La Calavera de Cristal (37 page)

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Authors: Manda Scott

BOOK: La Calavera de Cristal
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Archie, Jethro y sus amigos tomaron el camino a casa para celebrarlo; ninguno de ellos habló de los marineros ingleses a los que no se había remunerado ni de los hombres que habían perecido innecesariamente por falta de víveres.

El verano cedió el testigo a un otoño rico y bondadoso, puro alivio y sosiego. En el aire se respiraba el final de una etapa, aunque el trimestre otoñal universitario ni siquiera se hubiera inaugurado. No se había enseñado ni aprendido nada de gran valor, pero tampoco se había perdido demasiado; habían llegado las vacaciones y, al poco, las nieves, y Cambridge avanzó serenamente hasta que se le echaron encima las Navidades, complacida al pensar que Dios amaba más a los puritanos que a los católicos, como demostraba que permitiera que la reina Isabel brillara en su trono en toda su gloria.

Durante ese tiempo nadie tuvo en gran estima a sir Francis Walsingham, secretario y gran espía de la reina, así como, en opinión de Barnabas Tythe, auténtico artífice de la derrota de los españoles.

Nadie, claro está, salvo el mismo Walsingham y su amplia red de espías, que se dejaron la piel alimentando a la avariciosa araña que, desde el centro de la telaraña, iba tejiendo sus intrigas.

Nadie sabía a ciencia cierta cuántos hombres trabajaban a sueldo de Walsingham, pero se sabía que a menudo ordenaba a sus agentes que se espiaran entre sí, lo que en parte garantizaba que conservaran la franqueza y la diligencia. Sin embargo, esta última se explicaba en gran medida porque todos habían presenciado al menos en una ocasión lo que les sucedía a aquellos que hacían enfadar al secretario de la reina. Nadie en su sano juicio arriesgaría su vida para acabar en la Torre de Londres atado al potro de tortura, contestando preguntas que no tenían respuesta.

Por consiguiente no era extraño que Tythe se asustara al recibir una misiva de

Walsingham de su puño y letra en la que le exigía que llevara a cabo una acción que,

a juicio del vicerrector, era intolerable. De hecho, tan solo pedirlo rozaba la locura. Un metro de nieve y la inminencia de la Navidad le proporcionaban un tiempo de gracia para sopesar su respuesta. Tythe llevaba dos días dedicado a ello -el tiempo que hacía que había llegado la carta y que habían empezado a caer las primeras nieves-, pero no había sido capaz de hallar una respuesta.

Tras agacharse para echar otro tronco al fuego, leyó la carta por quinta o acaso sexta vez esa noche y sorbió una deliciosa malvasía griega al tiempo que sacudía la cabeza.

El segundo golpe hizo temblar las bisagras de la puerta. Una voz que llevaba años sin escuchar susurró:

—Barnabas... Barnabas Tythe. Si sois tan amable de no dejarnos morir de frío y hambre en vuestro umbral, ¿seríais tan cortés de abrir y dejarnos pasar?

La malvasía acabó en el hogar y perfumando el aire de aromáticos efluvios. La copa se abolló de tal forma que el herrero del pueblo iba a sudar para repararla. Tythe hizo caso omiso de ambas cosas. Clavó la vista en la carta que sostenían sus manos y se esforzó por entender cómo lo imposible podía hacerse realidad, pero sobre todo cómo, en nombre de Dios, sir Francis Walsingham lo había sabido antes que nadie.

Ninguna de las respuestas que barajó fue de su agrado, ni tampoco lo fueron los pronósticos de su futuro más inmediato. La tenebrosa sombra de la Torre le pareció más oscura que nunca y se alargó los ciento cincuenta kilómetros rumbo al norte que la separaban de Cambridge y, en concreto, del Bede's College.

Poco después del tercer golpe en la puerta, el vicerrector de Bede se puso en pie y avanzó cojeando hasta la puerta para abrirla.

