La Bodega (20 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

BOOK: La Bodega
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Al menos, ahora ya sabía de dónde venía aquel resentimiento.

—No, no fue así para nada.

—¿No? Pues cuéntame cómo fue.

Josep bebió un sorbo de café y la miró.

—No te lo voy a contar —contestó en voz baja.

—Mira, Josep. Anoche te fui a buscar porque eres el vecino que me queda más cerca, y ayudaste a mi hijo. Te lo agradezco. Te lo agradezco mucho. Pero lo que acaba de pasar... Te pido que lo olvides para siempre.

Josep sintió alivio; se dio cuenta de que era lo mismo que quería él. Maria del Mar era como su café: tan amarga que no había manera de disfrutar de ella.

—De acuerdo —contestó.

—Quiero un hombre en mi vida. Me han tocado algunos malos y creo que la próxima vez me merezco uno bueno, uno que me trate bien. Creo que tú eres peligroso, el tipo de hombre capaz de desaparecer como el humo.

Josep no encontró razón alguna para defenderse.

—¿Sabes si Jordi sigue vivo? —preguntó ella.

Quería decirle que había muerto. Ella merecía saberlo, pero Josep se dio cuenta de que esa información provocaría demasiadas preguntas, demasiados riesgos. Se encogió de hombros.

—Me da la sensación de que no.

No se le ocurría una respuesta mejor.

—Creo que si estuviera vivo, hubiera vuelto para ver al niño. Jordi tenía buen corazón.

—Sí —concedió Josep, acaso con demasiada sequedad.

—Tú no le caías bien —dijo Maria del Mar.

Quería decirle que a él tampoco le gustaba Jordi, pero al mirarla se dio cuenta de que estaba viendo una herida demasiado abierta. Se levantó y le dijo en tono amable que no dejara de acudir a él si Francesc lo necesitaba para algo.

Al cabo de un par de días, Francesc volvía a visitarlo con regularidad, tan enérgico como siempre. A Josep le gustaba aquel niño, pero la situación era incómoda. Él y Maria del Mar se preocupaban de parecer amistosos en presencia de terceros, pero él creía que Clemente Ramírez había corrido la voz de que estaban relacionados de algún modo, y el pueblo tomó nota de que Josep pasaba mucho rato con el crío.

El pueblo se apresuraba mucho a sacar conclusiones, así fueran erradas.

Un atardecer, de camino hacia la tienda de Nivaldo, Josep se topó con Tonio Casals, que pasaba el rato delante de la iglesia con Eduardo Montroig, hermano mayor de Esteve. A Josep, Eduardo le parecía simpático, aunque demasiado serio para alguien todavía joven. Eduardo apenas sonreía y Josep pensó que en aquel momento parecía particularmente incómodo mientras Tonio le sermoneaba con voz resonante y truculenta. Tonio Casals era un hombre alto y guapo, como su padre, pero allí terminaba la similitud, pues a menudo tenía mal beber. Josep no tenía ganas de sumarse a su conversación, así que saludó con un gesto, les deseó buenas noches y se dispuso a pasar de largo.

Tonio sonrió.

—Ah, el pródigo. ¿Qué tal te sientes ahora que vuelves a arar tu propias tierras, Álvarez?

—Muy bien, Tonio.

31
Viejas deudas

—¿Y arando a una mujer en la que han entrado otros mejores?

Josep se tomó un instante para conservar la calma.

—Después de pasar el trocito pequeño que ya está usado, es una maravilla, Tonio —contestó con simpatía.

Tonio se le echó encima y le golpeó junto a la boca con su gran puño. Josep se revolvió furioso con dos puñetazos rápidos y duros: el puño izquierdo golpeó la mandíbula de Tonio y el derecho encontró con solvencia un punto bajo su ojo izquierdo. Tonio cayó casi de inmediato y, aunque luego se avergonzaría de ello, Josep echó un pie atrás para darle una patada. Después le escupió, igual que hubiera hecho un crío enrabietado.

—¡Eh, Josep, no, no! —exclamó Eduardo Montroig, agarrándole el brazo con mano precavida.

