Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—¿Probado? —inquirió Cetta.
La prostituta rió.
—Evidentemente, no. Si ya te hubiese probado, te brillarían los ojos y no preguntarías.
—¿Por qué?
—No puede describirse el paraíso —dijo y volvió a reír la prostituta.
Luego entraron en una habitación sencilla, pintada de blanco y luminosa, al revés que las otras. En las paredes había trajes colgados que a Cetta le parecieron maravillosos. En el centro de la habitación, una tabla de planchar y una plancha de brasas. Una vieja, gorda y de aspecto maligno, la recibió con un gesto distraído de la cabeza. La prostituta le dijo algo que Cetta no entendió. La vieja se acercó a Cetta, le extendió los brazos para examinarla, le palpó el pecho y el trasero y midió a ojo sus caderas. A continuación fue a una cajonera, rebuscó, cogió un corpiño y se lo lanzó de mala manera a Cetta. También dijo algo.
—Dice que te desnudes y que te lo pruebes —tradujo la prostituta—. No le hagas caso. Es una vieja gordinflona que nunca ha podido hacer la carrera por lo fea que es y la falta de polla la ha avinagrado.
—Oye, que te entiendo —dijo la gorda, en el idioma de Cetta—. Yo también soy italiana.
—Eso no te hace menos gilipollas —le respondió.
Cetta rió. Pero en cuanto la vieja la fulminó con su mirada hosca, enrojeció, bajó la mirada y comenzó a desnudarse. Luego se puso el corpiño y la prostituta le enseñó a abrochárselo. Cetta se sentía rara. Por un lado, la humillaba aquella desnudez; por otro, llevar ese corpiño, que creía de gran dama, la hacía sentirse importante. Por un lado, estaba excitada; por otro, espantada.
La prostituta lo notó.
—Mírate en el espejo —le dijo.
Cetta se movió. De repente, sin embargo, su pierna izquierda se le durmió. Cetta empezó a sudar. Arrastró la pierna.
—¿Eres coja? —preguntó la prostituta.
—No... —respondió, había pánico en la mirada de Cetta—. Me he... lastimado...
En ese instante la vieja gordinflona le lanzó un traje de raso azul, con una ancha abertura en la falda, para enseñar las piernas, y un escote bordado con un encaje negro.
—Ten, puta —le dijo.
Cetta se lo puso y enseguida se miró en el espejo. Y empezó a llorar, porque no se reconocía. A llorar de gratitud a aquella tierra americana donde iba a cumplir todos sus sueños. Donde iba a convertirse en una dama.
—Ven, es hora de que aprendas el oficio —le dijo la prostituta.
Salieron de la sastrería —sin despedirse de la vieja— y entraron en un trastero pequeño y asfixiante. La prostituta abrió una mirilla y pegó un ojo. Cuando se apartó, le dijo a Cetta:
—Mira, eso es una mamada.
Se pasó todo el día espiando a clientes y compañeras. Después, ya de noche, Sal pasó a recogerla y la llevó a casa. Mientras Sal conducía en silencio, Cetta lo miró un par de veces —procurando que no se diera cuenta—, pensando en lo que había dicho de él la prostituta. Hasta que el coche aparcó delante de los escalones que bajaban al semisótano, y Cetta, al apearse del coche, volvió a mirar a aquel hombre grande y feo que probaba a las chicas. Pero Sal estaba mirando al frente.
Los dos viejos dormían cuando Cetta se deslizó silenciosamente en el cuarto. También Christmas dormía, en medio de los viejos. Cetta lo cogió en brazos, delicadamente.
—Ha comido y cagado —le susurró la vieja, abriendo un ojo—. Todo en orden.
Cetta le sonrió y fue hacia su colchón. Había un somier debajo del colchón. Y una manta, sábanas y una almohada.
—Sal se ha ocupado de todo —susurró la vieja, sentándose y haciendo chirriar la cama.
—Duérmete —refunfuñó el viejo.
Cetta apoyó a Christmas sobre la manta y sintió que era blanda. Se volvió hacia la vieja, que seguía sentada, mirándola. Entonces se acercó a ella y la abrazó en silencio, sin pronunciar palabra. Y la vieja también la abrazó, acariciándole el pelo.
—Acuéstate, estarás cansada —dijo la vieja.
—Duérmete —rezongó el viejo.
Cetta y la vieja rieron quedamente.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó entonces Cetta, en voz baja.
—Somos Tonia y Vito Fraina.
—Y por la noche queremos dormir —rezongó el viejo.
Cetta y Tonia volvieron a reír, Tonia le dio una palmada a su marido en el trasero, y las dos mujeres se rieron más.
—Ji, ji, qué gracioso —dijo el viejo y se tapó la cabeza con la manta.
Tonia agarró entonces la cara de Cetta entre sus manos y la miró en silencio. Luego con el pulgar le hizo una breve señal de la cruz sobre la frente, le dijo «Que Dios te bendiga» y la besó en la frente.
A Cetta le pareció un rito precioso. Regresó a su cama, se desnudó y se metió bajo las mantas con Christmas. Y muy despacio, para no despertarlo, le hizo una breve señal de la cruz sobre la frente, susurró «Dios te bendiga» y le dio un beso.
