La calle de los sueños (12 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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Y en ese rato —mientras Fred apagaba el motor, se apeaba del coche y, con obsequiosa profesionalidad, le abría la puerta—, un corrillo de curiosos se apretujó alrededor del lujoso vehículo. Niños, jóvenes, mujeres y hombres estiraban la nariz hacia el habitáculo en penumbra, cuchicheaban unos con otros sin parar, preguntándose quién podía ser el misterioso personaje que visitaba el gueto de East Side. Y como nadie salía del coche, pese a que el estirado chófer mantenía la puerta abierta, en la imaginación de todos el personaje adquiría, a medida que pasaban los segundos, una importancia y un peso cada vez mayores.

—Hemos llegado, mister Luminita —dijo por fin el chófer.

Christmas salió de pronto de sus ensoñaciones y al asomarse a la calle vio delante de él a unas veinte bocas abiertas por la sorpresa. Al instante se olvidó de Ruth, bajó del coche con calmosa naturalidad de chulo, miró alrededor con desgana e indiferencia —mientras seguía con un pie en el estribo, como para dejar grabada en la mente de los espectadores aquella imagen—, y, por último, se metió una mano en el bolsillo. Extrajo el billete de diez dólares —procurando que todos lo viesen bien—, lo dobló y, con la soltura de un actor consumado, lo introdujo en el bolsillo de la librea del chófer.

—Gracias, Fred, puedes irte —dijo y, metiendo la mano en el bolsillo de aquel, recuperó el billete, sin que nadie lo notase a excepción del chófer.

—Gracias a usted, mister Luminita —respondió Fred inclinando levemente la cabeza—. Es usted muy generoso —añadió, y le sonrió cómplice. Luego el chófer volvió al asiento del conductor, encendió el motor y se alejó con aquel vehículo que valía más que cualquier vida del Lower East Side.

Los curiosos que rodeaban a Christmas se habían quedado embobados y mudos. Miraban atónitos al chico harapiento que muchos de ellos recordaban desde pequeño cuando voceaba los titulares de los periódicos por las calles y cuando regresaba a su casa con los zapatos manchados de alquitrán, como tantos obreros de jornal que extendían brea sobre el tejado de algunos edificios para aislarlos de la lluvia. Cuando Christmas dio el primer paso hacia el miserable bloque donde vivía con su madre, el corrillo se abrió enseguida en dos alas. Al fondo del grupo, Christmas vio a Santo, que acababa de regresar de la comisaría y que exhibía una sonrisa tontorrona. Santo estaba a punto de sacar su billete de diez dólares.

—Oh, aquí estás, Santo —lo previno Christmas, aprovechando el silencio para que lo oyeran bien—. El que tú sabes... —y recalcó bien esas cuatro palabras misteriosas—... ha quedado muy contento. Tiene otro encargo para los Diamond Dogs —y volvió a remarcar bien estas dos últimas palabras para que el nombre de su banda consiguiera el debido relieve—. Sube conmigo, así te lo explicaré todo —dijo y, cogiéndolo de un brazo, lo arrastró consigo hacia el portal. No bien subieron los escalones mugrientos de la entrada, Christmas se detuvo, como si se hubiera acordado de algo, introdujo de nuevo la mano en el bolsillo y extrajo el billete de cincuenta dólares, sosteniéndolo bien a la vista. Acto seguido lo puso en la mano de Santo y dijo:

—Toma, esta es tu parte.

Esta vez los curiosos amontonados en la acera no pudieron contener un murmullo de asombro.

Christmas se volvió hacia la gente.

—Bueno, ¿qué pasa? Siempre metiendo la nariz en los asuntos ajenos. Vámonos... —le dijo a Santo, que, como todos, tenía los ojos como platos—, aquí no se puede tratar de negocios en paz —y, seguido por aquel que para todos pronto se convertiría en su lugarteniente, desapareció en el portal fétido.

