La Bodega (2 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

BOOK: La Bodega
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—¿Notas la fragancia? —preguntaba a Josep—. ¿Sientes la profundidad, el perfume oscuro que juguetea con el alma, el aroma floral, el sabor a ciruelas?

Mendes le había enseñado lo que el vino podía llegar a ser. Hubiera sido más compasivo dejarlo en la ignorancia. Ahora se daba cuenta de que aquel líquido claro y amargo creado por los viticultores de su pueblo era un mal vino. «Meado de caballo», se decía a sí mismo con aire taciturno; probablemente hubiera sido mejor para él quedarse en Francia con Mendes y luchar por lograr vinos mejores, en vez de correr riesgos al regresar a España. Se consoló con la certeza de que a esas alturas ya podría llegar a casa sin peligro. Habían pasado más de tres años sin la menor señal de que las autoridades españolas lo buscaran.

Le disgustaba la amarga conciencia de que varias generaciones de su familia habían pasado la vida haciendo malos vinos. Aun así, era buena gente. Gente trabajadora. Con eso, volvió a pensar en su padre. Intentó imaginarse a Marcel Álvarez, pero sólo lograba recordar algunos detalles menores, domésticos: las manos grandes de su padre, su escasez de sonrisas. Un diente caído le dejaba un hueco entre los incisivos inferiores; los dos contiguos estaban retorcidos. Su padre tenía también un dedo del pie torcido, el pequeño del izquierdo, de tanto llevar mal calzado. A veces trabajaba sin zapatos: le gustaba la sensación del suelo bajo los pies y entre sus dedos nudosos. Tumbado, Josep se dejó llevar por los recuerdos y por primera vez se permitió entrar en un verdadero estado de duelo a medida que la oscuridad se filtraba en la sala por sus dos altas ventanas. Al fin, destrozado, se durmió entre los toneles.

Al día siguiente el aire se volvió cortante. Esa noche, Josep se envolvió en su manta y se encajó en un montón de heno en una granja. El heno podrido estaba caliente y le hizo sentir una especie de comunión con todas las criaturas que se encierran en sus madrigueras a esperar que salga el sol. Esa noche tuvo dos sueños. Primero la pesadilla, un sueño terrible. Luego, afortunadamente, soñó con Teresa Gallego y al despertarse tenía un recuerdo muy claro, lleno de detalles deliciosos y torturadores. «Qué desperdicio de sueño», se dijo. Después de cuatro años, seguro que se había casado o se había ido a trabajar lejos del pueblo. O las dos cosas.

A media mañana tuvo un golpe de suerte cuando un carretero lo transportó con su carga de leña, tirada por dos bueyes con unas bolas rojas de madera clavadas en la afilada punta de sus cuernos. Si caía algún leño, Josep bajaba de un salto y lo volvía a colocar. Por lo demás, recorrió más de ocho leguas montado en la carga con un lujo relativo. Por desgracia, esa noche, la tercera que pasaba en el camino, no encontró ninguna comodidad. La oscuridad lo asaltó caminando por zonas boscosas, sin ningún pueblo ni granja a la vista.

Le parecía que había salido ya de Languedoc y que el bosque en que se encontraba pertenecía a la provincia de Rosellón. De día no le disgustaban los bosques; desde luego, mientras existió el grupo de caza él había disfrutado de sus incursiones entre los árboles. Pero la oscuridad en una zona boscosa no le gustaba demasiado. No había luna ni estrellas en el cielo y no tenía sentido recorrer el sendero del bosque sin ver nada. Al principio se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el tronco de un pino grande, pero pronto lo amedrentó el fuerte siseo del viento al colarse entre tantos árboles y optó por trepar a las ramas bajas del pino y seguir subiendo hasta que se vio bien lejos del suelo.

Se encajó en una horquilla entre dos ramas y trató de taparse cuanto fuera posible con la manta, pero el intento fue vano y el viento lo derrotó mientras permanecía colgado del árbol en posición bien incómoda. Entre la oscuridad que lo rodeaba sonaba de vez en cuando algún ruido. El ulular de algún búho lejano. Un lúgubre arrullo de pichones. Un... sonido agudo que imaginó como el chillido de un conejo, o de cualquier otra criatura a punto de ser asesinada.

Luego, desde el suelo directamente a sus pies, un frotar de cuerpos entre sí. Gruñidos, resoplidos, un fuerte bufido, pezuñas que rasgaban el suelo. Sabía que eran jabalíes. No los veía. Tal vez fueran sólo unos pocos, aunque en su imaginación parecía una enorme piara. Si se caía, uno solo podía resultar letal, con aquellos terribles colmillos y sus pezuñas tan afiladas. Sin duda, las bestias habían olido las salchichas y el queso, aunque Josep sabía que podían comer cualquier cosa. Su padre le había contado en una ocasión que de joven había visto cómo unos jabalíes desgarraban las entrañas de un caballo herido en una pata para comérselo.

Josep se agarró con fuerza a la rama. Al cabo de un rato oyó que los animales se alejaban. Todo quedó de nuevo sumido en el silencio y en un gélido frío. Le pareció que la oscuridad era eterna.

