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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

La Bodega (35 page)

BOOK: La Bodega
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Al pasar por la terraza de un café vio un ejemplar de
El Cascabel
abandonado en una mesa y de inmediato maneó a
Orejuda
en un lugar cercano, a la sombra. Como lamentaba mucho no tener ya acceso al periódico de Nivaldo, pidió un café y se sentó a leer con ansias.

Mucho después de vaciar la taza, seguía con la atención puesta en las noticias. Tal como ya sabía, hacía tiempo que se había acabado la guerra. Los carlistas no habían perseverado y todo parecía calmarse a lo largo del país.

En Cuba seguían las luchas encarnizadas.

Antonio Cánovas del Castillo, primer ministro, había formado en Madrid un Gobierno de coalición entre las alas moderadas de conservadores y liberales, que resultaba opresor para todos sus rivales. Por su propia cuenta, había instaurado una comisión para que redactara una Constitución nueva, ratificada a continuación por las cortes y apoyada por el trono. Alfonso XII quería encabezar una monarquía constitucional estable y lo había conseguido. Un editorial del periódico observaba que, aunque no todo el mundo estaba de acuerdo con Cánovas, para el pueblo suponía un alivio olvidarse de la lucha y el derramamiento de sangre. Otro editorial comentaba la popularidad del Rey.

Aquel día, al caer la noche, Josep estaba en la plaza del pueblo, comentando con Eduardo algunos de los cambios políticos.

—Cánovas ha hecho aprobar un nuevo impuesto anual para terratenientes y hombres de negocios —dijo Josep—. Ahora los agricultores han de pagar 25 pesetas, 50 los tenderos, para que se les permita votar.

—Ya te puedes imaginar lo popular que resultará —contestó Eduardo con sequedad.

Josep asintió con una sonrisa. Eduardo también se había dado cuenta de que la salud de Nivaldo parecía empeorar y se lo comentó a Josep.

—La generación de los mayores del pueblo está desapareciendo muy rápido —dijo—. Ángel Casals sufre mucho últimamente. Ahora ya tiene gota en las dos piernas y le produce unos dolores terribles. —Dirigió una mirada incómoda a Josep—. Tuvimos una conversación interesante hace unos días. Él cree que le ha llegado la hora de renunciar como alcalde.

Josep se sorprendió. En toda su vida no había conocido otro alcalde de Santa Eulalia que Ángel Casals.

—Han pasado cuarenta y ocho años desde que sucedió a su padre en el cargo. Le gustaría seguir un año más. Pero se da cuenta de que sus hijos no tienen la edad ni la experiencia suficientes para sucederle. —Eduardo se sonrojó—. Josep..., quiere que lo sustituya yo.

—¡Eso sería perfecto! —contestó.

—¿No te lo tomas como una ofensa? —preguntó Eduardo con ansiedad.

—Por supuesto que no.

—Ángel te admira mucho. Dice que se ha debatido durante mucho tiempo, tratando de escoger entre tú y yo, y que finalmente me escogió a mí porque soy el mayor de los dos. —Eduardo sonrió—. Y tiene la esperanza de que eso me haga algo más maduro. Sin embargo, no tenemos por qué dejar que sea él quien escoja a su sucesor. Si quieres ser tú el alcalde del pueblo, yo te apoyaré con la mayor alegría —concluyó Eduardo, y Josep supo que era sincero.

Le sonrió y meneó la cabeza para negar.

—Me hizo prometer que ocuparía el cargo durante al menos cinco años —añadió Eduardo—. Dijo que luego tal vez te tocaría a ti o a uno de sus hijos...

—Necesito que me prometas que lo ocuparás durante al menos cuarenta y cinco años. Durante ese tiempo, me gustaría seguir siendo concejal, porque será un placer trabajar contigo —dijo Josep.

Se dieron un abrazo.

Aquel encuentro animó a Josep. Le alegraba genuinamente que Eduardo se convirtiera en alcalde. Había llegado a entender que, tanto si uno era el dueño de una gran fábrica como un pequeño viticultor, el alimento y la savia de la vida dependían de tener un buen alcalde, un gobernador competente, unas cortes honestas y un primer ministro y un rey verdaderamente preocupados por la condición y el futuro de su pueblo.

Josep preparó para la bodega unos estantes capaces de soportar varios cientos de botellas de vino, pero renunció a cualquier intento de crear un mueble atractivo. Colocó las botellas tumbadas y juntas en los estantes y disfrutó al ver su disposición, con el intenso brillo del vino oscuro dentro del cristal, a la luz de la lámpara.

Un día, estaba trabajando entre las parras a última hora de la tarde cuando llegó un hombre a caballo y tomó el camino de su viñedo.

—¿Ésta es la viña de Josep?

—Sí.

—¿Josep es usted?

—Lo soy.

El hombre desmontó y se presentó como Bru Fuxá, del pueblo de Vilanova. Iba de camino a Sitges, a visitar a sus parientes.

—La última vez que fui a ver a mi primo, Frederic Fuxá, a quien usted conoce, nos terminamos juntos los últimos sorbos de una botella de su excelente vino, y ahora me gustaría mucho comprar cuatro botellas para llevárselas de regalo.