—¡Cincuenta dólares! —exclamó estupefacto Santo mientras subía las escaleras—. ¿Y qué es lo que nos han encargado?

—Gilipollas —le dijo Christmas al tiempo que le arrancaba de la mano el billete y se lo volvía a guardar en su bolsillo.

13

Brooklyn Heights, Manhattan, 1922

Aquella noche Bill no volvió a casa. Compró una caja de cervezas y una botella del mejor whisky de doce años en el mismo bar clandestino donde le habían despachado a crédito la noche anterior. Era un bar al que iban delincuentes de poca monta, gente que se encargaba de cobrar para el hampa pequeñas cantidades o el alquiler de las tragaperras. Todos tenían cara de rata, incluso los que eran altos y fornidos. Porque salían de las alcantarillas y vivían en las alcantarillas. Pero Bill se sentía importante yendo a ese bar clandestino, le parecía que era uno de ellos. Un tipo duro. Conocía otros bares que vendían alcohol de contrabando, incluso a mejor precio, pero le gustaba estar codo con codo con esos tipos que llevaban la pistola metida en los pantalones.

Compró, pues, la caja de cervezas y la botella de whisky y luego se escondió. Durante toda la noche y todo el día. Encontró un sitio aislado de Brooklyn Heights, desde el que podía ver los grandes puentes de hierro y acero que parecían abarcar las dos franjas de tierra. Cortó unas ramas con las tijeras de podar, con las que cubrió la furgoneta. La sangre de la chica judía que seguía pegada en las hojas se mezcló con la corteza de las ramas. Y Bill rió. Luego aguzó el oído. Era como si hubiera percibido algo. No a alguien, sino algo. Algo en su carcajada. Como si fuese diferente. Trató de reír de nuevo, y de nuevo oyó ese algo. Algo que faltaba. Y entonces, solo entonces, sintió miedo por lo que había hecho.

Bebió la primera cerveza y unos sorbos de whisky. Quería encender un fuego. Para calentarse pero también para tener un poco de luz. La oscuridad lo ponía nervioso. A oscuras, cuando era un chiquillo, nunca sabía por dónde podía aparecer su padre. Le daba menos miedo verlo aparecer cuando se quitaba el cinturón de los pantalones y se lo enrollaba en la mano. No es que hiciera menos daño, solo daba menos miedo. Cogió entonces el mechero de gasolina y lo encendió. Y con él prendió unas ramas secas. Aquella luz no podía verse, se dijo mientras abría la segunda cerveza y reía. Volvió a aguzar el oído, buscando algo que faltaba. Y le pareció que estaba regresando. No todo. Pero algo había regresado. Como si una parte de él regresase. Y entonces rió más convencido, con otra rama que ardía en su mano, aclarando la atroz oscuridad que lo rodeaba.

Amanecía cuando —a la cuarta cerveza y mitad de la botella de whisky— Bill recuperó casi del todo su carcajada. Y ya no había oscuridad. Se metió en la furgoneta y se echó en el asiento. Allí, con la cabeza recostada, le pareció oler el aroma a limpio de la judía. Introdujo una mano en el bolsillo y extrajo el dinero y la sortija con la esmeralda. Antes había contado el dinero. Catorce dólares y veinte centavos. Una fortuna. Luego giró la sortija delante de sus ojos. Rodeando la gran esmeralda, una corona de pequeños diamantes capturaba la luz del sol naciente que se filtraba por las ramas que tapaban la furgoneta. Bill intentó ponérsela, pero sus dedos eran demasiado gruesos, incluido el meñique. A duras penas consiguió introducirla en la primera falange. Resultaba gracioso verla allí, firme y, sin embargo, insegura. Rió —descubriendo su carcajada, reconociéndola completamente— y luego cerró los ojos, con el olor de la judía en la nariz y los nudillos de las manos un poco doloridos. Se lamió las llagas. Seguramente la había golpeado en los dientes, pensó riendo despacio y luego se durmió. Ya no era de noche. Ya no había oscuridad. Ya no había nada que temer.

