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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La catedral del mar (4 page)

BOOK: La catedral del mar
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Llegó noviembre y Bernat se dedicó a las tareas propias de esa época: pastorear los cerdos para la matanza, acumular leña para la masía y para abonar la tierra, preparar la huerta y los campos que se sembrarían en primavera y podar e injertar las viñas. Cuando volvía a la masía, Francesca ya se había ocupado de las tareas domésticas, del huerto y de las gallinas y los conejos. Noche tras noche, le servía la cena en silencio y se retiraba a dormir; por las mañanas se levantaba antes que él, y cuando Bernat bajaba, se encontraba en la mesa el desayuno y el zurrón con el almuerzo. Mientras desayunaba oía cómo cuidaba a los animales en el establo.

La Navidad pasó como un suspiro y en enero terminó la recogida de la aceituna. Bernat no tenía demasiados olivos, sólo los necesarios para cubrir las necesidades de la masía y para pagar las rentas al señor.

Después, Bernat se enfrentó a la matanza del cerdo. En vida de su padre, los vecinos, que apenas acudían a la masía de los Estanyol, nunca faltaban el día de la matanza. Bernat recordaba aquellas jornadas como verdaderas fiestas; se mataba a los cerdos y después comían y bebían mientras las mujeres preparaban la carne.

Los Esteve, padre, madre y dos de los hermanos, se presentaron una mañana. Bernat los saludó en la explanada de la masía; Francesca esperaba tras él.

—¿Cómo estás, hija? —le preguntó su madre.

Francesca no contestó, pero se dejó abrazar. Bernat observó la escena: la madre, ansiosa, estrechaba a su hija entre sus brazos esperando que ésta la rodease con los suyos. Pero no lo hizo; permaneció inmóvil. Bernat dirigió la mirada hacia su suegro.

—Francesca —se limitó a decir Pere Esteve con la vista perdida más allá de la muchacha.

Sus hermanos la saludaron levantando una mano.

Francesca se dirigió hacia la pocilga a buscar al cerdo; los demás permanecieron en la explanada. Nadie habló; tan sólo un sofocado sollozo de la madre rompió el silencio. Bernat estuvo tentado de consolarla, pero se abstuvo al ver que ni su marido ni sus hijos lo hacían.

Francesca apareció con el cochino, que se resistía a seguirla como si supiera cuál iba a ser su destino, y lo entregó a su marido con su mutismo habitual. Bernat y los dos hermanos de Francesca tumbaron al cerdo y se sentaron sobre él. Los agudos chillidos del animal resonaban por todo el valle de los Estanyol. Pere Esteve lo degolló de un certero tajo y todos esperaron en silencio mientras la sangre del animal caía en los cazos que las mujeres cambiaban a medida que se llenaban. Nadie miraba a nadie.

Ni siquiera tomaron un vaso de vino mientras madre e hija trabajaban en el cerdo una vez descuartizado.

Al anochecer, acabada la faena, la madre intentó abrazar de nuevo a su hija. Bernat observó la escena, esperando una reacción por parte de su esposa. No la hubo. Su padre y sus hermanos se despidieron de ella con la mirada en el suelo. La madre se acercó a Bernat.

—Cuando creas que el niño va a llegar —le dijo apartándolo de los demás—, mándame llamar. No creo que ella lo haga.

Los Esteve emprendieron el camino de regreso a su casa. Aquella noche, cuando Francesca subía la escalera hacia el dormitorio, Bernat no pudo dejar de mirar su vientre.

A finales de mayo, el primer día de cosecha, Bernat contempló sus campos con la hoz al hombro. ¿Cómo iba a recoger él solo todo el cereal? Desde hacía quince días le había prohibido a Francesca que hiciera cualquier esfuerzo, pues había sufrido dos desmayos. Ella escuchó sus órdenes en silencio y lo obedeció. ¿Por qué se lo había prohibido? Bernat volvió a mirar los inmensos campos que lo esperaban. Al fin y al cabo, se preguntaba, ¿y si el hijo no era suyo? Las mujeres parían en el campo, mientras trabajaban, pero tras verla caer una vez, y otra, no había podido evitar preocuparse.

