La carta esférica (28 page)

Read La carta esférica Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: La carta esférica
6.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

En pocas palabras, con el tono objetivo de quien enumera datos, sin apartar los ojos de la cinta de asfalto que parecía ondular ante ellos por efecto del calor, Tánger había definido al ministro de Carlos III: aristócrata con derechos de sangre, brillante carrera militar y diplomática, afrancesado por razones intelectuales y sociales, pragmático, ilustrado, enérgico, impetuoso, algo insolente. Una gran cabeza al frente del Consejo de Castilla y del gabinete para la Pesquisa Secreta. También amigo del lujo, de las carrozas caras con espléndido tiro y criados de librea, teatro y toros en coche descubierto, popular, ambicioso, derrochador, amigo de sus amigos. Rico, y sin embargo siempre necesitado de más fondos para sostener un alto tren de vida que a veces rozaba la extravagancia.

—Ésas eran las palabras —prosiguió Tánger—: Dinero y poder. Aranda resultaba sensible a ellas, y los jesuitas lo sabían. No en balde había sido su alumno, y era íntimo de sus dirigentes.

El plan, continuó ella, fue concebido con minuciosa audacia. El mejor barco de la Compañía, el más rápido y seguro, con su mejor capitán, zarpó secretamente rumbo a América. Llevaba al padre Escobar como pasajero. No había constancia oficial de su salida de Valencia, pues no se conservaron los documentos de embarque del
Dei Gloria
para esa etapa del viaje; pero el jesuita sí figuraba a bordo en el viaje de vuelta. Sus iniciales, con las del otro acompañante, el padre José Luis Tolosa, constaban en el manifiesto del bergantín —N. E. y J. L. T.— cuando salió de La Habana, el 1 de enero de 1767. Y con ellos traían algo: documentos, objetos. Claves para influir en la voluntad del conde de Aranda.

Con las manos en el volante, Coy rió bajito.

—Dicho en corto: querían comprarlo.

—O chantajearlo —repuso ella—. De una u otra forma, lo cierto es que la misión del
Dei Gloria
, del capitán Elezcano y de los dos jesuitas, era traer algo que cambiaría el curso de los acontecimientos.

—¿De La Habana?

—Eso es.

—¿Y qué pinta Cuba en todo esto?

—No lo sé. Pero allí embarcaron algo que podía convencer a Aranda para manipular la Pesquisa Secreta… Algo que detendría la tormenta que iba a descargar sobre la Compañía.

—Podría tratarse de dinero —opinó Coy—. El famoso tesoro.

Sonreía para quitar importancia a sus palabras, pero sintió un estremecimiento al pronunciar la palabra
tesoro
. Tánger seguía mirando al frente como una esfinge.

—Podría, en efecto —dijo ella al cabo de un instante—… Pero no siempre es dinero lo que anda de por medio.

—Y eso es lo que pretendes averiguar.

Continuaba volviéndose de vez en cuando para observarla, sin apartar del todo su atención de la carretera, antes de mirar de nuevo al frente. Ella mantenía los ojos fijos en el asfalto.

—Pretendo localizar el
Dei Gloria
, en primer lugar. Y luego, saber lo que transportaba… Lo que, por azar o por cálculo delos enemigos de la Compañía, nunca llegó a su destino.

Coy redujo la marcha ante una curva cerrada. Al otro lado de una acerca había toros de verdad, pastando bajo un cartel con un inmenso toro negro de mentira.

—¿Quieres decir que ese jabeque corsario no apareció allí por casualidad?

—Cualquier cosa es posible. Tal vez el otro bando estaba al corriente de la operación y quiso adelantarse. Quizá el mismo Aranda jugaba con dos barajas… O, si el
Dei Gloria
traía algo utilizable contra él, pudo querer neutralizarlo.

—Pues según lo que sea, es posible que no resista dos siglos y medio en el fondo del mar. Lucio Gamboa dijo…

—Recuerdo perfectamente lo que dijo.

