Coy acarició de nuevo a
Zas
, contemplando los ojos fieles del animal. Arf, arf. Sentía su respiración agradecida en la muñeca. Húmeda.
—Ese barco no llevaba ningún tesoro, salvo que me hayas mentido. Algodón, tabaco y azúcar, dijiste.
—Es verdad.
—Y también dijiste uno de cada mil, ¿no es eso?
Ella asentía entre el humo. Dio otra chupada al cigarrillo y volvió a asentir de nuevo. Miraba a través de Coy como si no lo viera.
—Escucha. El
Dei Gloria
también llevaba a bordo un misterio. Esos dos pasajeros, la intervención del corsario… ¿Comprendes? Hay algo más. Leí la declaración del superviviente en los archivos de la Armada… Algunas piezas no encajan. Y luego su desaparición repentina, pluf. Esfumado en el aire.
Había apagado el cigarrillo aplastándolo en el cenicero hasta que la última partícula de brasa quedó extinguida. Es una chica tenaz, se dijo Coy. Ninguna que no lo fuera andaría de tal modo metida en esto, ni tendría esos ojos de jugadora de póker, ni apagaría los cigarrillos con tanto esmero como si los asesinara. Ésta sabe perfectamente lo que quiere. Y yo, para bien o para mal, estoy en su camino.
—Hay tesoros —dijo ella— que no se traducen en dinero.
Echó Coy otro vistazo por la ventana hacia las vías del ferrocarril iluminadas a trechos en la distancia, y después observó la gasolinera que había abajo, al otro lado de la calle, a medio camino entre el portal de la casa y la estación. Había un hombre parado ante la gasolinera, y le pareció que miraba hacia arriba; pero desde un quinto piso resultaba difícil comprobarlo. Sin embargo, algo en su actitud o su apariencia le resultaba familiar.
—¿Esperas a alguien?
Lo estudió sorprendida, sin decir nada, antes de ponerse en pie y caminar despacio hasta allí. Lo observaba con atención a él, no a la ventana; y por fin, al llegar, dirigió la vista abajo. Al hacerlo, el cabello le rozó el mentón ocultándole el rostro. Alzó maquinalmente una mano para retirárselo, y Coy se quedó mirando su perfil que la nariz rota endurecía, iluminado por las luces de la calle. Parecía preocupada.
—Ese hombre lleva ahí un rato —dijo él.
Tánger continuaba mirando hacia abajo, sin decir nada. Retenía el aliento, y al fin lo expulsó de golpe, a modo de queja o fastidio. Su expresión se había vuelto sombría.
—¿Lo conoces? —preguntó Coy.
Silencio administrativo. Esfinge, careta veneciana, máscara azteca. Muda como los fantasmas del
Chergui
y del
Dei Gloria
.
—¿Quién era el tipo de la coleta?… ¿Por qué discutíais la otra noche, en Barcelona?
Zas
alternaba sus ojeadas del uno al otro, moviendo con deleite la cola. Tánger se mantuvo todavía unos segundos quieta, como si no hubiera oído la pregunta. Ahora apoyaba una mano en el cristal, dejando allí la huella de sus dedos. Estaba muy cerca, y Coy percibió de nuevo su olor a carne tibia y limpia. Una suave erección empezó a presionar el bolsillo izquierdo de sus tejanos. La imaginó desnuda, apoyada en aquella misma ventana, la luz de la calle iluminándole la piel. Imaginó que le arrancaba la ropa y la volvía hacia él, y que ella lo dejaba hacer. Imaginó que la levantaba en brazos y la llevaba hasta el sofá, o hasta la cama que se adivinaba en la habitación de al lado, con
Zas
moviendo el rabo afectuosamente desde el umbral. Imaginó que se volvía loco y que la seguía hasta el faro del fin del mundo entre vientos y naufragios, y que ella pretendía de él algo más que utilizarlo a secas. Imaginó todo eso y mucha más como en una secuencia montada a retazos; lo hizo rápida, ardiente, desesperadamente, hasta que de pronto cayó en la cuenta de que ella lo estaba observando, y de que la expresión de sus ojos era la misma que la de la mujer a bordo de la goleta, frente a Venecia, cuando él espiaba a través de los prismáticos y creyó, pese a la distancia, que le penetraban el pensamiento.