Bernat agarró la hoz y empezó a segar con fuerza. Las espigas saltaban por el aire. El sol alcanzó el mediodía. Bernat ni siquiera paró para comer. El campo era inmenso. Siempre había segado acompañado por su padre, incluso cuando éste estaba ya mal. El cereal parecía revivirlo. «¡Dale, hijo! —lo animaba—, no esperemos a que una tormenta o el pedrisco nos la destroce». Y segaban. Cuando uno estaba cansado, buscaba apoyo en el otro. Comían a la sombra y bebían buen vino, del de su padre, del añejo, y charlaban y reían, y… ahora sólo oía el silbido de la hoz al cortar el viento y golpear la espiga; nada más, la hoz, la hoz, la hoz, que parecía lanzar al aire interrogantes acerca de la paternidad de aquel futuro hijo.

Durante las jornadas siguientes, Bernat estuvo segando hasta la puesta de sol; algún día trabajó incluso a la luz de la luna. Cuando volvía a la masía se encontraba la cena en la mesa. Se lavaba en la jofaina y comía con desgana. Hasta que una noche, la cuna que había tallado durante el invierno, cuando el embarazo de Francesca era ya evidente, se movió. Bernat lo advirtió con el rabillo del ojo, pero continuó tomando la sopa. Francesca dormía en el piso de arriba. Volvió a mirar hacia la cuna. Una cucharada, dos, tres. La cuna volvió a moverse. Bernat se quedó observando la cuna de madera con la cuarta cucharada de sopa suspendida en el aire. Escudriñó el resto de la planta buscando algún rastro de la presencia de su suegra… Pero no. Lo había parido sola… Y se había acostado.

Dejó la cuchara y se levantó, pero antes de llegar a la cuna se detuvo, dio media vuelta y volvió a sentarse. Las dudas sobre aquel hijo cayeron sobre él con más fuerza que nunca. «Todos los Estanyol tienen un lunar junto al ojo derecho», le había dicho su padre. Él lo tenía y su padre también. «Tu abuelo también lo tenía —le había asegurado—, y el padre de tu abuelo…».

Bernat estaba agotado: había trabajado de sol a sol. Llevaba días haciéndolo. Volvió a mirar hacia la cuna.

Se levantó de nuevo y se acercó a la criatura. Dormía plácidamente, con las manitas abiertas, cubierta por una sábana hecha con los jirones de una camisa blanca de lino. Bernat dio la vuelta al bebé para verle el rostro.

3

Francesca ni siquiera miraba al niño. Acercaba al bebé —al que habían llamado Arnau— a uno de sus pechos y luego al otro. Pero no lo miraba. Bernat había visto dar de mamar a las campesinas y, desde la más acomodada hasta la más humilde, esbozaban una sonrisa, o dejaban caer los párpados, o acariciaban a sus hijos mientras ellos se alimentaban. Francesca no. Lo limpiaba y lo amamantaba, pero en los dos meses de vida que tenía el niño Bernat no había oído que le hablara con dulzura, no había visto que jugara con él, le levantara las manitas, lo mordisqueara, lo besara o, simplemente, lo acariciara. «¿Qué culpa tiene él, Francesca?», pensaba Bernat cuando cogía a Arnau en brazos. Entonces se lo llevaba lejos de su madre, allí donde pudiera hablarle y acariciarlo a salvo de la frialdad de Francesca.

Porque el niño era suyo. «Todos los Estanyol lo tenemos», se decía Bernat cuando besaba el lunar que Arnau lucía junto a la ceja derecha. «Todos lo tenemos, padre», repetía después levantando al niño hacia el cielo.

Aquel lunar pronto se convirtió en algo más que en un motivo de tranquilidad para Bernat. Cuando Francesca acudía a hornear el pan al castillo, las mujeres levantaban la manta que cubría a Arnau para verlo. Francesca las dejaba hacer y después sonreían entre sí delante del hornero y de los soldados. Y cuando Bernat acudía a trabajar las tierras de su señor, los campesinos le palmeaban la espalda y le felicitaban, también delante del alguacil que vigilaba sus labores.