—Tu Christmas es guapo y fuerte —dijo la vieja—. Se convertirá en un cachas...
—¡Ya está bien! —tronó Vito.
Christmas se despertó y empezó a llorar.
—El muy imbécil ya lo ha conseguido —comentó Tonia—. ¿Estás contento? Ahora puedes dormir a tus anchas.
Cetta, mientras tranquilizaba a Christmas, estrechándolo contra su pecho y meciéndolo despacio, reía quedamente. Y de súbito se acordó de los rostros de su madre, de su padre, de sus hermanos —de los de todos, también del que tenía el Otro— y reparó en que era la primera vez que los recordaba. Pero no pensó en nada más. Luego también ella se quedó dormida.
Al día siguiente —después de pasar toda la mañana y buena parte de la tarde conociendo mejor a Tonio y a Vito Fraina—, Cetta comenzó a prepararse para ir al trabajo. Cuando Sal llegó, estaba lista desde hacía media hora. Dejó a Christmas con los dos viejos y siguió en silencio a aquel hombre feo y de manos negras que la había tomado a su cuidado. Llegaron al coche que tenía dos agujeros de bala en el guardabarros, se sentó en el asiento derecho y esperó a que Sal arrancase el coche y se pusieran en marcha. Durante la mañana, le había rogado a Tonia que le enseñara a decir una pregunta y una palabra de aquel idioma que le era aún desconocido. Una pregunta y una palabra que no podía aprender en el burdel.
—¿Por qué? —le dijo a Sal. Esa era la pregunta que le había enseñado Tonia.
Con su profunda voz, Sal le respondió concisamente, sin apartar los ojos de la calzada.
Cetta no entendió nada. Sonrió y pronunció la palabra que había querido aprender:
—Gracias.
A partir de ese instante, Sal y Cetta no se dijeron nada más. Sal paró el coche frente al portal del burdel, se inclinó hacia la puerta de la derecha, la abrió y, con un gesto, le pidió a Cetta que se bajara. No bien Cetta estuvo en la acera, Sal arrancó el coche y se marchó.
Aquella noche Cetta, que entonces tenía quince años, hizo su primera mamada.
Y al cabo de un mes ya había aprendido todo lo que hay que saber en la profesión. En cambio, para ampliar su vocabulario y poder manejarse también fuera del burdel, necesitó cinco meses más.
Cada tarde y cada noche Sal la llevaba y traía del semisótano de Tonia y Vito Fraina al burdel. Las otras chicas dormían en el burdel, en una gran habitación común. Pero allí no se aceptaban niños. Cada vez que una de ellas se quedaba preñada, un médico se lo arrancaba con un hierro. La sociedad de las putas no debía procrear, era una de las reglas que Sal hacía respetar.
Pero con Cetta había sido distinto.
—¿Por qué? —le preguntó Cetta una mañana, en el coche, seis meses después, pero esa vez ya era capaz de comprender la respuesta.
La voz profunda de Sal vibró dentro del coche, sobreponiéndose al ruido del motor. Breve como había sido la primera vez.
—Métete en tus asuntos.
Y, como la primera vez, aunque ahora haciendo una pausa mucho más larga, Cetta respondió:
—Gracias.
Luego se puso a reír sola. Pero con el rabillo del ojo le pareció ver que la cara fea y seria de Sal se suavizaba un poco. Y que sus labios, de forma imperceptible, esbozaban una media sonrisa.
New Jersey, Manhattan, 1922
Ruth tenía trece años y no podía salir de noche. Pero su casa de campo, donde pasaba los fines de semana, era triste y tétrica, pensaba Ruth. Una gran mansión blanca, con una columnata impresionante en la entrada, construida cincuenta años atrás por el padre de su padre, el abuelo Saul, fundador de la empresa familiar. Una gran casa blanca con una larguísima alameda que cruzaba el parque hasta la verja principal. Y muebles oscuros, siempre relucientes. Y alfombras americanas y chinas sobre suelos de mármol o de roble. Y cuadros antiguos, pintados por artistas de todo el mundo, colgados en las paredes tapizadas de telas oscuras. Y objetos de plata europeos y orientales. Y espejos —espejos en todas partes— que reflejaban la que para Ruth no era más que una casa tétrica, grande y fastuosa.
Ni los criados sabían sonreír. Tampoco cuando tenían que hacerlo por cumplir con la etiqueta, las veces que se cruzaban con alguno de los miembros de la familia Isaacson, conseguían sonreír. Apenas levantaban las comisuras de los labios, bajaban la cabeza y, con la mirada en el suelo, continuaban con sus obligaciones. Tampoco con ella, que solo era una chiquilla de pelo rizado y negro, de piel muy clara, que vestía delicados trajes de colegiala y era todo alegría a sus trece años, conseguían sonreír.