No era un día demasiado caluroso, pero Josep echó un vistazo al sol con preocupación. Ya no estaba en lo más alto del cielo, pero la combinación de calor y vino...

—¿Por qué no se queda un rato y descansa una hora conmigo? Luego podrá seguir hacia Sitges con el tiempo agradable del atardecer, cuando las brisas frescas soplan por la carretera de Barcelona.

Bru Fuxá se encogió de hombros, sonrió y ató su caballo junto a
Orejuda
, a la sombra del alero del tejado.

Se sentó en el banco de la viña y Josep le llevó agua fresca. El visitante contó que era olivarero y charlaron amistosamente sobre el cultivo de olivos. Josep lo acompañó a inspeccionar los tres olivos viejos de la parcela de los Valls, y el señor Fuxá consideró que estaban bien atendidos.

Cuando ya el sol había bajado lo suficiente, Josep lo llevó a la bodega, envolvió cuidadosamente cuatro botellas con algunas de las escasas hojas de periódico que conservaba y luego las guardaron en las alforjas.

Fuxá pagó y montó en su caballo. Mientras saludaba y daba la vuelta al caballo, le dirigió una sonrisa.

—Una hermosa bodega, señor. Una hermosa bodega. Pero... —Se inclinó hacia delante—. Le falta un cartel.

A la mañana siguiente, Josep cortó un trozo cuadrado de plancha de roble y lo clavó a un poste estrecho y corto. Pidió a Marimar que se encargara ella de las letras, pues no confiaba en hacerlo con la suficiente limpieza. El resultado fue un cartel que no lucía demasiado elegante, pues se parecía al que en su tiempo había puesto Donat con la leyenda En venta, destruido por el propio Josep. Sin embargo, cumplía su función, que no era otra que advertir a los extraños exactamente adónde habían llegado.

Vides de Josep

Un miércoles por la tarde, Josep fue a la tienda de comestibles a comprar chorizo y vio a su hermano —a quien imaginaba entre aquella maquinaria sonora y traqueteante— plantado tras el mostrador con un delantal blanco, sirviendo harina a la señora Corberó.

En cuanto ésta se fue, Donat se volvió hacia Josep.

—Nivaldo está enfermo. Nos hizo llamar ayer. Entendí que eso significaba que se encontraba muy mal y vinimos de inmediato. Rosa intenta cuidar de él, mientras yo me ocupo de la tienda.

Josep trató de pensar en algo apropiado para decir en aquellas circunstancias, pero no lo consiguió.

—Sólo necesito un poco de chorizo.

Donat asintió.

—¿Cuánto quieres?

—Un cuarto de kilo.

Donat cortó un trozo, lo pesó, añadió otra rodaja, lo envolvió en
El Cascabel
, periódico que todos usaban para tal efecto, el amigo de los comerciantes. Aceptó el dinero de Josep y contó el cambio.

—¿Quieres subir a verlo?

—...No, creo que no.

Donat lo miró fijamente.

—¿Por qué no? Madre de Dios, ¿con él también estás enfadado?

Josep no contestó. Recogió el paquete del chorizo y se dio la vuelta, dispuesto a irse.

—A ti nadie te cae bien, ¿verdad? —dijo Donat.

57
Extremaunción

Era la época del año en que la uva empieza a cumplir su promesa, se llena de color y comienza a saber como debe, la estación en que Josep empezaba a coger de vez en cuando un racimo para echárselo a la boca y ver qué tal progresaba la vid.

La estación para estudiar el cielo, para preocuparse ante la perspectiva de que llueva demasiado, caiga el granizo o se alargue la sequía.

Josep atribuyó su malhumor a la incertidumbre estacional acerca del destino de la uva.

Pero Marimar fue de paseo a la plaza con Francesc y al regresar le dijo que se había encontrado a Rosa. Ella le había dicho que el sacerdote llevaba casi todo el día con Nivaldo.

Cuando Josep fue a la tienda de comestibles, notó que Donat tenía los ojos enrojecidos.

—¿Está muy enfermo?

—Mucho.

—¿... Puedo verlo?

Donat se encogió de hombros con gesto cansino y señaló hacia los tres escalones que llevaban al altillo, encima del almacén, espacio reservado para la vivienda de Nivaldo.

Josep caminó por el oscuro pasillo y se detuvo junto al dormitorio. El anciano estaba tumbado boca arriba, mirando el techo. El padre Pío estaba inclinado sobre él y movía los labios casi en silencio.

—Nivaldo —dijo Josep.

El sacerdote no dio muestras de haberse percatado de su presencia, pues parecía estar lejos de allí, murmurando palabras tan quedas que Josep no conseguía distinguirlas. Sostenía una taza en una mano y un cepillito en la otra. Ante la mirada de Josep, mojó el cepillo y trazó con él una crucecita en la oreja de Nivaldo, otra en los labios y una última en la nariz.

Destapó la manta, revelando las piernas de Nivaldo, arqueadas, peludas y huesudas, y le ungió el aceite en las manos y en los pies. ¡Por Dios, en la entrepierna también!