Cuando al fin llegó la luz del día, no vio ni oyó ningún animal y descendió del árbol para desayunarse una salchicha mientras caminaba por el estrecho sendero. Aunque estaba agotado tras pasar la noche sin dormir, mantuvo su ritmo habitual. Hacia el mediodía, los árboles se fueron aclarando y aparecieron campos y hasta un buen atisbo de las montañas que se alzaban más allá. Al cabo de una hora, cuando ya llegaba a los Pirineos, empezó a llover con fuerza y Josep se refugió en un establo adjunto a una hermosa granja, que tenía la puerta abierta.

El padre y el hijo que se esforzaban por recoger el estiércol de los lechos de las vacas dentro del establo dejaron de trabajar y lo miraron fijamente.

—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó bruscamente el hombre.

—Voy de paso, señor. ¿Puedo esperar un rato aquí, hasta que pase lo peor de la lluvia?

Josep vio que el hombre lo repasaba cuidadosamente con la mirada. Quedaba claro que no le complacía el regalo que le había traído la lluvia.

—Está bien —dijo el granjero, y se movió un poco para seguir usando su afilada horca sin dejar de vigilar al extraño.

Seguía diluviando. Al cabo de un ratito, en vez de permanecer quieto, Josep tomó una pala que estaba apoyada en la pared y se puso a ayudar a los otros dos. Poco después, lo escuchaban con interés mientras él les hablaba de los jabalíes.

El granjero asintió:

—Qué cabrones, esos cerdos malditos. Y se reproducen como las ratas. Están por todas partes.

Josep trabajó con ellos hasta que todo el establo quedó libre de estiércol. Para entonces el granjero ya se había ablandado y le dispensaba un trato amistoso y le dijo que, si quería, podía quedarse a dormir allí. Así que pasó aquella noche cómodo y sin pesadillas, con tres vacas grandes que lo abrigaban a un lado y un enorme montón de excrementos calientes al otro. Por la mañana, mientras llenaba su botella de agua en un manantial que corría detrás de la casa, el granjero le explicó que estaba justo al oeste de un paso muy usado para cruzar la frontera.

—Es la parte más estrecha de la montaña. Es un paso bajo y podrías cruzar la frontera caminando en tres días y medio. Si no, si vas hacia el oeste unas cinco leguas, llegarás a un paso más alto. Lo usa poca gente porque se tarda más que por el otro. Te llevará un par de días más y tendrás que caminar sobre nieve, aunque no muy espesa. Además, en el paso alto no hay guardias en la frontera —añadió el granjero, buen conocedor.

Josep temía a los guardias fronterizos. Cuatro años antes, con la intención de evitarlos, se había colado en Francia siguiendo senderos desdibujados por las montañas boscosas y había perdido mucho tiempo, convencido de que en cualquier momento se despeñaría por una sima, suponiendo que no le disparasen antes los guardias. Entonces había aprendido que la gente que vivía cerca de la frontera conocía los mejores caminos para el contrabando, y ahora aceptó el consejo de aquel hombre.

—Hay cuatro pueblos a lo largo del paso alto en los que podrás buscar comida y refugio —le explicó—. Deberías detenerte en cada uno de ellos a pasar una noche, incluso si te sobran horas de luz y te parece que podrías seguir caminando, pues fuera de esos pueblos no hay comida ni ningún lugar protegido donde dormir. El único segmento del paso en el que deberás apresurarte para evitar que te atrape la oscuridad es la larga caminata que lleva hasta el cuarto pueblo.

El granjero le explicó a Josep que por aquel paso alto entraría en España por el este de Aragón.

—Comprobarás que está libre de las milicias carlistas, aunque de vez en cuando los guerreros de la gorra roja se adentran en el territorio del Ejército español. El pasado mes de julio llegaron hasta Alpens y mataron a ochocientos soldados —dijo. Miró a Josep—. Por cierto, ¿tienes algo que ver con ese conflicto? —preguntó en tono cuidadoso.

Josep estuvo tentado de decirle que había estado a punto de llevar él mismo la gorra roja, pero negó con la cabeza y dijo:

—No.

—Bien hecho. Por Dios, los españoles no tenéis peor enemigo que vosotros mismos cuando os da por pelearos.

Josep estuvo a punto de tomarlo como una ofensa, pero, al fin y al cabo, ¿no era cierto? Se contentó con decir que la guerra civil era muy dura.

—¿A qué vienen todos esos muertos? —preguntó el hombre.

Josep se encontró dándole una lección de historia de España a aquel granjero. Durante mucho tiempo, sólo a los hijos primogénitos de los reyes se les había permitido heredar la corona. Antes de nacer Josep, el rey Fernando VII, tras ver cómo tres esposas se le morían sin descendencia, tuvo dos hijas seguidas de su cuarta esposa y persuadió a las cortes para que cambiaran la ley, de modo que pudiera designar como futura reina a su primera hija, Isabel. Eso había enloquecido de rabia a su hermano menor, el infante Carlos Maria Isidro, que hubiera heredado el trono en el caso de que Fernando no dejara sucesor.

