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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (38 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—Sí, tío Tom, realmente empieza a tener un aspecto precioso —dijo Eva, mirándola encantada—. ¡Qué contentos se van a poner tu esposá y tus pobres hijitos! ¡Ay, es una pena que te hayas tenido que separar de ellos! Pienso pedirle a papá que te deje volver alguna vez.

—El ama dijo que enviaría dinero para comprarme en cuanto lo pudiera juntar —dijo Tom—. Yo creo que lo hará. El joven señorito George dijo que vendría a buscarme; y me dio este dólar como prenda y Tom sacó de debajo de la ropa el preciado dólar.

—¡Pues entonces seguro que vendrá! —dijo Eva—. ¡Me alegro!

—Y quería mandar una carta, ¿sabe? Para que sepan dónde estoy y para decirle a la pobre Chloe que estoy bien, porque se sintió muy mal, la pobre.

—Oye, Tom —dijo la voz de St. Clare, que se acercaba a la puerta en ese momento.

Tanto Tom como Eva se sobresaltaron.

—¿Qué hacéis? —preguntó St. Clare, acercándose para ver la pizarra.

—Es la carta de Tom. Yo le ayudo a escribirla —dijo Eva—. ¿No es bonita?

—No quiero desanimaros a ninguno de los dos —dijo St. Clare—, pero creo, Tom, que será mejor que te escriba yo la carta. Lo haré en cuanto vuelva de cabalgar.

—Es muy importante que escriba —dijo Eva— porque su ama va a mandar el dinero para recuperarlo, ¿sabes, papá?; me ha dicho que es lo que ellos le dijeron.

St. Clare pensó, de corazón, que probablemente fuera una de esas cosas que dicen los amos bondadosos a sus sirvientes para aliviar su horror al verse vendidos, sin ninguna intención de cumplir con lo dicho. Pero no lo comentó en voz alta; sólo mandó a Tom que preparase los caballos para montar.

La carta de Tom fue debidamente escrita esa misma tarde y debidamente depositada en la estafeta de correos.

La señorita Ophelia perseveraba aún con sus esfuerzos por gobernar la casa. Se pusieron de acuerdo todos los miembros de la casa, desde Dinah hasta el pilluelo más pequeño, en que la señorita Ophelia desde luego era una cosa muy «especial», un término con el que un criado sureño da a entender que sus superiores no son exactamente lo que quisiera que fueran.

El círculo más elevado de entre ellos —es decir, Adolph, Jane y Rosa— coincidieron en decir que no era ninguna dama, pues las damas no trajinaban como lo hacía ella; que no tenía ningún aire, y que les sorprendía que fuera pariente de los St. Clare. Incluso Marie declaró que era de lo más fatigoso ver a la prima Ophelia siempre tan atareada. Y, de hecho, la laboriosidad de la señorita Ophelia era tan incesante que de alguna forma merecía tal queja. Cosía y zurcía, de la mañana hasta la noche, con la energía de alguien que se ve obligado por alguna urgencia apremiante; y luego, cuando caía la noche y guardaba la labor, con un gesto sacaba la consabida calceta y allí estaba de nuevo, teje que te teje. Verla era realmente agotador.

Capítulo XX

Topsy

Una mañana, mientras la señorita Ophelia se ocupaba de sus quehaceres domésticos, se oyó la voz de St. Clare llamándola desde el pie de la escalera.

—Baja, prima, que tengo una cosa que enseñarte.

—¿Qué es? —preguntó la señorita Ophelia, bajando con una labor de costura en la mano.

—He hecho una compra para tu jurisdicción, mira —dijo St. Clare mostrándole, mientras hablaba, una niña negra de unos ocho o nueve años.

