La borra del café (17 page)

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

BOOK: La borra del café
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La verdad es que yo no estaba en condiciones de tomarle el pelo a Juliska, pues tampoco había viajado en avión ni siquiera salido del país (Juliska al menos conocía Crna Gora). De manera que mi excursión a Quito se había convertido en mi versión, personal e intransferible, de una de mis viejas lecturas juliovernianas:
Cinco semanas en globo
.

Cuando, junto con los otros pasajeros, empecé a caminar hacia el avión de Pluna, sonó allá arriba, en la terraza, la voz inconfundible de nuestra yugo: «¡Buen viaje!». Ya no cabían dudas sobre la arrolladora mejoría de su idioma de adopción.

El abuelo Vincenzo (en realidad, Vincenzo Carlo Mario Umberto Leonel Giovanni), aquel que se había salvado del naufragio porque perdió el barco, y la abuela Rossana, me recibieron como a un hijo pródigo. Su homenaje más sentido fue brindarme lo que mejor sabían hacer:
minestrone, fegato alia salvia, frittatine ai quattro sapori, peperoni aiia carmen, crostini ariecchino, tagiiateiie aiia genovese
. Si Juliska me hubiera visto relamerme con aquellos sabores tan poco servocroatas, habría sufrido la gran decepción de su vida. Pero la verdad es que todo estaba exquisito. Me hice la promesa de que mi dieta ecuatoriana sería frugalísima, pero mientras tanto tragué y tragué —como dijera el clásico (¿quién fue?)— sin prisa y sin pausa.

En las sobremesas tuve que responder como pude a exhaustivos cuestionarios de la abuela Rossana sobre su nueva nuera (cuando la boda habían conocido a Sonia, pero muy superficialmente), sobre cómo se llevaba con su hijo Sergio, sobre el novio paraguayo de Elenita, sobre Mariana, si nos íbamos a casar y cuándo sería eso (por supuesto vendrían a mi casamiento). También preguntaron por su otro hijo, mi tío Edmundo, pero con cierto desaliento porque nunca les escribía. «Es un poco raro», murmuró la abuela. «Desde la muerte de Adela ha cambiado bastante.» «La quería mucho, debe ser por eso», trató de disculparlo el abuelo. Conmigo no era nada raro sino muy comunicativo, pero allí no lo dije porque no quise herirlos. Recordé que una vez le había preguntado a Edmundo cómo se llevaba con los padres, y me había dicho: «Los quiero, claro, siempre los quise, pero nunca pude comunicarme con ellos. Sergio los lleva mejor». La verdad era que los abuelos eran macanudos para un fin de semana, pero vivir siempre con ellos no debía ser fácil. Su afecto (por otra parte, innegable) era demasiado absorbente.

El domingo telefoneé a Mariana. Antes aun de que oyera mi voz, ya sonaba en mi auricular su jubiloso: «¡Nepomuceno!». Confieso que tanta intuición me conmovió. «La cama te extraña, yo te extraño, todos te echamos de menos. Además, ayer estuve viendo apartamentos y creo que encontré uno. Y está a nuestro alcance ruletero. Creo que mañana dejaré una seña. Te comunico que la idea de casarnos se me está volviendo atractiva. Además, puedo trabajar. Ya prácticamente lo he decidido, porque si espero a recibirme de veterinaria, cuando dé el último examen en este país ya no van a quedar vacas ni perros ni caballos ni gente. Uy, tengo tantas cosas para hablar con vos. Y mucho cuidado con las quiteñas, que tienen sangre de india y de conquistador, y eso da una mezcla terriblemente excitante. Y por favor, no les enseñes a bailar tango, que ya te conozco ¿eh?»

Que yo recuerde, nunca había estado tan parlanchina. Me vinieron unas ganas locas de abrazarla, de besarla, de tenerla conmigo. ¿Para qué habría aceptado viajar a Quito? La llamada me salió un platal, ya que cuando ella se calló, yo a mi vez me puse baboso y le dije una colección de zalamerías, totalmente extrañas a mi proverbial sobriedad amatoria.

La borra del café

Al aeropuerto sólo lo acompañó el abuelo Vincenzo, porque era lunes y la abuela Rossana tuvo que quedar a cargo del almacén de Caballito. Vincenzo opinaba que era mucho mejor viajar en barco y sobre todo —agregaba riendo— llegar tarde al puerto y perder así el buque destinado a hundirse en pleno Atlántico. «Sí, claro», asentía Claudio, «pero reconocé que ir en barco de Buenos Aires a Quito es casi una misión imposible.»

