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Authors: Manda Scott

La Calavera de Cristal (18 page)

BOOK: La Calavera de Cristal
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Oxfordshire. Su familia posee esas tierras desde los tiempos del Domesday y da la casualidad de que es el lugar donde hallaron los archivos Owen, o sea que cierto interés familiar tendrá. Cursó estudios de antropología...

—¿En Bede? —preguntó Kit.

—Ni que decir tiene, y luego, si Google no miente, dedicó cuatro años de su posgrado a escribir la biografía definitiva de Cedric Owen... junto con Tony Bookless.

Gordon se dio con la palma en la frente.

—Ya me parecía que había oído antes ese nombre.

—Exacto. Pero se fue pronto de aquí, de modo que ya nadie se acuerda de ella. Se doctoraron juntos y luego cada cual siguió su camino: él se alistó en el ejército y se hizo historiador militar; ella se dedicó a la antropología de campo. A juzgar por su trabajo, diría que ha invertido mucho más tiempo que nosotros en la búsqueda de la piedra calavera y en esclarecer su significado. El único problema es que parece que se nos ha vuelto indígena por el camino.

Kit entornó los ojos.

—¿En qué sentido, indígena?

—En todos los sentidos, todo lo indígena que se te ocurra. Que yo sepa, se ha pasado media vida sobre el terreno. Mira...

Stella levantó la tapa del portátil e inclinó la pantalla para que pudieran leer los tres. Apareció la imagen de una mujer de sesenta y tantos años, con ojos vivos y la piel curtida. El paisaje que aparecía a sus espaldas era de un verde frondoso.

Gordon giró el terminal para verla más de cerca.

—Parece una selva.

—Es de su último viaje al Yucatán, en junio de 2005 —explicó Stella—. Lo malo es que no he logrado encontrar ninguna foto del invierno de 2006, cuando fue a los parajes congelados de la tundra ártica a convivir con los sami y a colocarse con orines de reno.

—¡Por Dios, Stella!

Era la primera vez desde lo ocurrido en la cueva que oía a Kit reír y su corazón se alegró. Siguió hablando con cara de circunstancias:

—Parece ser que es un procedimiento muy conocido en la antropología cultural moderna. Los renos consumen setas alucinógenas, que pasan a su orina. Los pastores de renos ingieren la nieve amarilla y luego los chamanes hacen lo propio. —Notó cómo asomaba a su rostro una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Qué otra cosa puedes hacer cuando solo tienes luz solar treinta segundos cada veinticuatro horas y la temperatura es tan baja que hasta a los gatos se les congelan los bigotes?

—Pues quedarte en casa, quietecito y calentito, como los demás —apostilló

Gordon.

Stella se echó a reír a carcajadas sin intentar evitarlo.

—El hombre que escaló en solitario la cima del Greasepaint Chimney es el menos indicado para hablar de quedarse en casa quietecito, Gordon Fraser.

—Touché. —Se mordisqueó la punta de un pulgar—. Bueno, si ya se ha desintoxicado del susodicho néctar, ¿podrá traducirnos el nuevo código?

—Eso creo. Le he mandado un correo electrónico. Nos ha invitado a que vayamos a verla mañana. Celebran un congreso en el Instituto, pero por la tarde ya habrán terminado.

Había dicho «nos». Stella observaba a Kit mientras hablaba. A pesar de las risas, no lograba adivinar lo que él sentía. Él se dio cuenta de que le miraba y le devolvió una leve sonrisa. Alargó una mano hasta la mesa con sumo cuidado y cogió un lirio blanco del manojo.

Ella se quedó sentada sin moverse mientras él maniobraba con su silla hasta acercársele por detrás y colocarle la flor tras la oreja. Con la mano posada en el hombro, le dijo:

—«Sigue el camino que te será mostrado y reúnete conmigo en el momento y el lugar indicados». Mira lo lejos que hemos llegado. ¿Queremos estar en el momento y el lugar indicados?

Stella quería chillar a voz en grito, pero se reprimió y dijo:

—Primero habrá que encontrarlos. Por eso iremos a ver a Úrsula Walker.

—¿Sabiendo que alguien va a estar siguiéndonos a cada paso?

—Habrá que tener cuidado, está claro. Y la piedra nos avisará si de verdad corremos peligro. No nos queda otro remedio que creer que así será.

Hasta entonces, nunca había mencionado la piedra delante de otra persona. Kit la miró perplejo.

—Entonces... ¿le enseñamos a Gordon lo que tenemos?

—No veo por qué no. —Stella siguió hablando, tanteando—. Gordon, me parece que hay algo que deberías ver.

Hubo un breve silencio durante el cual Gordon mostró el suficiente buen juicio para permanecer callado; Stella se preparó para hacer frente a los gritos de protesta de la piedra calavera, pero no se produjeron.

Todo lo contrario; en algún lugar del azul distante de aquella velada de verano había un primer indicio de conexión: una conciencia, un despertar y un amor aún frágil, inseguro.

—Dios, qué cosa tan bonita.