Redactado a día de hoy, vigésimo día de diciembre del año de Nuestro Señor, etc., etc., para sir Barnabas Tythe, de parte de sir Francis Walsingham, saludos.

Se avecina el fin del año más significado de nuestra historia. Hemos vencido al mal español y hemos mantenido intactas las lindes soberanas de nuestro país, así como los derechos y padecimiento de nuestra Estimada Reina (la desprecia; ¿no es consciente de que todo el mundo lo sabe?). Sin embargo, los papistas no descansan nunca y tampoco debemos hacerlo nosotros. Sé de buena fuente (¿de quién? ¿Quién podía estar al corriente de que veníais?) que un tal Cedric Owen, conocido vuestro de antaño, viaja en compañía de un español y, tan solo por dicho motivo, debe ser considerado enemigo del Reino. Es más, lleva consigo ciertos enseres de brujería que tienen que ser confiscados y sometidos a un examen más profundo.

Dada vuestra antigua amistad con esa persona, amistad de la que no os culpo (Walsingham no culpa a nadie, pero mataría a su propia hija si creyera que eso le ayudaría a alcanzar sus fines), tengo la certeza de que en algún momento antes de que concluya el año pretenderá ponerse en contacto con vos. Deberéis retenerlo, con el uso de la fuerza si es necesario, y entregarlo con vida en Londres a la mayor premura. En caso de que en esta empresa os sea menester nuestra ayuda, colgad una bandera en lo alto de vuestra casa y aquellos que se cuentan entre nuestros amigos en este asunto os asistirán.

—Entregarlo con vida a Londres. —Barnabas Tythe bajó las manos y miró a los ojos a su amigo por encima de la carta que acababa de leer—. Antes preferiría morir sin un céntimo en una leprosería que ser entregado con vida a Francis Walsingham en Londres. No sé qué habréis hecho para enemistaros con ese hombre, Cedric Owen, pero debéis ponerle remedio si sois capaz o, de lo contrario, huir de Inglaterra... No, huir todavía más lejos y escapar de sus garras.

—No hay duda de que es una opción. No obstante, quiero pensar que existen otras alternativas antes de tener que regresar a Nueva España en balde.

La noche, ya suficientemente cargada de rarezas, adquiría rápidamente visos de irrealidad. Uno de los dos hombres, que calentaba su mojada ropa de montar al lado de la chimenea, tenía sesenta años, que había cumplido recientemente. Barnabas Tythe lo sabía porque en su día había asistido a las celebraciones del vigésimo primer cumpleaños de Cedric Owen, treinta y nueve años atrás. Por ello, asustaba que Owen tuviera un aspecto tan exuberante, que exhibiera la salud de un joven, cuando todas las fuentes de información aseguraban que había hallado la muerte treinta años atrás en una taberna portuaria francesa.

Le acompañaba un cómplice que en ese momento habló en un inglés conmovedor, aunque muy poco académico.

—¿No he dejado aún claro que Walsingham es el agente del enemigo? Deberíais escuchar a vuestro hombre de armas, amigo mío, pues soy yo quien protege vuestra vida y he olido el peligro desde el momento en que dejamos atrás el puerto de Esclusa.

A todas luces más desconcertante que la presencia de su amigo de antaño, cuya muerte seguía llorando cada noche de Reyes, resultaba darse cuenta, cada vez con mayor claridad, de que el hombre manco y ligero de pies con aquella inapropiada pepita de oro colgándole del lóbulo izquierdo y aquel jubón ostentoso de terciopelo arrugado, era no tan solo español sino amigo de Cedric Owen.

Así pues, era un español, lo que significaba que era un papista y un súbdito del endemoniado Felipe II de España, el hombre que en esos momentos estaba bebiendo el mejor vino especiado de Tythe en Nochebuena, la víspera de unas Navidades en las que todos los súbditos de su majestad británica celebraban por todo lo alto la inapelable derrota de España y todo cuanto ella significaba.