—Pues ya sabes. Tesoros, tal vez. Otra cosa, olvídate.

La carretera descendía ahora entre prados insólitamente verdes, antes de ascender de nuevo. Había un pueblo blanco arriba y a la derecha, colgado del pico de una montaña. Vejer de la Frontera, leyó Coy en un cartel indicador. Otra flecha señalaba hacia el mar: cabo Trafalgar, 16 kilómetros.

—Ojalá sea un tesoro —dijo—. Oro español. Plata en lingotes… Quizá ese Aranda era sobornable de verdad —se quedó un rato pensativo, mordiéndose el labio inferior—… ¿Cómo podríamos sacarlo sin que nadie se enterase?

Sonreía, divertido con la idea. El tesoro de los jesuitas. Barras de oro amontonándose en una bodega. Desembarcos nocturnos en una playa, entre el rumor de las piedras arrastradas por la resaca. Doblones, Deadman’s Chest y una botella de ron. Terminó riendo en voz alta. Tánger guardaba silencio, y él se volvió otras veces a mirarla, sin perder de vista la carretera por el rabillo del ojo.

—Seguro que ya tienes un plan —añadió—. Tú eres del tipo de gente que siempre tiene un plan.

Había rozado incidentalmente su mano al cambiar de marcha, y esta vez ella la retiró. Parecía irritada.

—Tú no sabes qué tipo de gente soy.

Él rió de nuevo. La idea del tesoro, de puro absurda, lo había puesto de buen humor. Rejuvenecía treinta años: Jim Hawkins le hacía muecas desde un estante lleno de libros, en la Posada del Almirante Benbow.

—A veces creo saberlo —dijo, sincero—, y a veces no lo sé. En cualquier caso, no te quito la vista de encima… Con tesoro o sin él. Y espero que hayas pensado en reservar mi parte. Socia.

—No somos socios. Trabajas para mí.

—Ah, coño. Lo había olvidado.

Coy silbó unos compases de
Body and Soul
. Todo estaba en regla. Ella orquestaba el canto delas sirenas, el doblón de oro español relucía clavado en el mástil ante los ojos del marino sin barco, y mientras tanto el Renault alquilado dejaba atrás Tarifa, su viento perenne y las fantasmales aspas giratorias de sus torres de energía eólica. El motor se calentaba demasiado en las cuestas, así que se detuvieron en un mirador sobre el estrecho. El día era claro, y al otro lado de la franja azul divisaban la costa marroquí, y algo más lejos, a la izquierda, el monte Hacho y la ciudad de Ceuta. Coy observaba la lenta progresión de un petrolero que navegaba hacia el Atlántico: se había desviado un poco del dispositivo de separación de tráfico que regulaba en dos direcciones el paso, y sin duda tendría que alterar su rumbo para maniobrarle a un carguero que se acercaba por la proa, de vuelta encontrada. Imaginó al oficial de guardia en el puente —a esa hora sería el tercero de a bordo—, atento a la pantalla de radar, apurando hasta el último minuto por si tenía suerte y el otro se desviaba antes.

—Además, tú vas demasiado rápido, Coy. Yo nunca hablé de tesoros.

Había permanecido callada al menos cinco minutos. Ahora estaba fuera del coche, a su lado, mirando el mar y la cercana costa de África.

—Cierto —concedió él—. Pero se te acaba el tiempo. Tendrás que contarme el resto de la historia cuando estemos allí.

Abajo, en el Estrecho, la estela blanca del petrolero trazaba una leve curva hacia la orilla europea. El oficial de guardia había creído prudente darle resguardo al mercante próximo. Diez grados a estribor, calculó a ojo Coy. Ningún oficial tocaba las máquinas sino lo autorizaba el capitán; pero corregir diez grados y luego volver a rumbo resultaba razonable.

—Todavía —dijo ella en voz baja— no estamos allí.