Gordon se sentó en el suelo delante de ella. Sus rodillas se rozaban, pero no tocaron la piedra calavera. Ella la sostuvo en alto, como mostrándole un recién nacido, y la giró para que pudiera apreciar cada detalle. No le dejó que la tocara; ese nuevo vínculo era aún muy débil. Tampoco él lo intentó, pero se apoyó en el suelo con las manos y la admiró desde un silencio sobrecogido.

—¿Podrías limpiarla? —preguntó ella—. ¿Se puede quitar el sedimento de cal y devolverle el aspecto que debió de tener en manos de Cedric Owen sin dañar la piedra corazón que guarda en su interior?

Gordon pestañeó por debajo de sus cejas de oruga.

—Se puede probar. Nos costará más mantenerla escondida, pero será algo digno de ver.

Comprobó la hora en su reloj, miró la posición del sol, luego a ellos dos y, finalmente, clavó sus ojos en Stella.

—A lo mejor podríamos acercarnos tú y yo al laboratorio ahora que no hay nadie.

Capítulo 12

Departamento de Geología

Universidad de Cambridge, junio de 2007

A esas horas, en plena tarde de verano, el Departamento de Geología estaba en silencio. Stella siguió a Gordon mientras bajaban tres tramos de escalera hasta llegar al aire seco de la refrigeración que olía, como suele ocurrir en los laboratorios de todo el mundo, a ácidos por bautizar, a álcali y a gel para cromatografías; olores de civilización, que nada tenían que ver con la naturaleza.

En aquella aridez subterránea llegaron finalmente a un laboratorio alicatado en blanco con banquetas metálicas adosadas a las paredes y una campana de gases con un panel de control electrónico en la parte frontal más complejo que el de los aviones caza.

—Te presento a Maisie. Es una fuera de serie. —Gordon acarició con cariño la vitrina de la campana. Su acento, como siempre muy poco inglés, fue relajándose y adquiriendo la textura sibilante y granular del escocés—. Cuando esta joya no estaba aquí, tardábamos seis meses de lenta y cansina espera hasta que lográbamos disolver la cal con un baño ácido. Para que te hagas una idea, ver cómo se seca una mano de pintura resultaría más estimulante. Sin embargo, ahora, gracias a la genialidad de algunos de mis compañeros, podemos introducir a tu amigo en esta nueva y reluciente máquina y en un abrir y cerrar de ojos habremos acabado. ¿Lo metemos ya?

Abrió la vitrina y dejó que Stella colocara la piedra calavera sobre un pedestal de plástico en la base de la campana. Una serie de tubos muy finos descendían desde todas las direcciones. Al retirar las manos se descascarillaron pedazos de cal, pero antes de que cayeran al suelo los absorbió un sistema de vacío. Bajo aquellas luces blancas, la piedra calavera parecía más que nunca de otra era.

Gordon se encontraba allí como pez en el agua. Silbaba entre dientes algo que, más que una canción, sonaba a siseo.

—Bien. Veamos qué pueden hacer algunos ultrasonidos y un ácido de alta presión a doscientos grados para quitar esta superficie desconchada. Entenderás que se trata de un experimento. Aún no lo hemos hecho público, pero no creo que pueda causarle ningún daño si lo que hay en su interior es cuarzo sólido.

—¿Te parece que lo es? —preguntó Stella.

—Si es la piedra corazón de Cedric Owen, no puede ser otra cosa.

Al cerrarse la puerta de la vitrina se oyó un ruido sordo y neumático. Gordon empezó a teclear sobre los controles del frontal. Las luces parpadearon. Los tubos del interior de la vitrina se aproximaron a la calavera. Empezó a chirriar en sus oídos un alarido punzante. Por debajo de aquel berrido, Stella captó un tenue murmullo, una cantilena; la piedra estaba completamente despierta, el espacio azul que contenía su mente volvía a estar habitado, alerta, vigilante. En cuanto empezó a disparar el ácido, sintió el pánico de aquel instante que no era suyo. Intentó serenarse y lo consiguió.

—¿Cuánto durará el proceso?

—Puede que un par de horas.

—Entonces, ¿tengo tiempo de volver con Kit? Si hay forma humana de traerlo hasta aquí, me gustaría que viera el resultado cuando termines.

—Ya te llamaré. Tenemos un ascensor que podría utilizar. A mí no me hace mucha gracia —dijo el hombre que había dirigido rutas en las cuevas más complicadas de Gran Bretaña—, es demasiado claustrofóbico.

* * *

Cuando Stella regresó, Kit estaba durmiendo otra vez. Preparó una ensalada, limpió unas fresas y lo dejó todo a su lado para cuando despertara.

Estaba sentada en el suelo de roble desnudo, cerca de la mesa de fresno, bebiendo té verde y admirando cómo el sol doraba los árboles de Midsummer Common, cuando la sargento Ceri Jones, la joven radio operadora que había ayudado a salir de la cueva al equipo de rescate de Kit, la llamó al móvil.