Miraron a Tonio. Josep notó que le sangraba la boca y se lamió los labios. Le contó a Montroig sus razones para engañar al comprador de vino.

—Maria del Mar y yo sólo somos vecinos, Eduardo. Por favor, díselo a la gente.

Eduardo asintió con seriedad.

—Maria del Mar es buena gente. Ay, Dios. Qué desagradable es éste, ¿no? Mira que era buen tipo cuando éramos jóvenes. —¿Intentamos llevarlo a su casa?

Montroig negó con la cabeza.

—Tú vete. Yo iré a buscar a su padre y a sus hermanos. —Soltó un suspiro—. Por desgracia, ya están acostumbrados a ocuparse de Tonio cuando se pone así.

A la mañana siguiente, Josep estaba podando sus viñas cuando llegó a sus tierras Ángel Casals.

—Buenos días, alcalde.

—Buenos días, Josep.

Entre jadeos, el alcalde sacó un pañuelo rojo del bolsillo y sé lo pasó por la cara.

—Le voy a traer un poco de vino —propuso Josep, pero el anciano meneó la cabeza.

—Es demasiado pronto.

—Entonces..., ¿un poco de agua?

—Sí, agua estaría bien, por favor.

Josep entró en la casa y salió con dos vasos y un cántaro. Señaló con un movimiento de cabeza el banco que había junto a la puerta y los dos se sentaron a beber allí.

—He venido para asegurarme de que estás bien.

—Ah, no pasa nada, alcalde.

—¿Tu boca?

—No es nada, sólo una señal para avergonzarme. No tenía que haberle pegado, porque estaba borracho. Tendría que haberme alejado.

—Creo que no hubieras podido. He hablado con Eduardo y conozco bien a mi hijo Tonio. Te pido perdón en su nombre. Mi hijo... Para él, cada trago de coñac es una maldición. Basta con que lo pruebe un poco para que su alma y su cuerpo le pidan más a gritos, pero con un solo trago, por desgracia, se vuelve loco y se comporta como una bestia. Le ha tocado esa cruz. A él y a su familia.

—Yo estoy bien, alcalde. Espero no haberle hecho daño de verdad.

—Él también se curará. Se le ha hinchado el ojo. Tiene peor aspecto que tú.

Compungido, Josep sonrió y notó un dolor en el labio.

—Sospecho que si alguna vez peleáramos y él estuviera sobrio, yo saldría mal parado.

—No volverás a pelear con él. Se va de Santa Eulalia.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Como no es capaz de asumir en nuestra granja las responsabilidades propias del hijo mayor, cada día que pasa aquí es un recordatorio de su debilidad. Tengo un amigo de toda la vida, Ignasi de Balcells, que tiene un olivar en el pueblo de Las Granyas. Durante muchos años, don Ignasi fue el alcalde de ese pueblo. Ahora es el juez de guardia y también hace las veces de alguacil, pues dirige la cárcel local. Conoce a mi hijo Tonio de toda la vida y lo adora. Ignasi está acostumbrado a tratar con las debilidades de los hombres y se ha ofrecido a acoger a Tonio en su casa. Le enseñará a cultivar olivos y a hacer aceite, y además trabajará en la cárcel. Y esperamos con ilusión que también aprenda a disciplinarse. —El alcalde sonrió—. Entre nosotros, Álvarez... Mi amigo Ignasi tiene un incentivo para arreglar a mi hijo. Tiene una hija soltera, buena chica, pero que ya ha superado la edad de merecer. Yo no me chupo el dedo. Creo que Ignasi intentará convertir a mi hijo en su yerno.

—Espero que le salga bien —respondió Josep, incómodo.

—Te creo, y te lo agradezco. —Ángel Casals alzó la cabeza y lanzó una mirada de aprobación a las vides limpiamente podadas, los rosales recién plantados, la tierra arada y acumulada en la base de las cepas—. Tú eres un campesino de verdad, Josep —opinó—. No como ese al que no voy a nombrar, que en vez de campesino parece una maldita mariposa —añadió el alcalde en tono seco, al tiempo que miraba más allá de las tierras de Josep, hacia la enmarañada y vulgar viña de Quim Torras.

