Principios de septiembre de 1873. La Primera República, con apenas nueve meses de vida, agoniza. El periodista Patrick Boyd llega a España con una misión: aclarar el asesinato, tres años antes, de su amigo el general Prim, presidente del Gobierno y el hombre más poderoso del país. Patrick, hijo ilegítimo de una joven andaluza y del irlandés Robert Boyd, fusilado en Málaga al lado de Torrijos y cincuenta compañeros, está decidido a descubrir quién o quiénes maquinaron el magnicidio que cambió el destino de España. Su trepidante búsqueda detectivesca, con epicentro en Madrid, le lleva desde Sevilla a Francia, y termina otra vez por tierras andaluzas, en vísperas del golpe militar que acabará durante más de medio siglo con el sueño republicano.
Ian Gibson
La berlina de Prim
Premio de Novela Fernando Lara 2012
ePUB v1.0
Dirdam08.06.12
La berlina de Prim
Ian Gibson, 2012
Premio de Novela Fernando Lara 2012
Foto de cubierta: Giuseppe Borra. Carruajes delante de la catedral de Livorno (1950)
Editorial: Planeta
ISBN: 978-84-08-01328-0
Editor original: Dirdam (v1.0
)
ePub base v2.0
A Ute, en su cielo
El triunfar no alcanza el perdón muchas veces; sobre todo en España, donde todo hombre que sube, parece que sube, antes que para cualquier cosa, para servir de blanco al rencor de los que están abajo.
GREGORIO MARAÑÓN
,
Antonio Pérez
(1947)
—Creo que debes ir ya. ¡La situación es gravísima!
Edward McKinley se levantó bruscamente de su raída butaca de cuero, contrariado de repente, y miró por la ventana de cristales teñidos por la mugre industrial de la metrópoli. Llevaba dos días lloviendo sin parar. Allí abajo, Fleet Street era un río de barro por el cual transitaban con dificultad multitud de coches, tranvías y peatones provistos de paraguas.
—¡Qué mierda de clima tenemos en este país! —refunfuñó—. ¡Y estamos en agosto! —Volvió a su butaca y encendió la pipa que acababa de llenar pausadamente. Luego continuó—: La República se desmorona día a día, Pat, es evidente. En cualquier momento va a haber un golpe de Estado, volverán los jodidos Borbones, los españoles perderán otra vez sus libertades y se archivará el sumario. A mi juicio es ahora o nunca. Quizás me equivoque, pero no lo creo. Me lo dice mi instinto de periodista de toda la vida.
El instinto periodístico de Edward McKinley, como el personaje mismo, tenía peso. El fornido escocés, antiguo delantero de rugby, llevaba ocho años dirigiendo
The People’s Word
. Le respetaban casi todos los profesionales del gremio, incluso sus adversarios, los cuales, si bien abominaban de la línea izquierdista del diario, no podían negar ni la calidad de sus reportajes ni el denuedo con el que afrontaba las cuestiones sociales más candentes.
The People’s Word
había ganado a pulso, entre los principales periódicos de Londres, un puesto envidiable. Ahora, en el húmedo verano de 1873, acababan de suscitar un escándalo nacional sus revelaciones acerca de la prostitución infantil que proliferaba, sin que los buenos puritanos victorianos hubiesen querido darse por enterados, en el miserable barrio del East End. Y el Parlamento no había tenido más remedio que actuar en consecuencia.
McKinley —Mac para sus amigos— se quitó la pipa de la boca e insistió:
—Llevamos meses hablando de tu obsesión con el asesinato de Prim. Has hecho el trabajo preparatorio. Ahora se impone la investigación sobre el terreno. Si aplazas más el viaje, te lo repito, puede ser demasiado tarde.
Era verdad, llevaban meses hablando del asunto.
Patrick Boyd había sido presentado a Juan Prim y Prats en 1866 cuando el general, exiliado por Isabel II, pasó una temporada en Londres. El encuentro ocurrió en una fiesta organizada por los simpatizantes españoles e ingleses que tenía en la capital británica el eterno conspirador. Prim se había quedado impresionado al conocer al hijo periodista de Robert Boyd, el magnánimo irlandés fusilado en Málaga en 1831 por Fernando VII, al lado de Torrijos y sus cincuenta valientes. En cuanto a Patrick, intuyó aquella tarde que Prim era el gran liberador que necesitaba España después de tanto déspota. Y nació la amistad.
El segundo encuentro tuvo lugar dos años después, también en Londres, mientras se ultimaban los preparativos de la Revolución de 1868, «La Gloriosa», que daría al traste con el régimen de la reina Isabel. Al poco tiempo, el general se fue a Cádiz. Estaba radiante y absolutamente confiado en el éxito de la misión, tras tantos intentos fracasados. Y esta vez se salió con la suya.
En marzo de 1870, invitado a Madrid por Prim, ya presidente del Consejo de Ministros y el hombre más poderoso de España, Patrick asistió a varios debates parlamentarios, entre ellos uno especialmente enconado en que el general fue hostigado, con saña, tanto por los elementos reaccionarios de la Cámara como por los republicanos.
Nueve meses más tarde lo asesinaron. Pero ¿quiénes?
—Era un líder nato, Mac —dijo Boyd—. Generoso, valiente, sincero e intrépido. Lo que hicieron con él no tiene nombre. —Después de una pausa añadió, resuelto—: Tienes toda la razón, es ahora o nunca. Iré enseguida.