—Nivaldo, soy Josep —dijo éste en voz alta.

Sin embargo, el sacerdote ya había alargado una mano para cerrar los ojos quietos de Nivaldo.

La mano del padre Pío tuvo que repetir el gesto para bajar el párpado del ojo malo, y luego trazó la última cruz con el cepillo.

Durante años, todos los habitantes del pueblo habían acudido regularmente a la tienda de comestibles y la mayoría tenía buena opinión de Nivaldo. Incluso aquellos que no le tenían gran estima asistieron a su funeral y siguieron el ataúd hasta el cementerio.

Josep, Maria del Mar y Francesc caminaron hasta su tumba con los demás.

En el camposanto se encontró de pie junto a su hermano y Rosa. Ella lo miró con nerviosismo.

—Te acompaño en el sentimiento, Josep.

Él asintió.

—Lo mismo digo.

—Qué pena, ¿no? Que no hayan encontrado una tumba más cerca de la de padre —dijo Donat a Josep en voz baja.

«¿Por qué te da pena? —hubiera querido espetar Josep—. ¿Crees que él y padre querrán juntarse a menudo para jugar a las damas?»

Se tragó el sarcasmo, pero no estaba de humor para hablar con Donat y Rosa, y a los pocos minutos los dejó y se acercó al punto en que se celebraba el entierro.

Su mente era un torbellino; nunca había estado tan agotado y confuso. Quisiera haber sido capaz de sostener la mano de Nivaldo en su lecho de muerte, lamentaba no haber tenido la sabiduría suficiente para ofrecerle la reconciliación y algún pequeño consuelo. Una parte de él rebullía de rabia aún al pensar en el insurgente obsesionado y manipulador, el viejo loco que había enviado a unos cuantos jóvenes a la muerte, el que entregaba a los hijos ajenos a la guerra, como un regalo personal. Pero la otra parte recordaba con claridad al amigo encantador y afectuoso de su padre, al que le había contado las historias de los pequeñajos en la infancia, el que le había enseñado a leer y escribir, el que había ayudado a aquel torpe joven a deshacerse de las cargas de la inocencia. Josep sabía que aquel hombre le había querido toda la vida, y se apartó de Marimar y Francesc para llorar por Nivaldo.

58
El legado

Dos días después, todo el pueblo sabía ya que Nivaldo Machado había dejado a Ángel Casals como albacea de su testamento, y al tercer día supieron todos que la tienda de comestibles quedaba en manos de Donat Álvarez y de Rosa, su mujer.

La gente aceptó la noticia sin sorprenderse y no hubo ningún revuelo en el pueblo hasta tres semanas más tarde, cuando Donat trasladó el banco de su lugar de siempre, junto a la puerta de la tienda. Ahora quedaba en la plaza, justo antes de los últimos metros del territorio de la tienda, tan cerca de la iglesia como era posible sin llegar a invadir la propiedad de ésta. Justo enfrente de la tienda, Donat instaló una mesa redonda y pequeña de Nivaldo, y otra, igualmente redonda pero más grande, con unas sillas. Rosa dijo a la gente que las mesas de la calle quedarían descubiertas, salvo en los días festivos, en los que las pensaba cubrir con manteles.

Josep se contaba entre los que refunfuñaron.

—Nivaldo apenas se ha enfriado todavía. ¿No podrían tener la decencia de esperar un poco antes de hacer cambios?

—Se dedican a llevar un negocio, no un monumento —contestó Maria del Mar—. Me gustan los cambios que han hecho. La tienda nunca había estado tan impecable. Incluso huele mejor, ahora que han limpiado el almacén.

—No durará mucho. Mi hermano es un holgazán.

—Ya, pero su esposa no. Es una mujer enérgica y los dos trabajan mucho cada día.

—¿Te das cuenta de que tanto el banco como las mesas están en la plaza, que es terreno público? No tienen derecho...

—El banco siempre ha estado en la plaza —señaló María del Mar—. Y creo que es agradable que haya unas mesas ahí. Alegran la plaza y le dan una apariencia más festiva.

Era evidente que mucha gente del pueblo estaba de acuerdo con ella. Al poco tiempo, cuando pasaba por la plaza, Josep empezó a encontrar normal que una de las dos mesas, si no ambas, estuvieran ocupadas por gente que tomaba café o un plato de queso y chorizo.

Al cabo de dos semanas, Donat había añadido ya una tercera mesa y nadie del pueblo se acercó al alcalde con ninguna objeción.

En el ensayo de los
castellers
de Santa Eulalia, Eduardo dijo a Francesc que estaba progresando bien. A partir de primeros de año, añadió, le permitirían escalar hasta el sexto nivel en los ensayos y luego ya se convertiría en la cumbre.

Francesc estaba visiblemente exultante. Cuando le llegó la hora de ensayar, ascendió a toda prisa y Josep notó sus brazos en torno al cuello. Esperó lo que ya había empezado a convertirse en un ritual, el momento en que el niño le diría su nombre al oído, pero esta vez oyó algo distinto.

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