Al inicio del Adviento algunas cuadrillas de jóvenes habían prendido fuego a efigies de Felipe II. Más tarde ese mismo mes, hombres de más edad, y que no deberían haberse comportado de aquella forma, despellejaron gatos vivos y los crucificaron con el fin de hacer saber al Papa que su falsa religión estaba condenada. Nadie en su sano juicio se plantearía albergar a un español, por exuberante que resultara su atuendo, por mucho dominio del inglés que exhibiera y por estrechos que fueran sus lazos con un hombre que acababa de volver de la tumba.

Y, para colmo de males, estaba la carta de Walsingham, cuyas implicaciones empezaban a hacerle un nudo a Tythe en las entrañas. Además, el manco pisaverde acababa de hablar de Esclusa, una ciudad holandesa. De hecho, había sido una de las últimas ciudades comerciales estratégicas en caer ante el sitio del ejército de Alejandro Farnesio, duque de Parma, leal sirviente del rey Felipe II de España y el mayor enemigo que Inglaterra hubiera conocido jamás.

Por si eso no bastara, el español acababa de referirse a sir Francis Walsingham como «el enemigo».

Tythe no era ni débil ni cobarde. Sin embargo, sentía que flaqueaba en cuerpo y alma. Le dolía la rodilla izquierda. El pecho se negaba a responder a los rugidos de su diafragma y su respiración se había vuelto ligeramente sibilante.

Había estado en la Torre de Londres en una ocasión y le había llegado aquel tufillo de absoluta desesperación, peor que el osario y el matadero juntos. En su momento aquello le hizo vomitar, y esa sensación de ridículo le perseguía desde entonces. Volvió a oler lo mismo en la cómoda y cálida humedad de su estancia, donde la despilfarrada malvasía goteaba aún sobre las llamas. Sir Francis Walsingham, que estaba presente cuando vomitó, había sonreído al contemplar la escena. Era esa sonrisa y la mirada penetrante que la acompañó lo que en ese momento hacía temblar como a una mujer al insigne ciudadano, Barnabas Tythe.

—Cedric —dijo finalmente—, os he querido como a mi propio hijo, pero ahora os pido que os marchéis. Por favor, os lo ruego. Idos ahora que las calles están desiertas y la nieve que cae borrará vuestras huellas. No informaré a nadie de que habéis estado aquí, os lo juro.

Graznaba como una grajilla. Al darse cuenta se mordió el labio y renegó para sus adentros.

—Barnabas...

Cedric Owen dobló ágilmente las rodillas sin el más leve signo de reuma y se sentó con las piernas cruzadas frente al hogar. Sonrió, y Tythe recordó al brillante estudiante tan solo cinco años más joven que él, que tanto le había cautivado durante su juventud. Una leve nube de vapor apareció detrás del jubón de Owen y un nubarrón aún mayor de su capa de montar, donde la nieve aún no se había derretido por completo. La sala empezó a adquirir una atmósfera de lavadero.

—Barnabas, hoy es Nochebuena y está nevando. No estaríamos aquí si supusiéramos algún peligro para vos. Creo que podemos permanecer escondidos

unos días, hasta que alguien considere que debe ponerse en contacto con vos, e incluso entonces supongo que confiaréis en los hombres de Bede, ¿verdad?

—No, a eso precisamente me refiero, no lo entendéis. Robert Maplethorpe ha ejercido de rector estos últimos dos años. Es tan hombre de Walsingham como lo soy yo. O más, si es verdad lo que cuentan.

Lo había hecho. En menos de cinco minutos en presencia de un difunto, había confesado más de lo que jamás había osado contar cualquier alma viva.

—Barnabas... —Cedric Owen le dirigió un parpadeo torpe como hacía cuando bebían juntos en el Old Bull de Trinity Street.

Tythe pensó en Eloise y rezó pidiendo ser fuerte.