Era una de las más negras de su raza; y los brillantes ojos redondos, que parecían dos cuentas de cristal, se movían rápida y nerviosamente por todo lo que contenía la habitación. La boca, entreabierta por el asombro que sentía ante las maravillas del salón de su nuevo amo, dejaba ver una dentadura blanca y reluciente. El lanudo cabello estaba peinado con una serie de pequeñas colas, que se erizaban en todas direcciones. La expresión del rostro era una extraña mezcla de astucia e ingenio sobre la que había superpuesto, como si fuera un velo, un gesto de la máxima gravedad y tristeza. Iba vestida con una sola prenda de arpillera, andrajosa y sucísima, y estaba de pie con las manos recatadamente juntadas delante de ella. En conjunto, había algo de extraño en su apariencia de duende, algo, como dijo después la señorita Ophelia, «tan pagano», que llenó de consternación a la buena señora, por lo que se volvió hacia St. Clare y le preguntó:

—Augustine, ¿me puedes explicar por qué has traído a esta criatura aquí?

—Pues para que tú la eduques, claro, y la lleves por el buen camino. Me ha parecido que era un espécimen bastante raro de su raza. Vamos, Topsy —añadió, con un silbido, como para llamar la atención de un perro—, cántanos algo y déjanos ver uno de tus bailes.

Los negros ojos vidriosos centellearon con una especie de humor malicioso y la criatura arrancó a cantar, con una voz aguda y clara, una extraña melodía negra, marcando el ritmo con las manos y los pies, girando en círculo, batiendo las palmas, juntando las rodillas y lanzando desde la garganta todos aquellos raros sonidos guturales que distinguen la música nativa de su raza; finalmente, con un par de volteretas, soltó una prolongada nota final, tan peculiar y sobrenatural como el pitido de una máquina de vapor, y se quedó de pie en la alfombra con las manos juntas y una expresión de santurrona dócil y solemne en la cara que sólo desvirtuaban las miradas astutas que lanzaba solapadamente desde el rabillo del ojo.

La señorita Ophelia se quedó sin habla, absolutamente paralizada por el asombro.

St. Clare, con una picardía que le era habitual, aparentaba disfrutar de su estupor; dirigiéndose nuevamente a la niña, le dijo:

—Topsy, ésta es tu nueva ama. Voy a encomendarte a sus cuidados, así que a ver si te comportas como es debido.

—Sí, amo —dijo Topsy, con una gravedad gazmoña, pero sus maliciosos ojos centelleaban mientras hablaba.

—Vas a ser buena, Topsy, ¿comprendes? —dijo St. Clare.

—Oh, sí, señor —dijo Topsy con otro pícaro destello, mientras mantenía las manos piadosamente juntas.

—Bien, Augustine, ¿por qué haces todo esto? —preguntó la señorita Ophelia—. Tienes la casa tan llena ya de estos bribonzuelos que una no puede apoyar el pie en el suelo sin pisar a alguno. Me levanto por la mañana y me encuentro con uno durmiendo detrás de la puerta, veo la cabecita negra de otro asomándose por debajo de la mesa, otro tumbado en el felpudo, y están todos amontonados haciendo muecas junto a la barandilla y revolcándose en el suelo de la cocina. ¿Para qué has traído a ésta?

—Para que la eduques, ¿no te lo he dicho? Siempre estás sermoneando sobre la educación. Se me ha ocurrido regalarte un espécimen recién atrapado para que pruebes la mano con ella y la eduques como te parezca que debe ser.

—Yo no la quiero, desde luego; ya tengo más tratos con ellos de lo que quisiera.

—¡Eso es típico de vosotros los cristianos! Organizáis una sociedad y enviáis a algún pobre misionero para que se pase todos los días de su vida entre estos paganos. Pero me gustaría ver a alguno de vosotros dispuesto a acoger en vuestra casa a uno de ellos y ocuparos personalmente de su conversión. No, a la hora de la verdad, os parecen sucios y desagradables y es demasiado trabajo y demás.

—Augustine, sabes que no lo veía bajo ese punto de vista —dijo la señorita Ophelia ablandándose a ojos vistas—. Bien, puede que sea trabajo de misionero realmente —dijo, dirigiendo a la niña una mirada más positiva.

St. Clare había tocado la fibra adecuada. La conciencia de la señorita Ophelia estaba siempre alerta.