—Te prometí sólo una respuesta —dijo ella por fin—, y ya hubo suficientes por esta noche… El resto tendrá que esperar.
Quería acostarse con aquella mujer, pensó mientras bajaba por la escalera saltando peldaños de dos en dos. Quería hacerlo no una sino muchas, infinitas veces. Quería contar todas sus pecas doradas con los dedos y con la lengua, y luego ponerla boca arriba, abrir suavemente sus muslos, adentrarse en ella y besarle la boca mientras lo hacía. Besarla despacio, sin prisa, sin agobios, hasta suavizar, igual que el mar moldea la roca, aquellas líneas de dureza que tan distante la hacían parecer a veces. Quería poner chispas de luz y de sorpresa en sus ojos azul marino, cambiarle el ritmo de la respiración, provocar el latido y el estremecimiento de su carne. Y acechar atento en la penumbra, como un francotirador paciente, ese momento hecho de brevedad fugaz, de intensidad egoísta, en que una mujer queda absorta en sí misma y tiene el rostro de todas las mujeres nacidas y por nacer.
Tal era el estado de ánimo de Coy cuando salió a la calle pasada la medianoche, con la erección replegándose desganadamente a su frío nido de soltero. Por eso no tuvo nada de extraño que, en lugar de seguir acera abajo por su derecha, mirase a un lado y otro del paseo Infanta Isabel, cruzase bajo uno de los semáforos que en ese momento se hallaban en rojo, y se fuera derecho hacia el hombre que seguía junto a uno de los postes iluminados de la gasolinera. En el fondo —y en la forma— Coy no era aficionado a la bronca. Durante las más estrepitosas de sus bajadas a tierra, aquel tiempo feliz en que aún tenía barcos desde los que bajar, se había limitado a ser actor involuntario, comparsa y camarada; de esos que están con los amigos y se caldea el ambiente, y con una copa en la mano piensan aquí se va a liar, inmersión, aú, aú, inmersión, y a los pocos segundos se encuentran dando y recibiendo puñetazos sin comerlo ni beberlo. Eso ocurría sobre todo en tiempos del Torpedero Tucumán y la Tripulación Sanders, cuando Coy volvía al barco con un ojo a la funerala un día sí y otro no, en fríos amaneceres portuarios, subido el cuello de la chaqueta, caminando por muelles húmedos que reflejaban luces amarillentas junto a los tinglados y las grúas y las siluetas oscuras de los buques amarrados: tres, cuatro, diez hombres soñolientos, tambaleantes, cargados a veces con compañeros que arrastraban los pies, y siempre algún rezagado al filo del coma etílico que, perdida la orientación, los seguía más lejos, haciendo peligrosas eses junto a los norays al borde del agua. Tripulación Sanders: Jan Sanders era el dibujante de las ilustraciones humorísticas de los calendarios de pinturas navales Sigma, protagonizados por una tripulación de marineros borrachos, puteros y chusmosos que odiaban a su capitán, un tiranuelo diminuto con grandes bigotazos, y que paseaban sus catástrofes, broncas y naufragios por todos los mares y todos los burdeles del mundo. Fuera de los calendarios, la Tripulación Sanders había estado compuesta por el propio Coy, el Gallego Neira y el jefe de máquinas Gorostiola, alias Torpedero Tucumán, cuando los tres navegaban en barcos de la Zoeline entre Centroamérica y el norte de Europa, y lo mismo se cocían en fondeaderos y puertos del Caribe a ritmo tropical, que tiritaban de frío en Nueva York, Hamburgo o Rotterdam, cuando el viento helado barría la cubierta y el puente, y el mercurio desaparecía de los termómetros. Ellos tres eran la Tripulación básica, de plantilla, aunque siempre se les agregaba alguien en función del puerto visitado. Neira medía dos metros y pesaba noventa y cinco