Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
Crac.
Como un leve batacazo.
Ruth guardó silencio. Todo había dejado de dar vueltas. Las paredes y el techo y el suelo se habían parado. Ahora todo estaba quieto. Todo estaba claro. Tenía la mente despejada. Transparente.
Se levantó de la cama. Fue a la ventana. La abrió. Trepó al alféizar. Podía ver a los saltamontes, abajo. Pero los saltamontes no la veían a ella. Solo las ocho hermanas se volvieron a mirarla. Y le sonrieron. Y extendieron los brazos. Hacia ella.
Saltó al vacío.
Crac.
Cuando tocó el suelo, entre los invitados de la fiesta, sobre las baldosas cuadradas de cerámica toscana, Ruth se sorprendió. No sentía nada. De nuevo no sentía nada. Ningún dolor, ningún grito. Y no veía los colores. Y en la boca tenía un sabor dulce. Su sangre se había vuelto dulce.
Y luego, finalmente, también llegó la oscuridad.
Manhattan, 1926
Christmas contó siete amplios escalones de granito blanco y poroso. Empujó con una mano la barra de metal de la puerta giratoria y entró en el vestíbulo del edificio de la Cincuenta y cinco Oeste, no lejos del banco de Central Park, donde antes se reunía con Ruth. Se encaminó con paso inseguro hacia el brillante mostrador de nogal. Dos mujeres, una muy joven y la otra frisando los cuarenta, ambas monas y vestidas igual, estaban sentadas al otro lado del mostrador. Y, detrás de ellas, un gran rótulo: N. Y. BROADCAST.
—Me han dicho que me presente hoy —dijo Christmas a la más joven.
La muchacha le sonrió, al tiempo que estiraba una mano hacia el auricular del teléfono interno.
—¿Con quién está citado? —le preguntó amablemente.
Christmas introdujo una mano en el bolsillo y extrajo un papelito en el que había anotado un nombre.
—Cyril Davies —dijo.
La muchacha arrugó las cejas y con un dedo le indicó que esperara. Luego se volvió hacia su compañera y aguardó a que terminara una conversación telefónica.
Christmas miraba alrededor y pensaba excitado: «Lo he conseguido».
—¿Sabes cuál es el número interno de... Cyril Davies? —inquirió la muchacha a su compañera cuando esta terminó de hablar.
La mujer se mordió los labios y movió la cabeza.
—¿Está seguro de que trabaja aquí? —preguntó la muchacha a Christmas.
Ambas mujeres lo observaban. Se fijaban en su traje marrón y corriente, en la cicatriz que le marcaba el labio inferior y que descendía hacia la barbilla.
—¿Estás seguro? —preguntó la mayor de las dos.
—Es lo que me han dicho —respondió Christmas, incómodo.
La mujer de cuarenta años enarcó una ceja y, sin dejar de observarlo, dijo a su joven compañera:
—Revisa en la lista. —Luego cogió el teléfono y marcó un número—. Mark —dijo en voz baja—, ¿dónde te has metido? —Nada más que eso.
Unos segundos después, mientras la joven repasaba una larga lista murmurando «D... D... Dampton... Dartland... Davemport...», un hombre uniformado apareció en el vestíbulo.
—¿Problemas? —dijo el guarda de seguridad mirando de hito en hito a Christmas.
—Davidson... Dewey... —prosiguió entretanto la joven—. No hay ningún Davies —dijo dirigiéndose a su compañera.
—Lo siento —dijo la otra a Christmas—. No hay ningún Davies.
—Me han dicho que me presente hoy —insistió Christmas—. Y ese es el nombre.
La mujer de cuarenta años cogió la lista y señaló con un dedo entre dos nombres.
—De Davidson se pasa a Dewey. No figura Davies, lo siento —dijo fríamente.
—No es posible —protestó Christmas.
—Señor... —empezó a decir el guarda de seguridad estirando una mano hacia el brazo de Christmas.
