me resisto a recordarlo.
Densas tinieblas se me infiltraron por el oído, con fluidez de aceite. Alguien trataba de romper la helada tierra con un inmenso martillo. El martillo golpeó ocho veces exactamente, pero la tierra no se rompía. Apenas se le abrieron algunas grietas.
Las ocho. Las ocho de la tarde; ya era de noche.
Me despertó una sacudida de mi cabeza. Tenía el cuerpo acorchado, y la cabeza me dolía. Alguien, al parecer, me había echado en una coctelera con hielo, donde me había agitado a lo loco. Nada hay tan desagradable como despertarse en plenas tinieblas. Uno se siente como teniendo que volver a poner en pie todo desde el principio. A poco de despertarse, la primera sensación es de que está uno viviendo alguna vida que no es ciertamente la suya propia. Hasta que esa vivencia entra en engranaje con la vida propia, pasa cantidad de tiempo. Contemplar la vida propia como ajena es de lo más insólito. Llega a parecer mentira el hecho mismo de que quien está pasando por eso siga con vida.
Me lavé la cara, valiéndome del grifo de la cocina. Y a continuación, me bebí un par de vasos de agua. El agua estaba fría como el hielo, pero aun así no se llevó el ardor de mi cara. Me volví a sentar en el sofá, y en plenas tinieblas y pleno silencio fui recogiendo poco a poco los pedazos de mi vida. No es que se recogiera gran cosa, pero ésa, al menos, era mi vida. Entonces, fui volviendo con calma a mi ser propio. Lo de que yo sea yo mismo me resulta inexplicable de cara a los demás; aparte de que, ¿a quién le va a interesar el tema?
Me sentía observado por alguien, aunque tampoco le di mayor importancia al hecho. Cuando te encuentras solo y aislado en una gran habitación, es la sensación que sueles tener.
Traté de pensar en las células. Como mi mujer había dicho, a fin de cuentas no hay nada que se pierda. Incluso uno mismo sigue ese camino. Presioné tentativamente mi mejilla con la palma de mi mano. Mi propia cara, que yo palpaba en medio de las tinieblas con el cuenco de la mano, no la sentía como mi cara. Era la cara de otro, que había adoptado la forma de la mía. Incluso la memoria me traicionaba. Los nombres de todo lo imaginable se disolvían absorbidos por las tinieblas.
En plena oscuridad, resonó la campanada de las ocho y media. La nieve había cesado de caer, aunque las densas nubes de siempre velaban el cielo. La negrura era cerrada. Estuve mucho rato hundido en el sofá, mordiéndome las uñas. Ni siquiera alcanzaba a verme las manos. Como la estufa estaba apagada, en la habitación hacía un frío glacial. Me arrebujé en la manta y miré, como sin pretenderlo, tinieblas adentro. Me encontré agazapado en el fondo de un insondable pozo.
Pasó el tiempo. Corpúsculos de tiniebla configuraban diseños maravillosos en mi retina. Los diseños así formados se desmoronaban al poco tiempo sin ruido, para dar paso a nuevos diseños. Sólo las tinieblas deslizándose, como mercurio, por el espacio tranquilo.
Frené el curso de mis pensamientos y dejé fluir el tiempo. El tiempo seguía arrastrándome en su flujo. Nuevas tinieblas venían a dibujar nuevos diseños.
El reloj dio las nueve. Al desvanecerse lentamente en la oscuridad la novena campanada, el silencio se precipitó a colmar la grieta.
—¿Puedo hablarte? —preguntó el Ratón.
—Adelante —le dije.
—Me he presentado una hora antes de lo convenido —dijo el Ratón con ánimo de disculpa.
—No importa. Como ves, me paso el tiempo sin hacer nada.
El Ratón se rió en silencio. Estaba detrás de mí. Me sentía como en esas confrontaciones en que la gente se da la espalda.
—Parece, en cierto modo, que no hubiera pasado el tiempo —dijo el Ratón.
—La verdad es que nosotros no podemos encontrarnos para hablar en serio, a menos que nos sobre tiempo —le repliqué.