—Vuelvo a estar en Ingleborough Fell. —A más de trescientos kilómetros de distancia, su acento era más marcado de lo que le había parecido en persona—. Por fin hemos formado un equipo policial para que investigue la maldita cueva. Acabamos de salir. He supuesto que os gustaría saberlo.

—Gracias.

—¿Kit se encuentra bien?

Stella se volvió hacia él. Tenía mejor color que antes y, dormido, su rostro se veía simétrico.

—Esta mañana le han dado el alta. Me parece que está todo lo bien que puede estar.

—Me alegro. —Hubo una pausa; se oyó un soplo de viento en el páramo, el graznido de unos cuervos y coches de fondo; luego, Ceri añadió—: Tengo una webcam. ¿Estás conectada?

—Puedo conectarme —respondió Stella.

El portátil de Kit tenía un objetivo en la tapa que permitía configurar una conexión por vídeo. En la pantalla apareció Ceri, desgreñada y enjuta, con pegotes de barro en la cara y oscuros mechones de pelo rizado apelmazados en la cabeza. Miraba directamente al objetivo, sin titubear.

—¿Qué habéis encontrado? —preguntó Stella.

—Dos cosas. La parte fácil es el esqueleto. ¿Recuerdas que en la cueva había un cadáver tendido que empuñaba una espada y pinturas de la Edad de Hielo en las paredes?

—La catedral de la tierra. Jamás he visto algo tan bonito. He oído que los arqueólogos se han volcado con las pinturas.

Ceri sonrió socarrona.

—Como buitres. Ya están indagando cómo hacerse paso por los escombros para poder entrar a observarlas sin tener que hacerlo a rastras. Pero también llevábamos a un patólogo forense en el equipo, de modo que puede decirte que vuestro esqueleto era un hombre, de casi metro ochenta de altura, que falleció a los sesenta y tantos. Lo importante es que creen que el cuerpo tiene al menos cuatrocientos años de antigüedad, o sea que murió en la época de Cedric Owen. También han podido limpiar la espada que sostenía lo suficiente para apreciar algún detalle. Fíjate...

La pantalla parpadeó y la imagen de Ceri se desvaneció. En su lugar apareció una espada fotografiada con flash sobre una roca blanquecina. La empuñadura era de bronce o de latón, y la hoja, de hierro oxidado. Una segunda imagen que transmitió unos segundos después mostraba un primer plano de la cruz de la espada con unas rayas grabadas no demasiado visibles.

—¿Lo que se ve en la empuñadura son unas iniciales? Ceri reapareció en la pantalla.

—En efecto. «RM» y luego un número: XII.

—Robert Maplethorpe fue el duodécimo rector de Bede —recordó Stella—, pero no puede ser él. Murió defendiendo a Cedric Owen a las puertas del college el día de Navidad de 1588.

—Bien, entonces lo dejaremos abierto hasta que se nos ocurra una respuesta mejor. He pensado que os gustaría estar al corriente.

—Gracias. Y, si esto es lo fácil, ¿qué es lo demás?

Ceri frunció el ceño y miró por encima de sus hombros antes de proseguir. Habló despacio, midiendo las palabras.

—Acabamos de recorrer la cornisa que fue vuestra pesadilla. Hemos atornillado unos anclajes y hemos instalado unos cabos, de modo que ahora el acceso es seguro, pero hemos tenido que recorrerla dos veces. Hay un paso en el que no hay más remedio que arrastrarse y luego la cosa todavía se complica más, pero no hay ningún lugar donde alguien pueda darse un golpe tan fuerte como para partirse la crisma, como le sucedió a Kit.

Esperó un instante. Al ver que Stella no respondía, siguió hablando.

—Demuestra que tenías razón, que allí había alguien más. —A lo mejor se golpeó al caer.

—No. Por debajo de la cornisa, la pared se inclina hacia atrás, por lo que no pudo darse contra la roca. Nuestro patólogo forense ha certificado que no fue un accidente. Mientras los demás tomaban fotos, subí un trecho por la bifurcación que lleva a Gaping Ghyll para echar un vistazo. He encontrado esto...

Otro cambio de imagen. En vez del rostro de Ceri, la pantalla mostró rápidamente su mano mugrienta sosteniendo una cantimplora de plástico. Luego se vio de nuevo a Ceri.

—La compraron en un área de servicio de la autopista M6 y lleva una etiqueta con una fecha al lado, por lo que podemos establecer el día aproximado. Si tuviéramos fondos, realizaríamos pruebas para encontrar muestras de saliva, obtener el ADN y pasarlo por la base de datos, pero no es el caso. Por el momento, lo único que demuestra es que había alguien más en la cueva aproximadamente cuando estuvisteis vosotros. Nos estamos devanando los sesos para hallar un móvil para el intento de asesinato. Si encontramos uno, a lo mejor logramos convencerlos de que comprueben las cámaras de seguridad del área de servicio para ver quién compró agua el día que Kit cayó.

Sonaba a pregunta formulada a medias. Stella extendió las manos.

—Si a alguno se nos ocurre un motivo verosímil por el que alguien quisiera matar a Kit en una cueva, el detective inspector Fleming será el primero en enterarse. Díselo de mi parte.

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