—No, no es posible —repitió Christmas—. He sido contratado aquí para trabajar en la radio —dijo con vigor, retrocediendo un paso para soltarse del guarda de seguridad.
—Señor... —insistió el hombre, que seguía con la mano alargada hacia Christmas.
—Revise de nuevo. No es posible —dijo Christmas a la joven.
—No hay ningún Cyril Davies que trabaje aquí, chico —respondió con voz fría la mujer de cuarenta años.
—Lo siento —murmuró la joven mirándolo.
—¿Cyril? —dijo entonces el guarda de seguridad.
—Cyril Davies —confirmó Christmas.
El hombre rió y bajó el brazo.
—Es el almacenista —dijo a las dos mujeres.
—¿Quién? —inquirió la mujer de cuarenta años.
—El negro —contestó el hombre.
—¿Cyril? —dijo aquella.
—Cyril, claro —repuso el guarda.
—Cyril —repitió la mujer a la joven—. El negro. ¿Ya sabes quién es?
La joven hizo un vago gesto de asentimiento con la cabeza, luego se desinteresó de Christmas y se puso a hojear una revista.
—Tienes que entrar por la puerta del personal de servicio —repuso la mujer de cuarenta años.
—Sal, tuerce a la derecha y llama a una puerta verde que está al fondo del callejón. Pone «N. Y. Broadcast», no puedes equivocarte —dijo el guarda de seguridad, que acto seguido le dio la espalda y se acodó en el mostrador, inclinado hacia la mujer de cuarenta años—. Lena, tengo dos entradas para...
—No me interesa, Mark —lo interrumpió, con acritud—. Mantente en tu puesto y deja de pasear. Te pagan por estar pendiente de las personas que entran. No me obligues a dar un parte.
El hombre se ruborizó, resopló, se apartó del mostrador y fue hacia la entrada. Christmas seguía en medio del vestíbulo y estaba observando el gran cartel N. Y. BROADCAST.
—¿A qué estás esperando? —preguntó malhumorado el hombre—. Esta es la entrada de la gente importante. Largo. No trabajas aquí, solo eres un almacenista.
Christmas se dio la vuelta y salió.
Cuando bajaba los siete escalones de granito blanco se apoderó de él una gran decepción, pero en la última grada se volvió y, justo en el instante en que un hombre elegante, con un maletín brillante, pasaba a los estudios de la radio N. Y. Broadcast, dijo en voz baja: «Un día entraré por esa puerta y Ruth oirá mi voz». Después bordeó el edificio, enfiló por un callejón oscuro, atestado de cajas vacías, y al fondo vio una puerta metálica de dos hojas, pintada de verde, sobre la que destacaban, en resplandeciente latón, las letras N. Y. BROADCAST. PASÓ sobre ellas la yema de los dedos.
«Ahora demuéstrame que esa historia de la radio no es una de tus chorradas, muchacho», le había dicho dos días antes Arnold Rothstein, tras convocarlo en el Lincoln Republican Club. Al principio Christmas no había comprendido. Lepke y Gurrah estaban allí, con los brazos cruzados, mirándolo mientras Rothstein le explicaba que a través de «ciertos amigos» le había encontrado un trabajo en una emisora de radio. Y Christmas no había sido capaz de decir ni «gracias». Se había quedado con la boca abierta. Y luego había dicho, como embobado: «¿Radio?». Todos se habían puesto a reír. Rothstein le había dado una palmada en el hombro, después le había cogido las manos y girado las palmas hacia arriba. Las tenía negras y agrietadas. «Mejor que alquitranar tejados, ¿no?», le había dicho. «Le debo un favor, Mr. Big», había dicho entonces Christmas. Y de nuevo todos habían reído. Gurrah más que los otros, con fuerza y estridencia, dándose manotazos en el muslo, y, mientras repetía «¡Te debe un favor, jefe!», la pistola se le había caído al suelo. Y solo cuando hubieron cesado las carcajadas, Christmas había podido mirar a Arnold Rothstein a los ojos, el hombre que gobernaba Nueva York. Rothstein había sonreído, cuan benévolamente podía sonreír un hombre como él. Lo había agarrado por el cogote y llevado hasta la mesa de billar. Había quitado de en medio todas las bolas, se había sacado del bolsillo del chaleco dos dados de marfil, blanquísimos, y se los había entregado a Christmas. «Quiero ver si tienes suerte. El once gana, el siete pierde.»