Josep guardó silencio. Se sabía que al alcalde le daba rabia la relación de Quim con el cura del pueblo, pero Josep no quería hablar con Ángel Casals ni de Quim ni del padre López.

Casals se levantó del banco y Josep lo imitó.

—Un segundo más, alcalde, si no le importa —le pidió.

Entró en la casa, salió con unas monedas y se las puso en la mano a Ángel.

—Y... ¿esto?

—En pago de dos pollos... —Ángel echó la cabeza hacia atrás-...que le robé hace cinco años.

—Y una mierda —dijo Ángel con rabia—. ¿Por qué me robaste?

—Necesitaba los pollos desesperadamente y no tenía con qué pagárselos.

—¿Y por qué me los pagas ahora?

Josep se encogió de hombros y le dijo la verdad.

—Por que no soporto ni siquiera pasar junto a su maldito gallinero.

—¡Pues vaya ladrón tan sensible! —El alcalde miró las monedas—. Me estás pagando demasiado —dijo con seriedad. Echó la mano al bolsillo, buscó una moneda pequeña y se la dio—. Por honesto que sea un ladrón, no debe robarse a sí mismo, Álvarez —concluyó antes de derramar una carcajada.

32
El intruso

A finales de febrero aparecieron las primeras yemas pálidas, de un amarillo verdoso, y en cuanto el invierno cedió paso a la primavera Josep empezó a pasar largas jornadas de trabajo en la viña para terminar de podar y retirar la tierra acumulada en la base de las vides. Al llegar abril, las tiernas hojillas estaban ya abiertas y poco después el sol empezó a calentar con más ardor y las flores llenaron la viña de un aroma embriagador.

Su padre siempre había dicho que la uva estaba lista para la recolección cien días después de la aparición de las flores. Su salida atraía a los insectos, que las polinizaban y hacían posible el nacimiento de las uvas, pero aquellas vides verdes también atraían a algunos animales perjudiciales.

Francesc estaba con él la mañana en que Josep descubrió unas cuantas parras destrozadas, con las raíces levantadas y mordisqueadas. El desastre había ocurrido en la parte trasera de su propiedad, junto a la base de la colina. Había huellas en la tierra.

—Maldita sea —murmuró.

Tuvo que frenarse para no decir algo peor en presencia del crío.

—¿Por qué están destrozadas las parras, Josep?

—Jabalíes —le respondió.

Quim Torras había perdido algunas vides también, unas ocho, pero Maria del Mar no. Aquella noche Josep salió a buscar a Jaumet Ferrer y le pidió que cazara aquel jabalí antes de que destrozara más viñas.

Jaumet pasó por allí y se acuclilló junto a las vides destrozadas.

—Son huellas de un cerdo salvaje, creo que sólo era uno. Las cerdas y los... ¿cómo se llaman?

—¿Las crías? —sugirió Josep.

—Crías. —Jaumet saboreó la palabra—. Las cerdas y las crías se juntan. Los machos deambulan en solitario. Es probable que éste se mueva por la zona del río debido a la sequía. Atacó las raíces de tus vides. Los cerdos se comen cualquier cosa. Carne muerta. Un cordero vivo o un becerro.

Josep pidió a Maria del Mar que, durante un tiempo, mantuviera a Francesc en casa y a la vista.

Jaumet apareció antes del amanecer con su larga escopeta de caza y patrulló las viñas todo el día bajo el sol ardiente. Al llegar el crepúsculo, cuando se hizo demasiado oscuro, se fue a casa.

Regresó al alba el día siguiente, y el otro. Sin embargo, explicó a Josep que al tercer día se iría a cazar conejos y aves.

—Puede que el jabalí no vuelva a molestarte.

—Ah —respondió Josep con cautela—. Puede.

A la mañana siguiente, Josep salió de casa muy temprano y al entrar en la viña oyó ruidos de algún animal entre las vides, al fondo de la plantación. Agarró una piedra en cada mano y echó a correr. Debió de hacer demasiado ruido, porque al llegar a la hilera de las vides asaltada apenas tuvo tiempo de ver el trasero y la larga cola borlada del jabalí, que huía hacia la viña de Quim.