Otra vez era de noche cuando se despertó. Otra vez la oscuridad. Solo se veían las luces de la ciudad, al otro lado del East River. Bill se miró el meñique con el radiante anillo de la gran esmeralda y la corona de diamantes. Estaba a punto de reír pero se contuvo. Tenía miedo de oír de nuevo esa parte que faltaba. Solo que ahora sabía cómo ponerle remedio. Bajó de la furgoneta y abrió otra botella. Bebió la mitad de un trago, luego agarró la botella de whisky y tomó un generoso sorbo. Nunca había bebido un whisky de doce años, eso era cosa de ricos. Por último, apuró la cerveza. Eructó y se echó a reír. Sí, era su carcajada. Bebió un sorbo más de whisky y de nuevo rió, con fuerza, a pleno pulmón.

Quedaban siete cervezas y poco menos de media botella de whisky. Bebió dos cervezas, una tras otra, y lanzó las botellas hacia el río, hacia el puente, hacia aquella ciudad llena de luces de colores.

—¡Ya voy! —le gritó a la ciudad—. ¡Voy a buscarte!

Quitó de la furgoneta las ramas que la ocultaban, encendió el motor y partió. Los faros del coche iluminaban el armazón del gran puente. Y la ciudad se exhibía en toda su terrible belleza. La ciudad del dinero, pensaba Bill, mirando los reflejos verdes y el arco iris de la sortija que estaba insegura en su meñique.

—Voy a buscarte —dijo de nuevo, pero con voz tenue, como una amenaza, y, en medio de todas esas luces, su mirada se hizo otra vez sombría, siniestra, apagada. Abrió una cerveza más, y luego otra. Y cuando hubo terminado todas las cervezas apuró también la botella de whisky. Y, por último, rió, deleitándose con aquel sonido al que no le faltaba nada.

Aparcó en una zona mal iluminada de South Seaport y luego se dirigió a pie a casa. Entró en un callejón estrecho y fétido, que apestaba a los desechos del mercado de pescado. Allí trepó a una cerca de madera y bajó a un patio. Desde el patio, que pasó arrimado a un viejo muro roído por el hielo, llegó a una valla metálica. Se asió a ella y la trepó, luego saltó al otro lado. Cayó de culo por el exceso de alcohol. Se incorporó riendo quedamente, y se cercioró de que llevaba la sortija en el meñique y el dinero en el bolsillo. Avanzó entonces por un muro bajo, con los brazos abiertos, como un equilibrista, y desde allí saltó a una escalera de incendios. Abrió la ventana de la tercera planta y entró en el piso, en silencio.

Se acurrucó en un rincón para recobrar el aliento. Y sonrió. No había vuelto a hacer ese recorrido desde que era un chiquillo miedoso y se escapaba por la noche de casa. Pero era como si lo hubiera hecho ayer.

—¿Quién es? —preguntó una voz ronca y pastosa por el alcohol.

Bill volvía a tener ganas de beber.

En la habitación de al lado se oyó ruido de cristales que chocaban. El cuello de una botella contra el borde de un vaso. Seguramente allí encontraría bebida, eso lo sabía Bill mientras se ponía de pie.

—He oído un ruido en ese lado —dijo la voz ronca, dura, desagradable—. ¡Ve a ver, asquerosa zorra judía!

—No hace falta, pa —dijo Bill apareciendo en la habitación.

El hombre estaba arrellanado en un sillón de terciopelo verde, desteñido, con los brazos rozados y manchados. La botella estaba en el suelo, a los pies del sillón, al alcance de la mano. Una botella sin etiqueta. No del buen whisky de contrabando, sino de
blue ruin
, el peor destilado que se vendía de estraperlo en el mercado de pescado. Otra botella idéntica estaba volcada en el suelo. El hombre miró a Bill.

—¿Qué coño haces aquí,
Scheiße
? —dijo, y luego bebió.