Y a la vez que Christmas recordaba aquella tirada, seguía pasando sus dedos por las letras de latón de la puerta verde. N. Y. Broadcast.
—Quita esos dedazos sucios de mi placa —dijo una voz áspera detrás de él.
Christmas se volvió y vio a un negro flaco y renco, con una pierna más corta que la otra, en mitad del pasillo. El negro extrajo del bolsillo del mono de trabajo un manojo de llaves, se acercó a Christmas y le dio un empujón. Pasó una manga de su cazadora de algodón por las letras y luego introdujo una llave en la cerradura de la puerta. Tenía la cara ajada y arrugada, como los viejos pescadores de ostras de South Street y Pike Slip que vivían en el East River, bajo el puente de Manhattan. Y ojos saltones, bulbosos, amarillentos y surcados de venillas escarlatas. Pero no tenía más de cuarenta años. Abrió la cerradura y se volvió hacia Christmas.
—¿Qué buscas? Vete a pasear por otra parte —le dijo.
Christmas lo miró y sonrió.
Y entretanto pensaba en el vuelo de los dados que corrían por el paño verde rebotando confusamente, que chocaban silenciosos contra la banda y regresaban, empezando a detenerse, mientras Rothstein le sujetaba el cuello. Cinco. Y luego seis. «Tienes potra, Rabbit», había dicho Gurrah. Rothstein le había apretado el cuello. «Sal de mi vista», le había dicho. Y solo entonces, al salir por la puerta, Christmas había podido decirlo. «Gracias.» Lepke le había silbado, a la manera que los italianos silbaban a las chicas en la calle. «Ten cuidado, todos los artistas son putos», y había comenzado a carcajearse.
—¿De qué te ríes, muchacho? —preguntó el negro a Christmas, en la puerta de la N. Y. Broadcast.
Tal vez no fuera como había soñado en esos dos días, pensó Christmas. Tal vez pasaría tiempo antes de que pudiera entrar por la puerta principal de los estudios. Aun así, estaba allí. Y eso ero lo único que importaba.
—Saqué once —le dijo al negro.
—¿Eres medio tonto?
—¿Tú eres Cyril? —le preguntó Christmas.
El negro arrugó las cejas.
—¿Qué quieres?
—Me han dicho que me presente hoy —dijo titubeante mientras le tendía la nota.
Cyril se la arrancó de la mano, con rudeza.
—Soy negro, no analfabeto —farfulló a la vez que leía—. Ah, me habían dicho que venía uno nuevo.—Lo miró—. No necesito un ayudante. Pero si te han contratado... —Se encogió de hombros—. ¿Qué sabes de la radio?
—Nada.
Cyril meneó la cabeza y se mordió los labios, aumentando las arrugas que le agrietaban el rostro.
—¿Cómo te llamas?
—Christmas Luminita.
—¿Christmas?
—Sí.
—Vaya nombrecito... si es de negro.
Christmas lo miró directamente a los ojos.
—Tú eres el experto de los dos, Cyril —dijo.
Cyril le apuntó un dedo al pecho.
—Para ti soy míster Davies, muchacho —gruñó, pero Christmas vio que los dos bulbos saltones se iluminaban divertidos. Luego Cyril estiró una mano hacia el interior del almacén, cogió un trapo y se lo lanzó a Christmas.
—A partir de hoy te encargarás de sacar brillo a las letras.
Entró en el almacén y cerró la puerta tras de sí, con un ruido sordo.
