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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

La biblioteca perdida (39 page)

BOOK: La biblioteca perdida
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—Sin ruido, por favor —pidió el segundo Amigo mientras encendía las luces del despacho. El cautivo sintió cómo la mordaza de metal le asfixiaba—. Le hemos estado buscando un buen rato, doctor Antoun, pero, bueno, al final le hemos encontrado y aquí estamos los tres juntos —prosiguió el Amigo, que hizo un asentimiento a su compañero. Este retiró el arma de la boca de Athanasius, aferró por el pelo al egipcio con renovada energía y luego le arrojó a un rincón de la estancia. El bibliotecario se golpeó contra un armario archivador y después, impotente, cayó al suelo. El primer Amigo tomó asiento en una silla junto a él con gesto relajado y se giró para mirar al caído.

—Necesitamos tener una… conversación franca, llamémosla así, ¿de acuerdo?, después de las charlas que ha tenido usted con esa tal Emily Wess.

Athanasius alzó la mirada, aterrorizado.

—Este entorno es muy impersonal, ¿no le parece? —prosiguió el Amigo—. Mi compañero va a escoltarle hasta su despacho y allí tendremos usted y yo una conversación… constructiva. —El bibliotecario vio una chispa sádica de placer anticipado en los ojos del hombre—. Pero antes de eso tengo la sensación de que debo dejar clara cuál es la situación en nuestra relación. Por esa razón sugiero que aclaremos unas cuantas cosas antes. —Alargó la mano extendida para que el otro hombre depositara la pistola sobre su palma; después, con calma y sin vacilación, apuntó y disparó la Glock contra el egipcio. Athanasius se contorsionó hacia atrás y volvió a golpearse con los archivadores mientras abría los ojos aterrorizado. El Amigo devolvió el arma a su acompañante y miró al herido, que empezó a sangrar por la herida—. Estas son mis condiciones: coopere y el infierno que le espera será más llevadero.

Sábado
97

Oxford (Inglaterra), 7.45 a.m.

El vehículo del Secretario llegó al final de Broad Street y dobló a la derecha para entrar en Cattle Street, donde estaba la biblioteca Bodleiana. La enorme estructura cuadrada era también el corazón operativo de la universidad. Albergaba una serie de salas destinadas a la lectura de estudiantes de grado y posgrado así como la famosa biblioteca Duke Humphrey, donde se conservaba un tesoro inestimable de libros antiguos, manuscritos y otros cachivaches literarios. El hall de la Divinity School, arquitectónicamente inconfundible, salía desde uno de sus laterales como un apéndice gótico.

La población estudiantil seguía en la cama, fiel a la tradicional mañana de pereza de los sábados, pero los transeúntes madrugadores atestaban las calles, de modo que la pequeña ciudad era un hervidero de gente. Los establecimientos de Broad Street ofrecían sus productos a turistas venidos de todas las partes del mundo para contemplar las agujas soñadoras de uno de los lugares de enseñanza más célebres de Occidente. Los caminantes se arremolinaban en las aceras y las furgonetas de reparto pasaban sobre las losas del pavimento y el asfalto rojizo para aprovisionar a las tiendas, que el fin de semana presumiblemente aumentarían sus ventas.

Los hombres de Ewan lo habían dispuesto todo para tener el complejo de la biblioteca Bodleiana separado y preparado para su llegada, así que el Secretario pudo darse el lujo de ver por la ventana las barreras rojas y blancas colocadas en las puertas de la entrada a fin de tener controlado el acceso al patio. Unos carteles fijados en las barreras tenían la audacia de anunciar que aquellos antiguos edificios estaban «cerrados por trabajos de emergencia». A los hombres de Ewan les había bastado una elaborada historia sobre una fuga de gas en un edificio y un problema eléctrico en otro para cerrar el complejo durante el día sin tener el menor problema.

Se deleitó con su poder. «Un poder que pronto va a crecer de forma exponencial».

Rememoró durante unos instantes los días de su infancia, cuando su padre era un agresivo Secretario que enseguida había empezado a adoctrinarle acerca del poder de la posición que iba a ostentar algún día. William Westerberg III, a quien él siempre había llamado «señor», le había sentado en una silla de madera colocada en un rincón de su oficina con órdenes estrictas de ver y oír sin decir ni una sola palabra. Y él había observado con avidez, extasiado por el poder paterno y de toda su familia, una serie de llamadas telefónicas hechas con el fin de que un grupo de agentes del FBI liberasen a un hombre que él no deseaba que permaneciera retenido. Uno de los Amigos había sido arrestado en medio de una operación y esa situación disgustaba a su progenitor. El FBI se plegó a sus deseos muy poco después de que su padre farfullase un puñado de palabras mientras apuraba un vaso de whisky carísimo. Ewan había permanecido en la habitación con su padre hasta que el Amigo fue liberado y se personó para presentar su informe. El hombre recibió una buena reprimenda y después le envió a eliminar a todos y cada uno de los agentes que le habían detenido a fin de que no pudiera haber fugas y ninguno pudiera informar de su participación en aquel caso.