Le tiró las dos piedras y corrió tras él, gritando cosas sin sentido, pero casi enseguida lo perdió de vista. Cuando entró corriendo en la viña de los Valls asustó a Maria del Mar y a Francesc, que no habían visto al animal.

Maria del Mar frunció el ceño mientras escuchaba la descripción de la bestia.

—Nos va a salir caro. ¿Qué hacemos? ¿Volvemos a llamar a Jaumet?

—No. Jaumet no se puede pasar la vida en nuestras viñas.

—¿Y entonces?

—Ya pensaré algo —respondió Josep.

Recordaba exactamente dónde cavar en busca de los dos paquetes que había enterrado, en aquel rincón olvidado y arenoso en que sus tierras se juntaban con las de Quim. Los encontró llamativamente intactos por las escasas lluvias que se habían drenado en aquella zona a través del suelo poroso. Cepilló los paquetes cuidadosamente con la mano para retirar la burda arena y luego se los llevó a casa, cortó el cordel y los desenvolvió encima de la mesa. La capa exterior se había oscurecido por el contacto con los minerales del suelo, pero las dos capas internas de hule parecían totalmente intactas y en excelente estado, igual que el contenido de ambos paquetes. Las piezas del revólver Le-Mat estaban tan cubiertas de grasa que no consiguió limpiarlas del todo hasta bien entrada la noche, pese a que usó todos los trapos que tenía y luego incluso sacrificó una camisa vieja, algo andrajosa pero llevable todavía. La desgarró, y apenas le quedaba un retal limpio cuando al fin tuvo el arma libre de grasa, limpia, brillante y aterradora, pues hubiera deseado no volver a verla jamás.

Extendió el contenido del segundo paquete y cargó los cartuchos lenta y cuidadosamente, inseguro al principio de recordar exactamente cómo se hacía; echó la pólvora del saco en el tubo medidor y de allí a una de las cámaras vacías.

El arma y el acto de cargarla le traían recuerdos que prefería evitar, y tuvo que parar un rato porque le temblaban las manos, pero al fin logró meter una bala de plomo en la cámara y tirar del cargador para hundirla en la pólvora. Luego echó algo de sebo por encima de la bala y la pólvora y se sirvió de la herramienta idónea para colocar una cápsula percutora por encima del conjunto. Después movió el cilindro con la mano libre y cargó todas las demás cámaras menos dos, pues descubrió que no tenía pólvora suficiente en el saco para cargar las siete.

Recogió la mesa y colocó el LeMat en la repisa de la chimenea, junto al reloj de su madre. Luego subió al piso de arriba y pasó mucho rato despierto en la cama, temeroso de que lo asaltaran los sueños si se dormía.

33
Grietas

Durante casi una semana el jabalí que destrozaba las parras se convirtió en tema de conversación cada vez que se encontraban dos aldeanos, pero no volvió a aparecer y pronto fue reemplazado en sus charlas por las acaloradas discusiones sobre la puerta de la iglesia, que estaba abollada, agujereada y destartalada. Según la leyenda local, la habían destrozado las culatas de los mosquetes de los soldados de Napoleón, pero el padre de Josep le había contado, con conocimiento de causa, la historia de un borracho del pueblo y la piedra que sostenía en su mano. La madera tenía también una grieta larga y dentada, una abertura superficial que no afectaba a la integridad estructural de la puerta pero sí amenazaba con dividir en dos la comunidad del pueblo. Los parroquianos habían intentado rellenarla varias veces con argamasas de diversos materiales, pero la brecha era demasiado amplia y profunda, y todos aquellos antiestéticos intentos habían fracasado. La iglesia tenía dinero suficiente para comprar una puerta nueva y algunos consideraban que debía hacerlo, mientras que otros se negaban a gastar los fondos si no se trataba de alguna urgencia de importancia mayor. Una minoría dirigida por Quim Torras consideraba que un sacerdote tan sensible como el padre López merecía que su iglesia tuviera una puerta más elegante. Quim propuso una puerta artística con tallas de motivos religiosos, y urgió al pueblo entero a reunir fondos para pagarla.

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