Las oficinas de Deadman’s Chest Ltd. se hallaban en el número 42—2 de Main Street, en la planta baja de un edificio de aspecto colonial, con paredes blancas y ventanas pintadas de azul. Coy miró la placa atornillada en la puerta, y tras una breve vacilación pulsó el timbre que había debajo. No las tenía todas consigo, pero Tánger se negaba a entrevistarse con Nino Palermo en su despacho. Así que él estaba encargado de la misión exploratoria, y de establecer, si los signos eran favorables, una cita posterior aquel mismo día. Tánger le había dado instrucciones precisas, tan detalladas como para una operación militar.

—¿Y si me parten la cara? —había preguntado, acordándose de la rotonda del Palace.

—Palermo antepone los negocios a las cuestiones personales —fue la respuesta—. No creo que pretenda ajustar cuentas. No todavía.

Así que allí estaba él, mirándose la cara mal afeitada en la placa de latón, aspirando aire como si se dispusiera a una zambullida peligrosa.

—Me espera el señor Palermo.

El bereber parecía peor encarado a la luz del día, al otro lado de la puerta abierta, con aquellos ojos fúnebres que diseccionaban a Coy, reconociéndolo, antes de hacerse a un lado para franquearle el paso. El vestíbulo era pequeño, forrado de maderas nobles, con algunos toques navales. Contenía una rueda de timón enorme, una escafandra de buzo, la maqueta de una trirreme romana en urna de cristal. También una mesa de diseño moderno que tenía al otro lado a la secretaria que Coy recordaba de la subasta de Barcelona y de la rotonda del Palace. También había una butaca y una mesita baja con las revistas
Yachting
y
Bateaux
, y una silla en un rincón. En lasilla estaba sentado Horacio Kiskoros.

No era una parroquia como para sonreír con el buenos días; así que Coy ni sonrió ni dijo buenos días, ni hizo otra cosa que permanecer quieto en el vestíbulo, a la expectativa, mientras el bereber cerraba la puerta a su espalda. Los tres pares de ojos fijos en él no transmitían excesivo calor humano. El bereber se le acercó por detrás, estólido, sin gestos amenazadores, y de modo mecánico y eficiente se inclinó hasta sus tobillos, haciéndole un rápido cacheo.

—Nunca lleva armas —adelantó Kiskoros desde su silla, en tono casi amable.

Y ahora es cuando empiezan a sacudirme, pensó Coy, recordando en sus costillas la sólida eficacia del bereber. Ahora empiezan a darme las mías y las del pulpo, tunda, tunda, hasta ponerme a punto para la parrilla, y me van a sacar de aquí, si es que salgo, con los dientes en un cucurucho hecho con papel de periódico. LDLDLT: Ley de Donde Las Dan Las Toman. Seguro que hasta ésa de las bragas negras me la tiene jurada.

—Vaya —dijo una voz.

Nino Palermo estaba en la puerta que acababa de abrirse al otro lado. Pantalón marrón, camisa a rayas azules con las mangas vueltas y sin corbata. Mocasines caros.

—He de reconocer… —dijo, y observaba a Coy con sorpresa—. Por Dios. Tiene usted un par de huevos.

—¿La esperaba a ella?

—Claro que la esperaba a ella.

La mirada bicolor del cazador de naufragios era adusta, con la fijeza de una serpiente. Coy observó que la nariz conservaba una leve hinchazón, con tenues cercos oscuros debajo de los ojos. Sintió a la espalda los pasos suaves del bereber y la ojeada que Palermo le dirigía sobre su hombro, y tensó involuntariamente los músculos. En la nuca, pensó. Ese cabrón me va a sacudir en la nuca.

—Pase —dijo Palermo.

Pasó, y su anfitrión cerró la puerta y fue a apoyarse en el borde de una mesa de caoba cubierta de libros, papeles y cartas náuticas llenas de anotaciones a lápiz que cubrió discretamente con el
Gibraltar Chronicle
. Había también, como pisapapeles, un lingote de plata antiguo, de un par de kilos. Coy se quedó de pie, mirando, por mirar algo que no fuese la cara de Palermo, el óleo colgado en la pared: una batalla naval entre un buque norteamericano y otro inglés. Dos fragatas cañoneándose con el aparejo destrozado. Tenía una placa en la parte inferior del marco.
Combate de la Java y la Constitución
, leyó. El humo del cañoneo iba hacia el lado apropiado, acorde con las nubes, las olas y la orientación de las velas. Era un buen cuadro.