Nadie conseguía sonreír —ni en aquella casa ni en el lujoso piso de Park Avenue, donde residían habitualmente—, desde que se había decretado el toque de queda a causa de su madre, Sarah Rubinstein Isaacson. O mejor dicho, por lo que se decía —y se había dicho— de ella. A saber, que había tenido una turbia relación con un joven —de veintitrés años, mientras que ella tenía cuarenta— de la sinagoga de la calle Ochenta y seis, brillante, inteligente, apuesto, destinado a convertirse pronto en rabino. O al menos eso era lo que se pretendía creer.
Al padre de Ruth aquello le había amargado la vida. A su madre también le había amargado la vida. El joven de veintitrés años, que ya no iba a convertirse en el rabino más joven de su comunidad, para no amargarse la vida se había casado de un día para otro con una buena chica judía de su edad, hija de un rabino. El padre de Ruth, Philip, nunca había dudado de su esposa —ni un solo instante—, ni la había crucificado por aquellas habladurías. Aun así, a ella la había doblegado el veneno de las calumnias. La madre de Ruth sabía que gozaba de la confianza de su marido, pero ya no volvió a atreverse a exhibir sus joyas y sus trajes en la Ópera, en las veladas de beneficencia que organizaba la comunidad, en los conciertos de música clásica al aire libre que se celebraban por deseo del alcalde. Le daba miedo que la apuñalaran por la espalda con risitas burlonas; temía que los índices la señalaran, cuando no los veía, como a la adúltera, como a la que se había acostado con un joven que podía ser su hijo. No tenía fuerzas para cargar sobre sus hombros finos y delicados, que antes enseñaba orgullosa, el peso de la calumnia.
—Habéis dejado que acabe con vosotros un pedo —repetía después de la cena, casi cada noche, desde su sillón, el viejo abuelo Saul, al tiempo que se acariciaba su nariz larga y estrecha, dolorida por las gafas.
Y su hijo y su nuera bajaban la mirada, en silencio. No replicaron la primera vez que el viejo pronunció aquella frase. Y ahora ya no tenían motivo para hacerlo.
Nadie sonreía en aquella casa grande que se había vuelto tétrica para Ruth. Los espejos ya no reflejaban a las decenas de invitados que bailaban en el salón. Ni el parque se iluminaba con antorchas en las barbacoas nocturnas del domingo. Ni el piano de cola lo tocaban manos de aficionados que se convertían en músicos improvisados o manos de músicos profesionales que alegraban las veladas con amigos. Era como si las contraventanas, la puerta de entrada y la verja del fondo de la alameda se hubiesen sellado.
Y todo por un pedo.
Ruth tenía trece años y no podía salir de casa de noche. Pero su casa era triste y tétrica, pensaba continuamente Ruth. Nadie sonreía. Aparte del jardinero, un chico de diecinueve años que, desde hacía unos meses, se ocupaba de las terrazas en Park Avenue y ahora, desde que se había comprado una furgoneta, también de la finca de New Jersey. Él reía siempre. Y Ruth lo notó enseguida. No por su apostura, ni por su inteligencia, ni por su juventud ni por nada especial de su físico o de sus ojos. Solamente por aquella carcajada que de pronto brotaba de su garganta, irrefrenable. No se sentía atraída, pero se dejaba hechizar por aquella carcajada ligera que estallaba sin que nadie comprendiese el motivo, violando y profanando la tétrica atmósfera de la casa. Podía estar fuera del garaje podando la hiedra y de pronto, al ver el reflejo distorsionado de algo en el brillante acero del guardabarros de uno de los coches de la casa, rompía a reír. Y reía cuando, a media tarde, Ruth le llevaba una limonada, como si una limonada pudiese ser graciosa. Y reía —quedamente, sin que nadie lo notara— cuando el abuelo, con su mal carácter, lo regañaba por algo. Y se reía de la vieja cocinera porque a su edad no sabía preparar el pavo asado tan bien como su madre; reía por un repentino chaparrón primaveral y por el sol que resplandecía en los charcos que dejaba la lluvia; por una flor que había nacido torcida o por una brizna de hierba que se enredaba en la rueda de la carretilla; por un mirlo que daba saltitos en la grava, con un gusano en el pico, y por una rana que croaba en el estanque artificial del parque; por las cómicas formas de las nubes y por los bigotillos del mayordomo; por el culo enorme de la doncella de la dueña de la casa, y por las tetas flácidas de la mujer que iba todos los días a ayudar con la colada.
Se reía de todo y se llamaba Bill.
Y un día le dijo a Ruth:
—¿Por qué una noche no salimos tú y yo, solo por reírnos un poco?
Así que aquella noche, aunque no tenía más que trece años y en ningún caso le habrían dado permiso para salir —y menos con un jardinero sin futuro—, Ruth fingió que se retiraba a su habitación, dejando a sus padres y a su abuelo en su lúgubre y silenciosa velada, y bajó a escondidas a la lavandería. Desde allí fue a la puerta de servicio, reservada a los proveedores, donde Bill la esperaba riendo. Y, riendo ella también —como una chiquilla de trece años, aburrida y mimada por la vida—, subió a la furgoneta de Bill.
—Yo también tengo un coche, ¿lo ves? —dijo Bill con orgullo.