—¿Podemos deducir por vuestras palabras que sir Francis, el más puritano de los archipuritanos, no sabe que seguís siendo católico en vuestro fuero interno?

Tythe solo pudo responder con un sonido inarticulado. El engalanado español intervino con tacto.

—Amigo, vuestras palabras no han sido muy amables. Habéis conseguido despertar un gran temor en vuestro amigo. Ahora se siente acorralado y en compañía de brujos o, cuando menos, de chantajistas. —Extendió su brazo con gesto teatral—. Yo soy católico, señor, por mal católico que sea. Sabéis que Dios los cría y ellos se juntan, y en ello no hay brujería alguna. Ni amenazas tampoco. No pretendemos causar ningún daño en alguien que en su día fue un amigo.

Barnabas Tythe estuvo a punto de interrumpirle y recordarle que nunca había sido amigo de un español, pero el acicalado compañero de Owen llevaba una espada en la cadera que, con su ausencia de adornos, hablaba elocuentemente sobre un hombre que, en todo lo demás, demostraba un mal gusto grotesco. Owen nunca había sido un luchador y, a pesar de ello, había logrado cruzar los Países Bajos y salir con vida. Por consiguiente, ese hombre que se llamaba a sí mismo su espadachín era alguien a quien debía respetar, en ningún caso ofender. Owen había abierto ya su bolsa de viaje y desenvolvía su otra capa que, como tanto temía Tythe, ocultaba una prueba incontestable de brujería, lo que debía preocuparle mucho más.

Estaba en lo cierto. Al desplegarse un extremo de la capa, la luz ambarina del fuego quedó envuelta por un azul gélido. Desde la última vez que había presenciado algo parecido habían transcurrido treinta años, y seguía atormentando sus sueños, generando en él anhelo y repulsa a partes iguales.

Tythe soltó un fuerte gruñido y se levantó de la silla de un salto.

—La piedra corazón azul no, os lo ruego. Cedric, por el amor de Dios, en estos treinta años ¿no habéis tenido el buen juicio de deshaceros de ella? Quizá la reina María y el idiota del cardenal Pole os habrían mandado a la hoguera por ella, pero Walsingham será mucho, mucho más cruel. Querrá utilizarla para sus propios fines. Será tan puritano como queráis, pero compartiría mesa con el mismo demonio si eso le ayudara a llegar a la cima.

—¡Ja! —El español tenía unos asombrosos ojos gris azulados y una melena larga y brillante como la de una niña; al echar la cabeza hacia atrás y reír a carcajada limpia, se apreciaron sus dientes, blancos como la nieve invernal—. Amigo mío, vuestro compadre tiene toda la razón del mundo, deberíamos irnos de aquí. Si Walsingham descubre dónde estamos, una fruslería como el nacimiento de Cristo no lo detendrá.

—No, pero las nieves sí lo harán. Y eso nos da tiempo para planificar nuestras acciones. En todo caso, mi riqueza es superior a la suya.

Sir Francis Walsingham era uno de los hombres más acaudalados de Inglaterra. Tythe entendió que Owen hablaba metafóricamente y que iba a decir que el brillo del sol crepuscular ensanchaba su alma con mayores riquezas que todo cuanto el jefe de los espías de Inglaterra pudiera acumular en sus arcas.

Por ello quedó un tanto contrariado al ver que desplegaba el otro extremo de la capa de monta de Cedric Owen y aparecía el destello de un botón de diamante que no tenía nada de metafórico. A decir verdad, cuando Tythe se acercó para examinarlo más de cerca, se sorprendió al sostener en sus manos una máscara de tamaño real del rostro de una mujer, un molde de oro con incrustaciones de diamantes en ambas orejas. A su lado, el español parecía de lo más sobrio. Era un objeto grueso como el nudillo de su pulgar y pesaba más de dos kilos y medio. Aventuró un cálculo de su valor, comparado -por ejemplo- con su salario de todo un año, y lo descartó al instante, pues no admitían comparación alguna.

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