kilos, y el Torpedero tenía pocos centímetros menos y algunos kilos más. Eso era útil e incluso tranquilizador en lugares como Panamá, donde al bajar a tierra aconsejaban no ir más allá de la tienda franca al final del embarcadero, porque a partir de allí siempre había pistolas y navajas esperándote. Cuando iba entre aquellos dos energúmenos, Coy parecía enano: poseían brazos como calabrotes de veinte pulgadas, manos como palas de hélice y una marcada inclinación a romper cosas, botellas, bares, caras, a partir del quinto whisky. Por donde pasaban —con Coy a remolque—, no volvía a crecer la hierba. Como en aquel bar de Copenhague lleno de hombres rubios y de mujeres rubias que al final resultaron ser también hombres rubios, donde el Torpedero Tucumán se había enfadado porque al meter mano se encontró quinientos buenos gramos de lo que no esperaba; y después de unos minutos de refriega, él y Neira cogieron a Coy cada uno de un brazo, suspendiéndolo en alto, y con él en vilo y entre los dos se dieron a la fuga, al trote, rumbo al puerto y al barco, con media docena de policías —inevitablemente rubios— pisándoles los talones. Os juro que pensé que era una tía, había repetido una y otra vez el Torpedero, cof, cof, cof, con poco aliento en mitad de la galopada, mientras al otro lado Neira se choteaba del asunto, y hasta el mismo Coy soltaba carcajadas pese al labio recién partido, con el Torpedero mirándolos de reojo, muy mosqueado. Que no se os ocurra contárselo a nadie, ¿entendido? Que ni se os ocurra, cof, cof. Cabrones.
El caso es que ahora el tipo de la gasolinera estaba inmóvil, viéndolo acercarse. Coy caminó hacia él, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y sintiendo una intensa energía interior, una exaltación vital que le producía ganas de hablar alto, de cantar fuerte, o de pelear, con Tripulación Sanders o sin ella. Estaba enamorado como un becerro, era consciente de la situación, y eso, en vez de inquietarlo, lo estimulaba. Desde su punto de vista, los marineros de Ulises que se tapaban los oídos con cera para no escuchar el canto de las sirenas estaban lejos de averiguar lo que se perdían. A fin de cuentas, contaba el viejo refrán, marinero sin nada que hacer, busca barco o busca mujer. Y esa justificación valía lo que cualquier otra. La aventura, o lo que diablos fuera aquello, incluía en el mismo paquete un barco, aunque estuviese hundido, y una mujer. En cuanto a las consecuencias de los pasos, y actos, y conflictos a que el barco, la mujer y su propio estado de ánimo lo abocaban sin remedio, en ese instante —según sus pensamientos traducidos a palabras— todo eso le importaba un huevo de pato.
De tal modo llegó a la gasolinera y se fue derecho al fulano que montaba guardia bajo el poste iluminado, y a medida que acortaba la distancia volvió a sentir la certidumbre familiar que había experimentado al observarlo desde la ventana. Y cuando ya casi estaba a su lado, y el otro lo miraba acercarse con evidente recelo, empezó a adujar cabos y le vino a la memoria el individuo bajito de la subasta, el mismo que luego había creído ver entre las arcadas de la plaza Real y que ahora, sin lugar a dudas, estaba de nuevo ante él, con un chaquetón tres cuartos verde rural, como si estuviera listo para una parodia de mañana de caza en Sussex. Lo de la parodia lo acentuaba su poca estatura, así como las facciones que Coy recordaba bien: ojos saltones, expresión melancólica. Contrastaba todavía más con la indumentaria inglesa su aspecto marcadamente mediterráneo: los ojos y el bigote muy negros, el pelo engominado reluciente en las sienes, y la piel cetrina, meridional.