—¡Estupendo! —reaccionó el escocés frotando sus gruesas manos—. Así me gusta. Tú, oficialmente, vas a hacer unos reportajes para el periódico sobre la crítica situación política del país en estos momentos. Pero entre bambalinas estarás con el asesinato de tu amigo Prim. Perfecto. Además, por tu condición bilingüe, te moverás allí como pez en el agua.
Desde las entrañas del edificio llegaba amortiguado el rumor de las máquinas. Ya se imprimía la edición de la tarde.
—Y hay otra cosa, Pat —siguió McKinley—. El asesinato del general te quitó las ganas de volver a España; yo lo entendía entonces, claro, pero ahora no. Era como si se hubiera repetido en su persona, de alguna manera, lo ocurrido con tu padre, ¿no? Pero han pasado más de dos años desde entonces. Perdóname si te lo digo, pero creo también que una temporada fuera te ayudará a sobrellevar un poco mejor la muerte de Mary.
Viendo cómo a Patrick se le nublaban súbitamente los ojos, el escocés se levantó y le dio unos golpes afectuosos en la espalda.
—Necesitas un proyecto nuevo que te ocupe totalmente, en el que te pierdas —le dijo con cariño—, y ya lo tienes: «Cómo mataron al general Prim».
Patrick asintió. Habían pasado catorce meses desde que la tisis acabara con su mujer. Y era cierto que su recuerdo no le abandonaba nunca. McKinley tenía razón, una estancia en España quizás le ayudaría a salir de la cueva. Además le permitiría visitar la tumba de su padre en Málaga, asignatura largamente pendiente.
—Estamos hablando de un magnicidio en toda regla —continuó el célebre publicista— de un magnicidio todavía no aclarado. Si logras dar con la clave será una primicia internacional. Confío en ti, creo que lo harás. Desde aquí pondremos en marcha todos los resortes. Si es verdad que algunos de los que participaron en el atentado están en París o América del Sur, como me has dicho, los encontraremos. ¿Cómo se llama el diputado republicano a quien muchos acusan del asesinato, y que huyó…?
—José Paul Angulo.
—Ah, sí, Paul Angulo. No creo que sea imposible dar con él. ¡No olvides que los de
The People’s Word
somos los mejores! Más difícil va a ser hablar con el duque de Montpensier —añadió—. Tú crees que estaba detrás, ¿no?
—Es lo que se rumorea, pero no lo sé. Machado me dijo en su última carta que tiene más información sobre los tejemanejes al respecto del personaje. No me la quiere pasar por escrito, me pondrá al tanto cuando nos veamos.
Boyd pensaba en su itinerario desde hacía semanas.
—Iré desde Southampton a Gibraltar, como hicieron Torrijos y mi padre: el mismo trayecto. Como sabes, no he regresado al Peñón desde que me sacaron de allí con diez años. Me hace mucha ilusión volver a verlo. Luego seguiré por mar, también como ellos, a Málaga. Necesito ver la tumba de mi padre antes de empezar el trabajo. Después iré corriendo a Sevilla a ver a Machado, que, como sabes también, lleva tiempo prometiendo llevarme al Coto de Doñana.
—A ver tus jodidos patos —dijo McKinley, levantando los ojos al techo.
—Ánsares, Mac; ánsares, no patos. O gansos, si prefieres. ¡Gansos, como tú!
—Vale. Gansos. Que «cada otoño regresan desde Escandinavia». ¡Ya me lo has dicho mil veces!
—Déjame en paz, Mac —dijo Boyd, acostumbrado a sus tomaduras de pelo—. ¡No puedo evitar que sean otra de mis obsesiones!
Se levantó para contemplar a su vez la lluvia a través de los sucios cristales. Al final de la calle una neblina envolvía como un sudario la glorieta de Ludgate. Recordó por asociación las brumas atlánticas de las marismas de Galway, las excursiones hasta allí con quien todavía creía que era su padre y, después, cogidos de la mano, con Mary.
—Llegaban cada octubre y cada primavera desaparecían —musitó como ausente—. Me parecían expresar el misterio de la vida, era como si con sus graznidos me estuviesen diciendo: «Ven con nosotros, ven con nosotros», sobre todo cuando los oía desde la cama por la noche.
McKinley no estaba dispuesto a abandonar sus ironías.
—Y luego te enteraste con los jesuitas, ¿no fue así?, de que llamaban «ánsares silvestres» a los irlandeses forzados al exilio por los ingleses en el siglo XVII. Y que siempre añoraban, por esos mundos de Dios, sus lares nativos. Y te identificaste aún más con tus pajaritos.
—Sí, así fue —contestó Boyd—. Y cuando me enteré por Peter Falkland de que enormes bandadas de ellos también invernaban cerca de la desembocadura del Guadalquivir, pues no lo podía creer. ¡Casi en África, tan lejos de la tundra! ¡A miles de kilómetros! Me parecía imposible. Pero era cierto. De modo que vete al diablo, Mac, malvado y cínico escocés que eres. Aunque te agradezco muchísimo este apoyo que me prometes.
Peter Falkland era catedrático de ciencias naturales en el University College de Londres. Boyd le había conocido en Cambridge, donde, unidos por su apego a las largas caminatas por el campo, así como por un compartido fervor darwiniano, los dos habían ido forjando una estrecha relación amistosa.