—Eso parece, verdaderamente.
El Ratón sonrió. Aun dándonos la espalda en medio de una negrura como de laca, su sonrisa no se me escapó. Hay cosas que se captan sólo con un reflujo del aire ambiente. Nosotros éramos antiguos amigos; aunque de tiempo atrás, tan lejano, que ya ni me acordaba de cuándo.
—Pero alguien ha dicho que un amigo con el que se pasa el rato es un verdadero amigo, ¿no? —insinuó el Ratón.
—¿No fuiste tú quien dijo eso?
—Tú, como siempre, con tu sexto sentido a punto. Así es, precisamente.
Suspiré.
—Sin embargo, con todo este alboroto que se ha armado últimamente, mi sexto sentido está por los suelos. Es para morirse. Y con todas las pistas que habéis puesto en mi camino…
—Es inevitable. Pero te has portado bien.
Nos quedamos en silencio. Daba la impresión de que el Ratón estaba otra vez mirándose las manos.
—Te las he hecho pasar negras. De veras lo siento —se disculpó—. Pero es que no había más remedio. No había nadie en quien pudiera confiar, aparte de ti. Como te escribí en la carta, ¿eh?
—A propósito de eso, quería preguntarte algo. Porque no puedo aceptar las cosas como van viniendo.
—¡No faltaría más! —exclamó—. Aquí estoy para hablar, naturalmente. Pero ante todo, bebamos una cerveza.
Traté de incorporarme, pero el Ratón me lo impidió.
—Yo voy por ella —me dijo—. Al fin y al cabo, es mi casa, ¿no?
Mientras yo oía en plena oscuridad caminar al Ratón como por su casa hasta la cocina, donde cogió del frigorífico cuantas cervezas enlatadas podía abarcar entre sus brazos, me dediqué a cerrar y abrir intermitentemente los ojos. El matiz de las tinieblas de una habitación a oscuras no es el mismo que el de las que se forman al cerrar los ojos.
El Ratón volvió con las cervezas y puso sobre la mesa varias latas. Agarré una a tientas, y tras tirar de su anilla abrelata, me la bebí hasta la mitad.
—Como no se ve nada, tampoco parece cerveza —comenté.
—Tienes que disculparme, pero si no estamos a oscuras, la cosa me iría fatal.
Por unos momentos, bebimos cerveza sin decir nada.
—Bien —exclamó el Ratón, y carraspeó como aclarándose la garganta.
Puse mi cerveza vacía sobre la mesa de nuevo, y esperé quieto, envuelto en mi manta, que él se lanzara a hablar. Sin embargo, ninguna palabra siguió a aquel carraspeo. En plena oscuridad, lo único que se oía era el gesto del Ratón agitando a derecha e izquierda su lata de cerveza, para comprobar cuánto le quedaba. Una manía suya de siempre.
—Bien —repitió el Ratón. De un trago se acabó el resto de su cerveza, y con un golpe seco colocó la lata sobre la mesa—. Voy a empezar contándote, antes que nada, cómo vine a parar aquí. ¿Te parece bien?
No le contesté. Tras comprobar que no tenía intención de responderle, el Ratón prosiguió su charla.
—Mi padre compró este terreno en 1953, cuando yo tenía cinco años. No sé por qué se empeñó en comprar tierras en un sitio como éste. Seguramente había conseguido un buen precio aprovechando alguna relación con el ejército americano. Como tú mismo has visto, este sitio está pésimamente comunicado, y, aparte del período de verano, una vez que nieva de verdad no se puede disfrutar de esto. Las fuerzas de ocupación planeaban, al parecer, acondicionar la carretera y utilizar este lugar como estación de radares o algo así; pero, a fin de cuentas, tras calcular el trabajo y los gastos, desistieron del proyecto. La ciudad, por su parte, es pobre y no puede sufragar el arreglo de la carretera. Tampoco el arreglarla le reportaría mayores beneficios. Por todo ello, esta tierra está predestinada al abandono.