No fue fácil encontrar el mostrador que admitía a los pasajeros de mi vuelo. Preguntaron en Informaciones, pero ni siquiera conocían el nombre de Aleph Airlines. Por fin, cuando Claudio ya se estaba poniendo nervioso, vieron que en uno de los mostradores había un cartón donde habían escrito con una caligrafía muy rudimentaria: Aleph (especial a Quito). No había cola, a pesar de que no faltaba mucho para la hora de partida anotada en el billete. De todas maneras se acercaron y la empleada que atendía les dijo que efectivamente era ahí donde el pasajero debía presentarse. «Lo que pasa es que el vuelo está demorado una hora», dijo la mujer, «pero de todos modos puede despachar su equipaje.» Claudio no iba muy cargado, ya que presumiblemente el seminario de Quito no duraría más de una semana.

Ya que debían esperar una hora, se instalaron en la cafetería y pidieron dos capuchinos con medias lunas. El abuelo Vincenzo estaba muy impresionado con que Claudio concurriera a un seminario internacional. «Vas a conocer a gente muy importante.» Le recomendó que estableciera conexiones que seguramente le iban a servir de mucho en el futuro. «En este mundo de hoy quien no tenga conexiones no progresa. Fijate en mi caso. Me estanqué en lo que tengo, el almacencito que vos conocés, y nunca pude dar un salto hacia adelante, y todo porque no tuve ni tengo conexiones. Sono
troppo bizzoso
como para establecer vínculos útiles.»

No habían transcurrido ni veinte minutos cuando los altavoces anunciaron la próxima partida del vuelo especial 9131 de Aleph Airlines, y sólo tres minutos después informaron que era el último llamado para ese mismo vuelo. Fueron casi corriendo hasta la puerta 7 y allí estaba colocado el mismo cartón con el garabateado nombre de la compañía. En total serían diez o doce pasajeros. «Vas a viajar cómodo», dijo el abuelo, y abrazó a Claudio.

El avión parecía bastante confortable. Acomodó su maletín de mano y se abrochó el cinturón de seguridad. El despegue fue tranquilo. A Claudio se le habían sumado varios cansancios. Los preparativos del viaje en Montevideo, su última noche con Mariana, la despedida en Carrasco, las suculentas comidas con los abuelos, los interrogatorios de Rossana, la conversación telefónica con Mariana, los problemas para ubicar el mostrador de la compañía aérea, todo ello se le había acumulado y ahora que ya estaba en el aire, los ojos se le cerraban. Nagasaki yacía, convertida en cenizas, en un recodo del pasado remoto.

Cuando abrió los ojos, sintió que una mano se posaba en su brazo. Yo conozco esa mano, pensó, antes de mirar hacia la izquierda. Era Rita, claro. «Claudio», dijo. «Qué sorpresa encontrarte en mi vuelo.» Sólo entonces él se fijó en su uniforme de azafata. «¿Te acordás que te dije, aquella vez en el Sportman, que estaba trabajando de azafata en una compañía aérea? Pues es ésta.»

Claudio guardó silencio. La mano de Rita bajó hasta su propia mano, la trajo hasta sus labios y la besó, igual que en el pasado. El entonces dijo: «Los tiempos han cambiado, Rita. Ya no soy el mismo». «¿Estás seguro?» La mano de Rita hizo un avance más íntimo y apremiante. «Estamos casi solos, Claudio. Los otros pasajeros, que son unos pocos, están en la parte trasera del avión.»

Rita levantó el posabrazo que establecía una mínima frontera entre los dos asientos y arrimó su cuerpo al de Claudio. Con la otra mano le tomó la barbilla y acercó su cara. Entonces lo besó en la comisura de los labios. Era su contraseña. Después lo besó largamente en la boca. A esa altura, a Claudio ya le resultaba insoportable su erección, un reflejo físico que por otra parte no deseaba. Pero el cuerpo tiene sus propias leyes.

Entonces, por el servicio de radiofonía, se oyó la voz del comandante: «Les habla el comandante Iginio Mendoza. Bienvenidos al vuelo especial 9131 de Aleph Airlines. Informamos a los señores pasajeros que dentro de 3 horas y 10 minutos tomaremos tierra en el aeropuerto de Mictlán. En el transcurso de este vuelo les será servido un refrigerio».

Claudio escuchó aquel mensaje y se le acabó la erección. Apartó con un ademán brusco la mano itinerante de Rita, separó «su boca fuerte de aquella boca débil», y preguntó en voz alta: «¿Qué aeropuerto dijo?». Rita se acomodó el pelo y sonrió levemente antes de responder: «Mictlán». «¿No íbamos a Quito?» «Ibamos, sí. Ahora vamos a Mictlán.»

