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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caja de marfil (14 page)

BOOK: La caja de marfil
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¿Qué puede significar esa historia? La mente del hombre rebosa buscando interpretaciones. Antes no cavilaba tanto ni se hacía tantas preguntas. Ahora sí, quizá en exceso. La culpa es de las historias, que han abierto en su interior la puerta de los enigmas. El hombre era combustible; las historias, fuego. Y lo peor es que necesita de ellas como de una droga. Se pregunta si habrá terminado otra, y aprieta el paso. Quiere llegar a casa cuanto antes y comprobarlo.

Está amaneciendo: el monte es azul. La claridad llega desde la derecha y por ello ese lado de la sierra sigue en sombras. En el horizonte, el mar se deja despertar.

El hombre ha empezado a tener recuerdos, y eso es síntoma inequívoco de que las historias le perturban.

Nació en un sitio concreto, luego se trasladó a otro sitio concreto porque su padre se divorció de su madre y a su madre le quedó una ridícula pensión que no bastaba para mantenerlos y seguir viviendo en el primer sitio concreto. Bueno, y también porque decidió ir a vivir con sus propios padres. De manera que el hombre pasó su infancia con su madre y sus abuelos maternos. Su madre lo llamaba Cico, a saber por qué, ese no es su verdadero nombre, ni siquiera un diminutivo cariñoso. Pero debemos hacer constar que así lo llamaba su madre. Era hijo único, y por lo tanto hija única, porque de sobra sabe el hombre que los hijos únicos son andróginas y cada padre usa de ellos aquella parte sexual que le corresponde o apetece, sin perjuicio alguno de la contraria. Cico era Cica, hijo e hija, ayudaba a su madre a calentar el agua para los huevos duros y a su abuelo a matar cucarachas.

Ya se encuentra cerca: la sierra desciende, puede avistarse el camino de tierra... Por un momento había perdido la noción del tiempo y el espacio, tanta era la fuerza de los recuerdos. Abre la valla, alcanza el porche. Un destello en sus manos, un llavero. Le gusta vivir bajo llave. Se lava un poco, le pone el desayuno al perro, revisa minuciosamente cada habitación, se asegura de que todo esté en su sitio (la caja de marfil). Luego prepara una cafetera, coge dos cubos limpios de la cocina, llena uno de agua y vuelve a salir.

—Un chico me violó en primaria, durante el recreo. Era muy rubio, de pelo muy largo. Yo no pude impedirlo, era más pequeña y débil que él. Además, su familia tenía más dinero que la mía. Mis padres lo denunciaron, pero la policía no investigó y el director del colegio no hizo nada...

Tenían que barrer la planta baja pero se habían sentado a ver la telenovela en el saloncito. En el momento cumbre —Floriana haciendo aquella terrible confesión—, oyeron un ruido a su espalda. Los dos guardias estaban allí, con sus camisas verdes y sus gorras. Tenían un cuaderno, mencionaron sus nombres, los señalaron con una equis. «Tranquilas —les dijeron—, sólo queremos haceros unas cuantas preguntas» Estaban interrogando a todos los chicos del albergue debido a los sucesos del sábado por la noche. Los interrogatorios se desarrollaban en el ayuntamiento, la casa del pueblo, para hacerlos más cómodos. Habían reclutado ya a Mario, Juanma, Mónica y Esteban; también a Igg y Belén, así como a los integrantes del grupo de Borja, salvo a ella.

Era lunes, día de la Luna, le dijo Fernanda, y eso traía mala suerte. Pero Fernanda creía en horóscopos, fantasmas y telenovelas, y ella no. Para ella, los lunes significaban tan sólo actividad frenética, ser la primera en la cola de la ducha, tener unas ganas locas de bajar a la playa.

—No sé qué coño estamos haciendo aquí, tía... —Fernanda envolvía las palabras en chicle y las lanzaba al aire—. ¿Tenemos que pagar el pato por lo que esos cabrones hicieron...? Todavía tú, que te juntas con ellos... No digo que te guste lo que hacen, digo que te juntas...