Ewan había aprendido la naturaleza del poder en aquel encuentro, y no lo había olvidado jamás. Era su derecho de nacimiento y también su proyecto de vida: conseguir más poder con cada acción emprendida. Y recordaba aquella experiencia de la infancia cada vez que lo lograba. Su padre se enorgullecería de él, lo sabía.

Salió en cuanto se detuvo el coche y se dirigió hacia la entrada expedita del complejo de la antigua biblioteca, una gran puerta con los escudos de armas de los
colleges
oxonienses más antiguos grabados en la madera que rompía la monotonía de la fachada, toda de lisa piedra gris, de la pared este. Era una de las partes más fotografiadas del edificio, pero aquel día no le interesaba nada al Secretario. Traspasó el umbral sin mirar siquiera de refilón.

Al otro lado, él y sus hombres entraron en el patio central de la Bodleiana, un espacio adoquinado a cielo abierto, rodeado por las paredes de la propia biblioteca. Delante de ellos estaba la entrada al edificio, una puerta de cristal que daba acceso a la sabiduría de la universidad.

Ewan avanzó flanqueado por sus hombres y pasó junto a la estatua de Thomas Bodley, el fundador de la biblioteca, al cruzar el pequeño espacio del patio. Una vez en el interior, se detuvo y miró enfrente: al otro lado del pequeño vestíbulo había unas enormes puertas de madera. A la izquierda se hallaba la entrada para que los usuarios tuvieran acceso a los salones de lectura de las alas y a la derecha, una tienda de regalos donde vendían a precios astronómicos objetos con el marchamo de la biblioteca.

Enfrente se alzaban dos colosales puertas de madera. Eran la entrada a la Divinity School.

—Abridlas —ordenó a sus hombres.

Un hombre de traje gris movió con esfuerzo las pesadas hojas. Ewan y su equipo las habían cruzado antes incluso de que se hubieran abierto del todo.

98

Simultáneamente, en Alejandría (Egipto), 9.45 a.m.

(7.45 a.m. GMT).

Emily llegó a la ciudad de madrugada y se vio obligada a dormir unas horas en el vestíbulo del aeropuerto después de no haber conseguido hablar telefónicamente con Athanasius. Su nombre y teléfono solo figuraban en el directorio de la biblioteca y esta no iba a abrir hasta una hora razonable. «Siempre y cuando él trabaje los sábados», pensó Emily, aunque le había dado la impresión de que Athanasius Antoun era la clase de persona que trabajaba todos los días, sin que los fines de semana cambiaran mucho esa rutina.

Se adecentó todo lo que permitían los servicios del aeropuerto y regresó a las inmediaciones de la Bibliotheca Alexandrina antes incluso de que abriera las puertas. Presenció cómo un empleado tras otro entraban en el edificio con la esperanza de distinguir los rasgos inconfundibles de Antoun, pero tras una serie de identificaciones fallidas empezó a darse cuenta de que una barba negra y un traje difícilmente podían ser rasgos distintivos de un hombre en el norte de Egipto. Athanasius seguía sin llegar cuando los ujieres salieron para abrir las puertas de acceso al gran público.

«Esto no pinta nada bien», pensó Emily, que empezó otra vez a acelerar el paso. Tal vez había llegado demasiado tarde y la amenaza de su asaltante en Estambul había sido llevada a cabo. «¿Y si otro Ayudante del Custodio ha sido asesinado en el último acto de este largo juego?».

Aun así, no podía marcharse sin estar segura y la oficina subterránea del bibliotecario era la única dirección que tenía de él. Le debía mucho y le necesitaba lo bastante como para bajar al hueco oscuro de la biblioteca en su busca. Tal vez no había muerto. A lo mejor se había pasado trabajando toda la noche y ya estaba dentro.

Entró de nuevo en el edificio y se dirigió a la sala de lectura principal para repetir los pasos que había dado dos días antes, cuando había descendido a los niveles inferiores. En el piso más bajo encontró la tercera puerta y alcanzó los pasillos de acceso a los sótanos del complejo. Se sentía mucho más segura de lo que lo había estado al emprender ese viaje. Recordó la palabra grabada por Arno en la madera, «luz», la palabra que la había conducido a su primer encuentro con el egipcio.

En esta ocasión golpeó en la puerta con los nudillos sin vacilar ni un momento.

—¿Doctor Antoun? Soy la doctora Emily Wess.

Aguardó con ansiedad a que abriera la puerta. Apenas era capaz de contener la impaciencia por las ganas que tenía de averiguar la última información que el bibliotecario tenía para ella.

No hubo respuesta alguna del interior del despacho, así que volvió a llamar con más fuerza que la primera vez.

—Athanasius, por favor, abra la puerta. Es importante.

Cuando el silencio se prolongó, Emily se puso a recordar los detalles del primer encuentro, entre ellos la frase de acceso.