Muchos eran los hijos bastardos de Llorenç de Bellera pero jamás había prosperado ninguna reclamación; su palabra se imponía a la de cualquier ignorante campesina, aunque luego, entre los suyos, no dejara de alardear de su virilidad. Era evidente que Arnau Estanyol no era hijo suyo, y el señor de Navarcles empezó a advertir sonrisas mordaces en las campesinas que acudían al castillo; desde sus habitaciones vio que cuchicheaban entre ellas, incluso con sus soldados, cuando coincidían con la mujer de Estanyol. El rumor se extendió más allá del círculo de los campesinos, y Llorenç de Bellera se convirtió en el objeto de las bromas de sus iguales.

—Come, Bellera —le dijo, sonriente, un barón de visita en su castillo—; ha llegado a mis oídos que necesitas fuerzas.

Todos los presentes a la mesa del señor de Navarcles corearon con risas la ocurrencia.

—En mis tierras —comentó otro— no permito que ningún campesino ponga en entredicho mi virilidad.

—¿Acaso prohíbes los lunares? —replicó el primero, ya bajo los efectos del vino, dando pie a sonoras carcajadas, a las que Llorenç de Bellera contestó con una sonrisa forzada.

Sucedió a principios de agosto. Arnau descansaba en su cuna a la sombra de una higuera, en el patio de entrada de la masía; su madre trajinaba del huerto a los corrales, y su padre, siempre con un ojo puesto en la cuna de madera, obligaba a los bueyes a pisar una y otra vez el cereal que había extendido por el patio para que las espigas soltasen el preciado grano que los alimentaría durante todo el año.

No los oyeron llegar. Tres jinetes irrumpieron al galope en la masía: el alguacil de Llorenç de Bellera y dos hombres más, armados y montados en unos imponentes animales criados especialmente para la guerra. Bernat advirtió que los caballos no iban armados como en las cabalgadas ordenadas por su señor. Probablemente, no habían considerado necesario armarlos para intimidar a un simple payés. El alguacil se quedó un poco apartado, pero los otros dos, ya al paso, espolearon a sus monturas hacia donde se encontraba Bernat. Los caballos, domados para la guerra, no dudaron y se abalanzaron sobre él. Bernat retrocedió dando traspiés, hasta que cayó al suelo, muy cerca de los cascos de los inquietos animales. Sólo entonces los jinetes les ordenaron parar.

—Tu señor —gritó el alguacil—, Llorenç de Bellera, reclama los servicios de tu mujer para amamantar a don Jaume, el hijo de tu señora, doña Caterina. —Bernat intentó levantarse pero uno de los jinetes volvió a espolear el caballo. El alguacil se dirigió hacia donde se encontraba Francesca—: ¡Coge a tu hijo y acompáñanos! —le ordenó.

Francesca sacó a Arnau de la cuna y echó a andar, cabizbaja, tras el caballo del alguacil. Bernat gritó y trató de ponerse en pie, pero antes de que lo consiguiera uno de los jinetes lanzó al caballo sobre él y lo derribó. Lo intentó de nuevo, varias veces, todas con el mismo resultado: los dos jinetes jugaron con él persiguiéndolo y derribándolo, mientras reían. Al final, jadeante y magullado, quedó tendido en el suelo, a los pies de los animales, que no dejaban de mordisquear los frenos. Una vez que el alguacil se perdió en la lejanía, los soldados se volvieron y espolearon a sus monturas.

Cuando volvió el silencio a la masía, Bernat miró la estela de polvo que dejaban los jinetes y luego dirigió la vista hacia los dos bueyes, que pacían las espigas que habían pisoteado una y otra vez.