Tina había apagado su
discman
para escucharla. También para mirarla, porque a veces necesitaba de los oídos para mirar. Fernanda y sus rizos negros, ahora alquitranados por la ducha reciente. Fernanda y su figura sobrada de grasa como la de ella, pero mejor distribuida.

—Estoy hasta el culo de esos fachas gilipollas... Se creen algo porque sus padres tienen pasta. Dice Chester que el suyo viene de una dinastía de reyes franceses. Sí, pura raza...

El pasillo donde esperaban tenía dos divanes enfrentados. En uno se sentaba Fernanda, en el otro Juanma y ella. Solo quedaban ellos tres, estaban interrogando a Mario. Pronto le tocaría a ella, pero ya no estaba tan nerviosa como al principio. Mónica y Esteban habían salido casi felices. Era como los exámenes, unas cuantas preguntas y a casa. Claro que ni Mónica ni Esteban pertenecían al grupo, y ella sí.

—Lo que no entiendo —dijo Fernanda— es por qué vas con ellos si no estás de acuerdo con lo que hacen. Perdona, pero no lo entiendo...

Se encogió de hombros.

La puerta de los interrogatorios seguía cerrada.

Ella no iba a decir nada, eso por descontado. Aunque la torturaran, aunque la obligaran a regresar a casa y aguantar la murga de su tía y al no menos paliza de su tío el arqueólogo, que se encontraba en algún lugar del Adriático y soñaba con rescatar un barco cargado de oro, o al Craso, un profesor de su instituto apodado así por su costumbre: «Craso error —decía—, muy craso, señorita Serrano».

No iba a delatarlos, antes la muerte. Pese a todo, reconocía que ese año se habían pasado. Chester, Nuño y Bravo estaban arrestados por herir a varios africanos. La Maestra y Goyo habían huido. Se ignoraba el paradero de Borja y Paz, pero el rumor más fidedigno afirmaba que los estaban interrogando en otro lugar. Por muy menores de edad que fuesen, el futuro no pintaba nada bien para ellos.

Tenía que demostrarles que era de fiar. Sobre todo, demostrárselo a
él
. Era algo que sólo se podía hacer, no decir. Todo escolar conoce el ritual de la confianza: consiste en hacer lo correcto cuando debe hacerse. Solo entonces llega el veredicto: Eres de fiar, te dicen. La confianza nunca se demuestra con palabras. Hubiese sido inútil que les dijera un millón de veces que no pensaba hablar: tenía que hacerlo. Tenía que no hablar. Lo contrario sería craso error. Muy craso.

La Puerta del Destino se abrió, temblaron las mazmorras de palacio, salió Mario bizqueando, liberado, con rostro de alma que sube al cielo envuelta en luz.

—Todo bien, tranqui —les dijo aprovechando que el guardia de turno hacía pasar a Juanma—. No te interroga la Guardia Civil, sino un tío de paisano, muy flaco...

—No te enrolles —cortó Fernanda— y dinos qué te han preguntado...

—Es lo curioso, porque...

Pero el carcelero de la gorra verde ya llegaba. Fernanda hizo como que se despedía de Mario hasta nunca más. Tina captó el truco.

—Dice que le han preguntado por una chica que estuvo en el albergue... —le sopló Fernanda al oído cuando Mario se alejó—. Esa que me dijiste que había desaparecido... Yo alucino. ¿Qué tenemos que ver con ella?

Nada en absoluto, admitió Tina. Pero le invadió la calma. Ese tema era aún más fácil de responder. Ya se lo sabía, y no era un asunto comprometido, a diferencia del otro. ¿Qué ha ocurrido con Soledad?, imaginó la inquisición. Y yo qué sé. No nos hicimos amigas. Le molaba más escribir que divertirse. Parecía extraterrestre. No tengo ni idea de dónde puede haber ido, quizá haya regresado a su planeta...