Le contó que Carlos se había rebelado y había huido a Francia, mientras que en España sus fieles conservadores se habían unido para formar una milicia armada que desde entonces no había dejado de luchar.

Lo que no explicó Josep fue que él mismo había decidido huir de España por culpa de aquel conflicto y que eso le había costado los cuatro años más solitarios de su vida.

—Me trae sin cuidado de quién sea el culo real que se sienta en el trono —dijo con amargura.

—Ah, sí, ¿de qué le sirve a un hombre común y sensato preocuparse por esas cosas?

El granjero le vendió a muy buen precio un pequeño queso de bola hecho con leche de sus vacas.

Cuando echó a andar por los Pirineos, el paso alto resultó ser poco más que un sendero estrecho y retorcido que no hacía sino subir y bajar una y otra vez. Josep era una mota en la vastedad infinita. Las montañas se alargaban ante él, salvajes y reales, picos agudos y marrones cuyas cumbres blancas se fundían en el azul antes del horizonte. Había pinares poco densos, interrumpidos por riscos pelados, rocas tumbadas, tierra retorcida. A veces, en puntos de mucha altitud, se detenía a mirar, como si estuviera soñando, la increíble vista que se le revelaba. Temía a los osos y a los jabalíes, pero no se topó con ningún animal; una vez, desde lejos, vio dos grupos de ciervos.

El primer pueblo al que llegó no era más que un pequeño racimo de casas. Josep pagó una moneda por dormir en el suelo de la cabaña de un cabrero, cerca del fuego. Pasó una noche desgraciada por culpa de unos bichitos negros que se cebaron en él a placer. Al día siguiente, mientras caminaba, se iba rascando una docena de picaduras.

El segundo y el tercer pueblo eran mejores, más grandes. Durmió una noche cerca de una estufa de cocina y la siguiente en el banco de trabajo de un zapatero remendón, sin bichos y con el fuerte y recio aroma de cuero en las narices.

La cuarta mañana arrancó pronto y con energías, consciente de la advertencia que le había hecho el granjero. En algunas zonas era difícil seguir el sendero, aunque, tal como le había dicho aquel hombre, sólo un breve espacio, en la parte más alta, estaba cubierto de nieve. Josep no estaba acostumbrado a la nieve y no le gustaba. Imaginaba que se partía una pierna y moría congelado o de hambre en aquella horrible extensión blanca. De pie sobre la nieve hizo una única comida fría con su atesorado queso y se lo tragó todo como si ya muriera de hambre, permitiendo que cada valioso bocado se le deshiciera, delicioso, en la boca. Sin embargo, ni murió de hambre ni se partió una pierna; la nieve, poco profunda, frenó su marcha pero no supuso mayor apuro.

Le parecía que las montañas azules seguirían desfilando eternamente por delante de él.

No vio a sus enemigos, los carlistas con sus gorras rojas.

No vio a sus enemigos, las tropas gubernamentales.

Ni vio a ningún francés o español, y no tuvo ni idea de dónde estaba la frontera.

Seguía marchando por los Pirineos, como una hormiga sola en el mundo, cansado y ansioso, cuando la luz del día empezó a flojear. Sin embargo, antes del anochecer llegó a un pueblo en el que encontró a unos ancianos sentados en un banco frente a la posada, junto a dos jóvenes que lanzaban palos a un famélico perro amarillo que ni siquiera se movía.

—Ve a buscarlo, vago de mierda —gritó uno de ellos. Las palabras sonaron en la variedad de catalán propia de Josep, y así supo que estaba cerca de España.

2
El cartel

«Siete días después, un domingo por la mañana, Josep llegó al pueblo de Santa Eulalia, donde podía entrar al amparo de la oscuridad, pues conocía cada campo, masía o árbol. No parecía haber ningún cambio. Al cruzar el puentecillo de madera sobre el río Pedregós, se fijó en la escasez del hilillo de agua que corría por su lecho, resultado de media docena de años de sequía. Bajó por una calle estrecha y cruzó la pequeña plaza flanqueada por el pozo del pueblo, la prensa de vino comunal, la forja del herrero, la tienda de comestibles de Nivaldo, el amigo de su padre, y la iglesia, cuya santa patrona daba nombre al pueblo. No se cruzó con nadie, aunque algunos estaban ya en la iglesia de Santa Eulalia; al pasar por delante oyó el murmullo quedo de sus voces en misa. Más allá de la iglesia había unas pocas casas y la granja agrícola de la familia Casals. Luego, el viñedo de los Freixa. Tras éste, el de los Roca. Y al fin Josep alcanzó la viña de su padre, encajada entre el viñedo de uvas blancas de la familia Fortuny y la plantación de uvas negras de Quim Torras.

Había un pequeño cartel de madera en una estaca corta clavada en la tierra.

EN VENTA

—Ah, Donat —dijo con amargura.

Hubiera podido adivinar que su hermano no querría conservar la tierra. No empezó a enfadarse hasta que vio el estado del viñedo, pues las cepas estaban en una condición lamentable. Nadie las había podado y estaban demasiado crecidas, sin ningún control. En los abandonados espacios entre cada una de las parras campeaban la hierba, los cardos y las semillas.

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