Christmas pasó el trapo por las letras, rápidamente, y enseguida llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Cyril desde dentro.
—Abre, Cyril, he terminado.
—Aquí no hay ningún Cyril.
Christmas resopló.
—Vale. ¿Puede abrir la puerta, míster Davies?
Cyril abrió, dio un empujón a Christmas y revisó las letras. El latón brillaba. Asintió y luego entró, dejando la puerta abierta. Christmas lo siguió.
—Y cierra despacio —dijo Cyril sin volverse.
«Estoy dentro», pensó Christmas.
Era una habitación enorme, llena de estanterías, oscura, de techo bajo. Al fondo del espacio, una mesa de trabajo, con un soldador eléctrico, una abrazadera, destornilladores, una gran lupa fijada a la pared con un extensor de fuelle, tijeras, cajones llenos de tornillos de todos los tamaños, micrófonos desmontados, rollos de cables, válvulas y otros artilugios cuya utilidad Christmas desconocía por completo.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Christmas.
—Nada —contestó Cyril al tiempo que se sentaba a la mesa de trabajo—. Búscate un sitio en el que no me molestes y estate callado.
Christmas dio vueltas por el almacén, curioseando entre las estanterías. Cogió una base que tenía unas válvulas pegadas.
—Vuelve a dejarla donde estaba —dijo Cyril sin girarse.
Christmas la puso en la estantería y continuó su inspección. En aquella habitación había un olor que no conocía pero que le gustaba. Hubiera dicho que era olor a metal. Vio una gran bobina de madera, envuelta en un hilo de cobre descubierto.
—¿Para qué sirve esto? —preguntó.
Cyril no respondió. Cogió un destornillador y desmontó un micrófono.
Christmas se le acercó y se puso a observar lo que hacía.
—¿Lo está arreglando? —inquirió.
—¿Para ti esto significa estar callado? —dijo Cyril sin levantar la cabeza de su trabajo.
Christmas siguió mirando las manos esqueléticas de Cyril, que se movían con rapidez y destreza. Una vez que desmontó la tapa protectora del micrófono, dejó el destornillador, introdujo el dedo en una maraña de cables, los sacó delicadamente y por último exclamó:
—¡Ajá, ya te tengo, cabrón!
—¿A quién tiene? —preguntó Christmas.
Cyril no le respondió. Agarró de nuevo el destornillador, desmontó una abrazadera del interior del micrófono, desenrolló hilo de plomo, aproximó un cable a una chapa y con el soldador fundió dos gotas de plomo, en las que hundió el extremo pelado del cable. Luego lo sopló, comprobó la soldadura, atornilló la abrazadera, metió con orden los cables y fijó la tapa de metal. Por último, con un trapo manchado de grasa sacó brillo a los cromados del micrófono y lo introdujo en un panel.«No me jodas, cabrón», dijo al micrófono. Y un altavoz amplificó aquellas palabras, desde la parte opuesta del almacén. Cyril rió, desenchufó el micrófono y lo guardó en una caja de cartón blanco, a su izquierda, con la inscripción: «Sala A - IV p. - Efectos sonoros».
Se estiró y a continuación, de una caja idéntica que había a su derecha, cogió una válvula. La colocó entre él y la luz de la mesa, y la examinó en silencio. Movió la cabeza y la envolvió en un trapo grueso. Cogió un martillito y dio un golpe seco. «Adiós, Jerusalén», dijo al tiempo que el vidrio se partía. Desenvolvió el trapo, extrajo filamentos finos con unas pinzas, los guardó en una cajita y luego se puso de pie, sujetando el trapo.
—¿Tienes siempre que estar en medio, muchacho? —dijo mientras se dirigía hacia una papelera de metal, donde echó los restos de vidrio. Cuando regresó a la mesa, Christmas sujetaba una vieja fotografía de una mujer negra, con la mirada fija y sin embargo intensa, de pie, con ambas manos apoyadas en una suya, sobre la que se veían un abrigo y un sombrero.