—Pero —añadió— realmente no me parecía necesario comprar a ésta; ya hay bastantes en tu casa para ocupar todo mi tiempo y mi habilidad.

—Entonces, prima —dijo St. Clare apartándola a un lado—, debo pedirte perdón por mis discursos inútiles. La verdad es que eres tan buena que no hacen falta para nada. Este artículo, de hecho, era propiedad de un par de borrachos que dirigen un restaurante vulgar por donde paso a diario, y me cansé de oírla chillar a ella y a ellos golpearla y maldecirle. Tenía un aspecto de ser inteligente y divertida, también, de que se podía hacer algo con ella; así que la he comprado y te la entrego a ti. Tú intenta darle una buena educación ortodoxa de Nueva Inglaterra y veremos lo que resulta. Sabes que yo no tengo talento para ello, pero me gustaría que lo intentaras tú.

—Bien, haré lo que pueda —dijo la señorita Ophelia; y se acercó a su pupila como una persona se podría acercar a una viuda negra, siempre que sus intenciones hacia ella sean benévolas.

—Está terriblemente sucia y medio desnuda —dijo.

—Pues llévatela abajo y haz que la limpien y vistan.

La señorita Ophelia la condujo a la zona de la cocina.

—¡No veo para qué el señorito St. Clare quiere otra negra! —dijo Dinah, mirando a la recién llegada con cara de pocos amigos—. ¡Yo no quiero tenerla bajo los pies, desde luego!

—¡Puaj! —dijeron Jane y Rosa con extremado asco— ¡que no se acerque a nosotras! No puedo comprender para qué quiere el amo otra negra de éstas inferiores.

—¡Anda ya! Tan negra como tú, señorita Rosa —dijo Dinah, que tomó el último comentario como una alusión personal—. Parecéis creer que sois blancas. No sois ni blancas ni negras y yo prefiero ser o una cosa o la otra.

La señorita Ophelia vio que no había nadie entre la tropa que quisiera hacerse cargo de supervisar el lavado y vestido de la recién llegada, por lo que se vio obligada a hacerlo ella misma, con un poco de ayuda reacia y desabrida de Jane.

No son para oídos finos los pormenores del primer aseo de una niña maltratada y descuidada. De hecho, en este mundo las masas deben vivir y morir en un estado cuya mera descripción sería una sacudida excesiva para los nervios de sus semejantes. La señorita Ophelia tenía una gran cantidad de firmeza y resolución práctica y se dedicó a llevar a cabo todos los repugnantes detalles con una minuciosidad heroica, aunque, hay que reconocerlo, con poco agrado, porque sus principios no daban para otra cosa que la resignación. Cuando vio, en la espalda y los hombros de la niña, grandes cardenales y callosidades, las marcas imborrables del sistema bajo el que había crecido hasta la fecha, se le enterneció el corazón.

—¡Mire eso! —dijo Jane, señalando las cicatrices—. ¡Eso nos demuestra que es un trasto! Tendremos problemas con ella, ya lo creo. Odio a estos pequeños negros, tan sucios. Me sorprende que la haya comprado el amo.

La «pequeña» en cuestión escuchó todas estas alusiones a su persona con un aire triste y sumiso que parecía habitual en ella, pero escudriñaba, con una mirada aguda aunque furtiva de sus ojos inquietos, los adornos que llevaba Jane en las orejas. Cuando por fin estuvo ataviada con un vestido entero y decente, con el cabello corto rodeándole la cara, la señorita Ophelia dijo con cierta satisfacción que parecía más cristiana que antes y empezó a urdir planes para su formación.

Sentándose ante ella, comenzó a interrogarla.

—¿Cuántos años tienes, Topsy?

—No lo sé, amita —dijo la criatura, con una sonrisa que dejaba al descubierto toda su dentadura.

—¿Que no sabes cuántos años tienes? ¿Nadie te lo ha dicho nunca? ¿Quién era tu madre?

—Nunca la he tenido —dijo la niña con otra sonrisa.

—¿Que nunca has tenido madre? ¿Qué quieres decir? ¿Dónde naciste?