«¿De verdad he de pasar por esa rutina otra vez?». La idea le resultaba exasperante, pero no tenía tiempo para darle muchas vueltas.

—¡Quince, si es por la mañana! —exclamó.

Dejó de llamar a la puerta y se mantuvo a la espera, pero no hubo respuesta alguna y la puerta permaneció cerrada.

Lo que había empezado como un pensamiento salió como un grito de rabia:

—¡Ya está bien!

Se arrodilló delante de la puerta y empezó a estudiar la cerradura de la misma, preguntándose si sus antiguas habilidades cerrajeras iban a ser suficientes para abrirla. «Esto no es tan fácil como un par de esposas baratas», pensó, pero cuando alargó la mano hacia el pomo…, este giró.

«Ha dejado abierto el despacho». Eso era una buena señal. Antoun debía de estar dentro casi con toda seguridad. Pero, en tal caso, ¿por qué no respondía? Emily tuvo el presentimiento de que algo iba mal y se incorporó, giró el pomo del todo, abrió la puerta y entró en una habitación iluminada solamente por una lamparita situada en una mesa abarrotada.

Athanasius yacía tirado en el suelo. En un primer momento pensó que simplemente estaba dormido en una posición forzada, con la espalda apoyada sobre un lateral del abarrotado escritorio. Después vio el charco de sangre formado alrededor del cuerpo y las ropas enrojecidas allí por donde se desangraba. Acto seguido, se percató de las heridas de la cara y del ángulo extraño y antinatural que tenían los dedos de sus manos. Fue descubriendo los signos de la tortura uno tras otro.

Emily sintió horror e ira al mismo tiempo. Más sangre, más muerte. La gente estaba siendo asesinada a su alrededor y ella misma había sido atacada. Ella no había buscado nada de eso. Aun así, todo aquello era obra de unos hombres que iban detrás de algo que no debían tener y perseguían unos objetivos que nunca debían lograr.

La joven contuvo el impulso de acercarse a Athanasius para verificar su estado al comprender que era una intrusa y estaba en el escenario de un asalto violento, donde, al parecer, se había cometido un crimen. Examinó el despacho, pero evitó pisar el charco de sangre. Luego, le agarró por los hombros con mucha precaución para no mancharse las mangas. El egipcio tenía la cabeza vencida hacia delante, sobre el pecho; ella la echó hacia atrás y pudo ver la camisa blanca ensangrentada, así como el orificio de entrada de una bala en el lado derecho del pecho. Había sangrado de forma copiosa por aquella herida, a juzgar por cómo estaban de empapadas las ropas y el estado del suelo. Era difícil imaginar que aquel hombrecito pudiera tener tanta sangre.

En ese instante, la doctora empezó a tomar conciencia de algo completamente inesperado. El cuerpo del bibliotecario seguía caliente al tacto. Retiró la mano del hombro del egipcio y puso un dedo sobre la arteria carótida del cuello de Antoun. Aún tenía pulso. Era débil, pero constante.

Athanasius seguía con vida.

99

Oxford, 8 a.m.

El arquitecto había diseñado el ornamentado techo de la Divinity School para impresionar y cumplía holgadamente con ese propósito. Arcos y relieves salpicaban aquella insólita creación. Era como si la techumbre tuviera largos dedos de piedra y los alargara hacia abajo para reírse y burlarse de los visitantes y turistas que habían pasado por allí desde hacía siglos. Los rayos anaranjados de la alborada entraban por los altos ventanales de la estancia y llenaban de sombras grises la extraña textura de la techumbre, confiriéndole una profundidad especial a aquel diseño en tres dimensiones.

Ewan Westerberg y sus hombres clavaron los ojos en los símbolos grabados en el techo, sobre cuya superficie se diseminaban a intervalos regulares. Eran cuatrocientos cincuenta y cinco. Los había en todos los ángulos y todas las inclinaciones. Eso confería a toda la estancia un aire desconcertante, críptico y confuso.

—Encontradlo —ordenó a grito pelado.

Los hombres del Secretario habían aprovechado las horas de vuelo para examinar las fotografías en alta resolución del techo de la Divinity School. Las habían conseguido en Internet. En ellas habían buscado un símbolo como el de la imagen encriptada que habían encontrado en el correo electrónico de Athanasius Antoun. La localizaron en una nervadura central del arco principal, cerca de la segunda entrada, la del lado oeste. No habían sido capaces de encontrar un significado para ese símbolo, pero eso le importaba muy poco al Secretario. La importancia del mismo residía en que el Custodio había conducido hacia él a Emily Wess, por lo que ese era el único símbolo de la habitación que realmente importaba.

Los Amigos localizaron el glifo de inmediato y Jason ordenó que trajeran de la furgoneta aparcada fuera del complejo una escalera y todas las herramientas e instrumental para las tareas que pudieran aguardarle. La montaron en un abrir y cerrar de ojos. En cuanto estuvo colocada en su sitio, Jason no perdió el tiempo y subió hasta encontrarse cara a cara con el techo y sus extrañas tallas.

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