Fernanda había estirado las piernas en el diván, aprovechando que estaban solas. Mascaba el chicle como si se tratara de devorar a alguien a quien odiaba.

El lunes por la mañana Quirós regresó a la tienda. El tendero ya le había preguntado sobradas veces qué le había pasado en la cara y en aquel momento no lo hizo. Quirós compró yogures, una barra de pan, un cuarto de jamón, y una caja de bolsas de té de azahar. También adquirió revistas y fascículos de algo (con tal que fuera lectura, a ella le gustaría). Asintió brevemente a los comentarios del tendero sobre los sucesos de la noche del sábado («Habría que encerrar a todos esos gamberros racistas») y salió cargado con las bolsas. Las dejó en manos de la camarera del hostal y se marchó de nuevo: tenía cita en el ayuntamiento con el experto que Olmos había enviado, debía apresurarse.

Pero no se apresuraba. El jadeo le impedía acelerar en las obligadas cuestas. Y, como no había conseguido pegar ojo en toda la noche debido a un ahogo que había sufrido al tumbarse, se dormía andando. Pensó que quizá era consecuencia de la paliza. Cuando un hombre no sirve ni para soportar una paliza, ya no sirve para nada: eso se lo había oído decir a alguien, no recordaba a quién, pero lo creía a pie juntillas. Así era Quirós.

En sus buenos tiempos, lo del sábado no le hubiera hecho ni pestañear. Podía quedar magullado, pero eso era su exterior; por dentro ni se inmutaba. Bromeaba, incluso: solía presumir de que cosas así le servían para desempolvar el traje; ahora, en cambio, se lo manchaban. Lamentaba más el estropicio de la chaqueta que el de la cara, todo a causa de un brusco sangrado de nariz. Siempre llevaba una de repuesto (chaqueta, no nariz), pero no era lo mismo: esta era vieja, le quedaba pequeña (Pilar la había remendado ya un par de veces) y su color azul desentonaba con su uniforme de trabajo. Al menos, gracias a sus precauciones, el sombrero y las gafas seguían intactos.

Recordó una vez en que también había manchado la chaqueta. En este caso era la sangre de otro: Humberto Aldobrando, el aspirante a poeta. Cuando le aplastó la nuca con el pisapapeles con forma de ángel se ensució la manga derecha.

Aldobrando y Casella, dos buenos perros. Casella tenía mujer y dos hijas, era barbudo y gordo, Quirós lo había matado a orillas de un río. Aldobrando era rubio, guapito, con voz de capado, el típico «esnupi», divorciado, con una hija pequeña. Le gustaba escribir poemas y torturar niñas. Todos los «esnupis» eran iguales: les daba por leer, ser muy cultos, muy artistas. Aldobrando torturaba y filmaba, Casella vendía las películas y su hermano gemelo, que vivía en Alemania, hacía de contacto en Europa. Cuando estafaron a sus socios, estos contrataron a Quirós para que los liquidase. Al gemelo no pudo atraparlo, pero a Casella y Aldobrando sí. Por desgracia para ellos, estafaron a quienes no debían.

Jamás hubiese sospechado que un cerebro como el de Aldobrando pudiese tener materia, menos aún tan abundante, pero lo cierto es que se puso perdido y dejó rastros hasta en el techo, como un bebé abandonado dejaría su propia caca en las paredes. Por fortuna, de la investigación policial se hizo cargo Gaos. Si hubiese venido otro, quizá se habría visto metido en un buen lío. Pero Gaos era uno de esos policías que trabajaban para los mismos grandes señores que Quirós. Quirós hacía saltar la sangre y Gaos venía y la limpiaba. Era una suerte, porque Quirós nunca tomaba precauciones. Matar es como follar, le había dicho un día Hurtado, un ex socio: si no quieres que te caiga una condena de por vida, usa látex. Quirós lo sabía, pero no se le daban bien tales finuras, no sólo porque era torpe sino porque, más que matar, apisonaba. Por eso necesitaba de policías como Gaos. Es verdad que Gaos se las daba de sabihondo y se burlaba de él, lo llamaba «pringado» y afirmaba que la diferencia entre ambos era que Quirós era una hormiga y él una serpiente: «Tú caminas y caminas, vas y vas, siempre en línea recta; yo zigzagueo», le decía.