—Yo también quiero beber —repuso Bill.

—Pues cómprate tu bebida —contestó el hombre.

Bill rió. Se metió una mano en el bolsillo, sacó todo el dinero que tenía y se lo arrojó a su padre.

—Aquí tienes, ya la he comprado —dijo y se inclinó hacia la botella de
blue ruin
.

El padre le dio un manotazo en la cara.

Bill no reaccionó. Destapó la botella y bebió un largo sorbo. Luego se pasó la mano por la cara, con expresión de asco. Cogió algo transparente entre el pulgar y el índice y lo tiró al suelo.

—Pescado. Qué mierda —dijo—. Sueltas escamas por todas partes.

En ese instante, una mujer de aspecto demacrado, baja y delgada, con pómulos prominentes que le tensaban la piel aceitunada de la cara y grandes ojos negros, melancólicos, apareció en la habitación. Llevaba una bata que Bill conocía desde hacía años. Siempre la misma. Y tenía un nuevo moretón en la mandíbula.

—Ma... —dijo Bill sosteniendo la botella.

—¡Bill! —gritó la mujer, lanzándose sobre su chico para abrazarlo.

Sin embargo, Bill, estirando hacia ella la mano en la que empuñaba la botella de
blue ruin
, no le permitió acercarse.

La mujer se llevó una mano a la boca. En sus grandes ojos negros había alarma y desesperación. La alarma era un sentimiento nuevo, nacido ese día. La desesperación, una compañía que llevaba consigo desde hacía años, desde hacía tantos años que Bill no recordaba haberle leído nunca otra cosa en su mirada.

—Ha venido la policía... —dijo a media voz la mujer. Luego vio la sortija en el meñique de su hijo—. Bill, Bill... ¿qué has hecho?

—Tú, jodida judía —dijo de pronto el padre, al tiempo que, tambaleándose, se levantaba del sillón—. ¡Mira lo que has hecho! —gritó, y a continuación le arrojó a la cara el dinero—. ¡Tienes la cabeza llena de mierda, como todos los judíos!

—Déjalo ya, pa —protestó Bill—. Déjalo ya —repitió y echó otro trago.

El padre lo miró. Era más alto que su hijo, y más fuerte. Le había pegado durante toda su vida. Con la mano, con patadas, con el cinturón.

—Tú también eres un judío de mierda —le dijo—. ¿Sabes que si eres hijo de una furcia judía tú también eres judío? —se burló riéndose, con una luz siniestra en los ojos.

—Sí, me lo has dicho un millón de veces, pa. —Bill bebió más—. Y ya no me hace gracia.

—Dejadlo... por favor —terció la madre.

El padre se volvió hacia la mujer. Extendió un brazo y la golpeó con rabia.

—Zorra judía, siempre tienes que meterte en medio.

Bill se dio la vuelta y sin pronunciar palabra se fue a la cocina.

—Ven aquí, capullo. Devuélveme mi botella. Métete por el culo tu dinero. Acabarás en la horca y yo daré una fiesta. Pero antes quiero dejarte una marca en tu espalda de judío —dijo al tiempo que se quitaba el cinturón y lo enrollaba en una mano. Y avanzó tambaleándose, sin darse cuenta de que los pantalones se le estaban cayendo.

—Me das lástima —dijo Bill al volver a la habitación. Bebió un último trago, tiró la botella al suelo y luego le clavó en el vientre el cuchillo que su padre usaba en el mercado para limpiar el pescado.

La madre se abalanzó entre padre e hijo en el instante en que Bill asestaba un segundo golpe con el cuchillo. La mujer notó que la hoja le partía las costillas y le penetraba en el tórax con un ruido viscoso. Abrió mucho los ojos y se desplomó. Entonces Bill levantó de nuevo el cuchillo y asestó un golpe más. Su padre había estirado las manos para protegerse. La hoja le desgarró la palma de una mano.

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