—¿Qué cojones estás buscando?
Se le arrimó un poco de lado, por si las moscas, las manos algo separadas del cuerpo y tensos los músculos; pues más de una vez había visto cómo individuos bajitos pegaban un salto y se agarraban a mordiscos a tiarrones grandes como armarios, o empalmaban una navaja y te largaban un viaje a la femoral antes de que dijeras esta boca es mía. De cualquier modo, aquél estaba lejos de dar el perfil, tal vez porque la ropa le confería un toque entre formal y grotesco, como un cruce de Danny de Vito y Peter Lorre que acabara de vestirse en Barbour para darse una vuelta por la campiña inglesa en día lluvioso.
—¿Perdón?
El fulano sonreía, triste. Coy registró un vago acento sudamericano. Argentino, tal vez. O uruguayo.
—Un encuentro puede ser casualidad —dijo. Dos, coincidencia. Tres, me toca los cojones.
El otro pareció meditar la cuestión. Observó que llevaba una pajarita con el nudo muy bien hecho y que sus zapatos marrones relucían impecables.
—No sé de qué me habla —dijo por fin.
Había sonreído un poquito más. Una mueca cortés y algo apenada. Tenía cara de buena persona, de tipo amable, que el bigote hacía antigua. Sus ojos saltones sonreían igual, fijos en Coy.
—Hablo —dijo éste— de que estoy harto de verte en todas partes.
—Le repito que no ubico a qué se refiere —el tipo seguía mirándolo con mucho aplomo… En cualquier caso, si en algo he molestado, crea que lo siento.
—Más lo vas a sentir si no me dices qué andas buscando.
El otro alzó las cejas, como si le sorprendieran esas palabras. Parecía sinceramente dolido por la amenaza. No es propio, decía su semblante. No resulta adecuado que diga esas cosas un buen chico como tú.
—Negociemos, don Inodoro —dijo.
—¿De qué coño hablas?
—Quiero decir, caballero, que no perdamos la dulzura del carácter.
Pronunciaba cabachero, con che en vez de elle. Y me está vacilando, pensó Coy. Este hijoputa se está riendo en mis narices. Dudó un segundo entre darle un puñetazo en la cara, allí mismo, o empujarlo a un rincón y registrarle los bolsillos, a ver quién carajo era. Estaba a punto de decidirse cuando vio que el encargado de la gasolinera había salido de su garita y los observaba, curioso. A ver si meto la pata, se dijo. A ver si monto un escándalo, y la liamos, y luego no hay forma de reponer los tiestos rotos. Miró hacia arriba, a las ventanas del último piso. Todas estaban apagadas. Ella se había desentendido o seguía allí, sin luz que delatara su presencia, observando. Coy se tocó la nariz, perplejo. Menuda situación. Entonces vio que el enano melancólico se había movido un poco hacia la acera y paraba un taxi. Igual que un peón de ajedrez que cambiara de casilla.
Se quedó un rato ante la gasolinera, contemplando las ventanas apagadas del quinto piso. Me están haciendo una cama de cuatro por cuatro, pensaba. Con público y picadores. Y yo me dejo embarcar como un ucraniano mamado. Imaginó que Tánger estaba todavía arriba, observándolo a oscuras, pero no pudo advertir el menor movimiento. Aún permaneció quieto un poco más, vuelto hacia lo alto, seguro de que ella lo había visto todo, mientras reprimía el impulso de subir de nuevo y pedirle explicaciones. Flis, flas. Dos hostias con el dorso de la mano, ella contra el sofá. Puedo aclarártelo todo, y además te amo. Luego lágrimas y un buen polvo. Perdona que te tomara por un imbécil, etcétera. Bla, bla, bla.