En aquel momento Quirós zigzagueaba. Se había perdido por los empinados vericuetos del pueblo. Interrogó a un viejo, que señaló hacia arriba. «¿El ayuntamiento? Lo tiene usted ahí, mismamente.» Siguió subiendo.

Arrastraba una bola de plomo con los pies. Abría la boca para robar más aire. Sentía un palo encajado en el ano (hemorroides). Sudaba como un caballo. Se detuvo junto a una fuente a refrescarse la cara. La fuente estaba rematada por un manzano frondoso y bastante realista, pero hecho de piedra. Sin embargo, a Quirós le entraron ganas de comerse una de aquellas manzanas. Pensaba que, si lograba arrancarla, masticarla sería lo de menos. Pero ni siquiera lo intentó. Siguió subiendo.

La esposa de Aldobrando era Marta.

Cuando se divorció de Aldobrando, Marta se fue a vivir a una casita frente al mar en lo alto de un acantilado. Allí la visitó Quirós una tarde por orden de Aldobrando, ya que en aquella época, años antes de liquidarlo, trabajaba para él.

Ella misma le abrió la puerta. Era una mujer pequeña pero bien proporcionada, rubia, de ojos azules, vestida con una especie de traje de noche que le desnudaba la espalda. Parecía algo mareada. Quirós se quitó el sombrero. Dijo que venía de parte de su ex marido con un encargo específico: llevarse todo lo que le pertenecía. Separación de bienes, ni más ni menos. Marta ya lo esperaba, lo hizo pasar.

—Adelante —le dijo—. Estaba celebrando que estoy sola, pero no me gustaba celebrarlo a solas.

En el salón se oía una samba. ¿Le apetecía otra? ¿Otra qué?
Caipirinha
. Bebía
caipirinhas
. Pero él no podía permitírselo en horario laboral. Traía una lista. Empezó a recorrer la planta baja apartan do los objetos cuando los veía: un cenicero, dos cuadros de chicas con los ojos cerrados, discos, libros. Llévese también esa mierda, señaló Marta un dibujo enmarcado que dividía el cuerpo humano en zonas, como el de una res, y lo numeraba. «Dónde azotar sin peligro», rezaba el titulo; las nalgas recibían el número uno. Como no venía en la lista, Quirós lo dejó de lado. En cambio, se fijó en el pisapapeles con forma de ángel. Años más tarde lo usaría para matar a Aldobrando, pero en aquel momento se limitó a apartarlo. Aldobrando le tenía especial cariño. Todos los «esnupis» eran iguales: se entusiasmaban con objetos ridículos. Entonces, mientras dejaba el ángel junto a los demás objetos, sintió un llanto a su espalda.

No. No debía recordar a Marta.

Marta era una de esas cosas pulcras de la vida que se manchan con la memoria. Tenía que apartarla de su cabeza. Sabía que le resultaría difícil, ya que se había topado, precisamente, con los recuerdos reencarnados. Pero debía intentarlo.

La calle en la que se encontraba era muy ancha. Un perro se escabulló por una esquina. Era blanco como una sábana, pero no era Sueño ni podía serlo. Al fondo, en una pared, una puerta cerrada y un letrero con horarios. Había llegado. Era la entrada trasera del ayuntamiento, donde le habían dicho que acudiera. Le pareció que tardaba una eternidad en alcanzar aquella puerta. La abrió, se introdujo en un pasillo oscuro, desde una habitación le llegó una voz:

—¡Me cago en la hostia, si es el pringado de Quirós!

Supo quién era antes de volverse.

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