El se puso tenso. «¿Y eso dónde queda? ¿En qué país?» La otra mano de Rita, la que ahora reposaba en su brazo, se volvió insoportablemente fría: «Ya lo verás, Claudio, ya lo verás».

«¿Puedo hacerte una pregunta?», dijo Claudio. «Sí, claro. Yo no soy como la Esfinge. Yo respondo.» «¿Vos conociste al Dandy, verdad?» «Sí, lo conocí. Allá en tu famoso Parque Capurro. Todo un caballero. Eso sí, venido a menos.»

Claudio advirtió por primera vez que tenía la boca seca. Rita dijo: «¿Algo más?».

Claudio cerró los ojos y la pregunta siguió sonando en su cabeza como un disco rayado. Todavía vibraba, taladrante, aquel perentorio ¿algo más? ¿algo más?, cuando tuvo una oscura conciencia de que se estaba durmiendo. Dormido y todo, miró por la ventanilla y tuvo la impresión de que el avión volaba en espiral, más bien sobrevolaba una y otra vez los mismos lugares pero éstos siempre aparecían como más lejanos, más lejanos. En medio de una neblina violácea, oyó la voz de Rita, en el café Sportman, diciéndole que ella concebía la muerte como un sueño repetido, pero no en círculo sino en espiral. Cada vez que volvés a pasar por un mismo episodio, decía, lo ves a más distancia, y eso te hace comprenderlo mejor. Pero el avión, y él mismo, pasaban y volvían a pasar sobre los mismos episodios, y no los comprendía mejor. Allá abajo estaban el Dandy, semioculto por la butifarra plateada que era el
Graf Zeppelin
, y el viejo dándole la mala noticia en la cocina, y el rostro de su madre metido en el féretro, y la higuera fraternal llena de pájaros, y el ciego Mateo avanzando con su bastón blanco por la calle Capurro, y el árbol del Hotel con su colección de iniciales, y los pechos vibrantes de Natalia, y Sonia preguntándole por qué no se casaba, y el tío Edmundo con su mate, su patio y su parral, y Juliska llorando sin consuelo. Y cuando el avión sobrevolaba su vida por vigésima vez, entonces se produjo en su pecho y en su cabeza un crispamiento o un fragor o una voladura y repentinamente se vio frente a un espejo que copiaba su propio rostro. Comprobó que éste se había convertido en una máscara trémula, pálida, angustiada. Luego el espejo se alejó lentamente para así reflejar el busto entero, y en el hombro derecho se apoyó una mano delgada, casi esquelética, que sin embargo era la de Rita. No pudo tolerar aquella imagen y sin vacilar rompió el espejo con su frente. Por suerte del otro lado estaba el cuerpo desnudo de Mariana, y él logró apoyar sus brazos en aquellas caderas espléndidas, prójimas, tibias, y también logró acercar sus ojos a aquel ombligo único, de tango y de fruición, de trabajo y de holganza, de juego y desafío, de consuelo y amor, y miró por él como quien espía por el ojo de una cerradura. Y por aquel carnal, maravilloso orificio pudo al fin ver el mundo, las calles y las praderas del mundo, un mundo con Nagasaki pero sin Rita, ya era algo. Y cuando el ojo de la cerradura volvió a ser ombligo de Mariana, apoyó su frente contra él y apenas murmuró:

«Mariana y punto».

Despertó cuando otra vez alguien tocó su brazo. Una azafata. Pero no era Rita. «¿Va a tomar el refrigerio, señor?». Dijo que sí con la cabeza, y ella le desenganchó la mesita y depositó allí la bandeja con el café, los sándwiches y el jugo de naranja. «Se ha lastimado en la frente», dijo la azafata, solícita. «Enseguida le traigo una curitas.»

Había empezado a tomar el jugo, cuando se oyó la voz informativa: «Les habla el comandante Arnaldo Peralta. Comunicamos a los señores pasajeros que dentro de cuarenta y cinco minutos aterrizaremos en el aeropuerto de Quito».

Cuando la azafata volvió con la curitas, le preguntó si podía llamar a su compañera. «Se llama Rita», aclaró. La muchacha lo miró sorprendida. Luego dijo: «Usted perdone, señor, pero aquí no hay ninguna azafata que se llame así. Mi compañera es aquella gordita, pero su nombre es Teresa». Él dijo que evidentemente estaba confundido. Comió los dos sándwiches con un hambre casi adolescente. Todavía le quedaba una duda: ¿en qué momento habría empezado a soñar? Y también una certeza: de ahora en adelante, nadie iba a hallar vestigios de Rita en la borra del café.

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