—¡Nunca nací! —insistió Topsy, con otra mueca, que la hacía parecerse tanto a un duende que, si la señorita Ophelia hubiera sido nerviosa, habría podido creer que tenía entre manos un gnomo de la tierra de la Diablura; pero la señorita Ophelia no era nerviosa, sino práctica y sensata, por lo que dijo, algo severa:

—No debes contestarme de esta forma, niña; no estoy jugando contigo. Dime dónde naciste y quiénes eran tu padre y tu madre.

—¡No nací! —repitió la criatura, con más énfasis—; nunca he tenido padre ni madre ni nada. Me crió un especulador con otros muchos. La vieja tía Sue nos cuidaba.

Era evidente que la niña decía la verdad; con una breve risotada, Jane dijo:

—Caramba, señora, hay montones como ella. Los especuladores los compran baratos cuando son pequeños y los crían para el mercado.

—¿Cuánto tiempo has vivido con tus amos?

—No lo sé, amita.

—¿Un año, más o menos?

—No lo sé, amita.

—Caramba, señora, estos negros inferiores no saben, no entienden nada del tiempo —dijo Jane—; no saben lo que es un año; no saben su propia edad.

—¿Has oído hablar de Dios, Topsy?

La niña parecía perpleja, pero seguía sonriendo.

—¿Sabes quién te ha hecho?

—Nadie, que yo sepa —dijo la niña, riéndose. La idea parecía hacerle mucha gracia; sus ojos centellearon y dijo:

—Supongo que crecí sola. No creo que nadie me haya hecho.

—¿Sabes coser? —preguntó la señorita Ophelia, decidida a llevar sus indagaciones a un terreno más tangible.

—No, amita.

—¿Y qué sabes hacer? ¿Qué hacías para tus amos?

—Iba a por agua, fregaba los platos, limpiaba los cubiertos y servía a la gente.

—¿Te trataban bien?

—Supongo que sí —dijo la niña, mirando con astucia a la señorita Ophelia.

La señorita Ophelia se levantó tras este coloquio alentador; St. Clare estaba apoyado en el respaldo de su silla.

Ahí tienes tierra virgen, prima; planta en ella tus propias ideas; no encontrarás muchas que tengas que arrancar.

Las ideas de la señorita Ophelia sobre la educación eran muy definidas y rígidas, como sus ideas sobre todo lo demás, y eran típicas de las que prevalecían en Nueva Inglaterra hace un siglo y que aún subsisten en zonas muy retiradas y sencillas, adonde no llega el ferrocarril. Para hacer una aproximación a su naturaleza, pocas palabras nos bastarán: enseñarles a prestar atención cuando se les hablaba; enseñarles el catecismo, a coser y a leer; y azotarles si mentían. Y aunque, por supuesto, en vista de lo que ahora se sabe sobre la educación, estas ideas se han quedado muy atrasadas, sin embargo es un hecho indisputable que nuestras abuelas educaron a unos cuantos estupendos hombres y mujeres bajo este régimen, como muchos de nosotros podemos recordar y atestiguar. En cualquier caso, la señorita Ophelia no sabía hacerlo de otra forma, por lo que puso manos a la obra para ocuparse de su pagana con toda la diligencia de la que era capaz.

Se anunció a la familia que la niña era incumbencia de la señorita Ophelia y todos la aceptaron como tal; y, como en la cocina no la miraban con mucha indulgencia, la señorita Ophelia decidió confinar su esfera de acción e instrucción principalmente a su propio dormitorio. Con un sacrificio que sabrán apreciar algunas de nuestras lectoras, en lugar de realizar a sus anchas las tareas de hacerse la cama, barrer y quitar el polvo a su cuarto, como había hecho hasta la fecha, rechazando absolutamente todos los ofrecimientos de ayuda de parte de las camareras de la casa, resolvió someterse al martirio de instruir a Topsy para que llevase a cabo dichas operaciones. ¡Ay, pobre de ella! Si alguna de nuestras lectoras ha hecho alguna vez lo propio, sabrá apreciar tamaño sacrificio.

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