—¿Por qué lo manda solo a usted?… Ella debería estar aquí.

El ojo verde y el ojo pardo lo observaban con más curiosidad que rencor. Coy no sabía a qué ojo dirigirse, así que terminó decidiéndose por el pardo. Le parecía menos inquietante.

—No se fía. Por eso he venido yo. Antes de verlo quiere saber qué pretende.

—¿Está en Gibraltar?

—Está donde debe estar.

Palermo negó despacio con la cabeza. Había cogido una pequeña pelota de goma de encima dela mesa y la apretaba una y otra vez.

—Yo tampoco me fío de ella.

—Aquí nadie se fía de nadie.

—Usted es un… Por Dios —la mano izquierda, lastrada con los anillos y el enorme reloj de oro, tensaba a cada gesto los músculos del antebrazo—. Un idiota, eso es lo que es. Ella lo maneja como aun títere.

Coy seguía pendiente del ojo pardo.

—Métase en sus asuntos —dijo.

—Éste es mi asunto. Lo era, y sólo mío, hasta que esa zorra se entrometió. Mi buena voluntad…

—Deje de tocarme los cojones con su buena voluntad —Coy decidió pasar al ojo verde—. Vi lo que suena no le hizo al perro de ella.

Palermo dejó de abrir y cerrarla mano con la pelota y cambió de postura en el borde de la mesa. De pronto parecía incómodo.

—Le aseguro que yo, nunca… Por Dios. Horacio se extralimitó. Él está acostumbrado a modales… Allí, en Argentina… Bueno —se quedó mirando la pelota, como si de pronto le desagradara, y la dejó otra vez sobre la mesa, junto a un abrecartas de marfil cuyo mango era una mujer desnuda—. Creo que se le fue un poco la mano… Después hubo lo de Malvinas. Horacio salió en la portada de la revista
Time
con los ingleses prisioneros. Está muy orgulloso de esa portada, y siempre lleva encima una copia en color… Cuando la democracia, tuvo que… Imagine. Demasiada gente lo había reconocido, gracias a la dichosa foto, como el que les ponía electrodos en los genitales.

Se calló y después hizo un leve encogimiento de hombros, dando a entender que en aquella época Kiskoros no era asunto suyo. Coy asintió. El otro no le había ofrecido asiento, y seguía en pie.

—Y usted le dio trabajo.

—Era buen buzo —admitió Palermo—. Y ahí donde lo ve, tan pequeñito, un tío muy eficaz para cierta clase de… Bueno —volvió a cambiar de postura en el borde de la mesa, y tintinearon las cadenas de oro y las medallas—. Qué le voy a contar que usted no sepa. Además, siempre preferí contratara asalariados eficientes antes que a voluntarios entusiastas… Un mercenario al que pagas bien no te deja en la estacada.

—Depende de quién pague más.

—Yo pago más.

Hizo una pausa para contemplarse la moneda de oro que llevaba en el anillo de la mano derecha. Después la frotó con gesto maquinal contra la camisa.

—Horacio es un completo hijo de puta —prosiguió—. Un ex militar argentino de padre griego y madre italiana, que habla español y que se cree inglés… Pero es un hijo de puta muy correcto. Y a mí me gusta la gente correcta. Hasta tiene a su anciana madre en Río gallegos, y le manda dinero cada mes, a la viejita. Como en los tangos, ¿verdad?… Qué cosas.

Other books

Gathering String by Johnson, Mimi
A View from the Bridge by Arthur Miller
The Night by Heaton, Felicity
Dragon's Eden by Janzen, Tara
Six Dead Men by Rae Stoltenkamp
Double Dead by Chuck Wendig
Bogman by R.I. Olufsen