Desde aquel día, Bernat atendía mecánicamente a los animales y los campos, con la mente puesta en su hijo. De noche vagaba por la masía recordando aquel susurro infantil que hablaba de vida y de futuro, el crujido de los maderos de la cuna cuando Arnau se movía, el llanto agudo con que reclamaba su alimento. Intentaba oler, en las paredes de la masía, en cualquier rincón, el aroma de inocencia de su niño. ¿Dónde dormía ahora? Aquí estaba su cuna, la que había hecho con sus propias manos. Cuando lograba conciliar el sueño, lo despertaba el silencio. Entonces Bernat se encogía sobre el jergón y dejaba transcurrir las horas con los sonidos de los animales de la planta baja por toda compañía.

Bernat acudía regularmente al castillo de Llorenç de Bellera para hornear el pan que ya no le traía Francesca, encerrada y a disposición de doña Caterina y del caprichoso apetito de su hijo. El castillo —como le había contado su padre cuando ambos habían tenido que acudir allí— no era en sus inicios más que una torre de vigilancia en la cima de un pequeño promontorio. Los antecesores de Llorenç de Bellera aprovecharon el vacío de poder que siguió a la muerte del conde Ramón Borrell para fortificarla, a expensas del trabajo de los payeses de sus cada vez más extensas tierras. Alrededor de la torre del homenaje, se levantaron sin orden ni concierto el horno, la forja, unas nuevas y mayores caballerizas, graneros, cocinas y dormitorios.

El castillo de Llorenç de Bellera distaba más de una legua de la masía de los Estanyol. Las primeras veces no pudo obtener ninguna noticia de su niño. Preguntase a quien preguntase, la respuesta era siempre la misma: su mujer y su hijo estaban en las habitaciones privadas de doña Caterina. La única diferencia estribaba en que, al contestarle, algunos se reían cínicamente y otros bajaban la vista como si no quisieran enfrentarse al padre de la criatura. Bernat soportó las excusas durante un largo mes, hasta que un día en que salía del horno con dos hogazas de pan de harina de haba, se topó con uno de los escuálidos aprendices de la forja, al que en ocasiones había interrogado sobre el pequeño.

—¿Qué sabes de mi Arnau? —le preguntó.

No había nadie a la vista. El chico intentó esquivarlo, como si no lo hubiera oído, pero Bernat lo agarró por el brazo.

—Te he preguntado qué sabes de mi Arnau.

—Tu mujer y tu hijo… —empezó a recitar con la mirada en el suelo.

—Ya sé dónde está —lo interrumpió Bernat—. Lo que te pregunto es si mi Arnau está bien.

El muchacho, todavía con la mirada baja, jugueteó con sus pies en la arena del suelo. Bernat lo zarandeó.

—¿Está bien?

El aprendiz no levantaba la vista, y la actitud de Bernat se volvió violenta.

—¡No! —gritó el muchacho. Bernat cedió para encararse con él—. No —repitió. Los ojos de Bernat le interrogaban.

—¿Qué le pasa al niño?

—No puedo… Tenemos órdenes de no decirte… —La voz del muchacho se quebraba.

Bernat volvió a zarandearlo con fuerza y alzó la voz sin reparar en que podía llamar la atención de la guardia.

—¿Qué le pasa a mi hijo? ¿Qué le pasa? ¡Contesta!

—No puedo. No podemos…

—¿Esto te haría cambiar de opinión? —le preguntó, acercándole una hogaza.

Los ojos del aprendiz se abrieron de par en par. Sin contestar, arrancó el pan de las manos de Bernat y lo mordió como si no hubiera comido en varios días. Bernat lo arrastró al abrigo de miradas.

—¿Qué hay de mi Arnau? —inquirió de nuevo con ansiedad. El muchacho lo miró con la boca llena y le hizo gestos de que lo siguiera. Anduvieron con sigilo, pegados a las paredes, hasta la forja. Cruzaron sus puertas y se dirigieron hacia la parte trasera. El chico abrió la portezuela de un cuartucho anejo a la forja, donde se guardaban materiales y herramientas, y entró en él seguido por Bernat. Nada más entrar, el muchacho se sentó en el suelo y se volcó en la hogaza de pan. Bernat escrutó el interior del cuartucho. Hacía un calor sofocante. No vio nada que pudiera hacerle entender por qué el aprendiz lo había llevado hasta allí: en aquel lugar sólo había herramientas y hierros viejos.

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