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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor - Intriga - Policiaco

La aventura del tocador de señoras (25 page)

BOOK: La aventura del tocador de señoras
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—Tal vez de resultas de sus desacertadas pesquisas —apunté.

—No, imbécil —replicó el comisario Flores—. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Al cabo de un minuto esos vejetes ni siquiera recordaban haber hablado conmigo. Además, un secuestro como éste no se monta en unas horas.

—Pues ¿cómo ha sido? —quise saber.

—De primera —respondió el comisario Flores—. Yo no lo he visto, porque estaba aquí, en la enfermería, en observación, pero un enfermo que ha ingresado a media mañana con un cólico me lo ha contado todo. Luego, en ausencia de la enfermera, he registrado el fichero de la enfermería. No hay ninguna ficha a nombre de Biosca ni de nadie cuyas iniciales sean A. T. Ahora bien, es imposible que en todos estos años Biosca no haya pasado ni una sola vez por la enfermería. Sin duda la ficha ha sido eliminada, y seguramente también habrá desaparecido la del archivo central. Ah, y según me han dicho, su habitación la ocupa desde hace unas horas un demente que jura y perjura llevar allí desde octubre del año pasado. Alguien está decidido a borrar toda traza de tu inválido, muchacho, y lo está haciendo bastante bien.

—¿Para qué? —pregunté—. ¿Para qué tanto interés por borrar las huellas de ese tal Biosca?

—Para que ningún pardillo como tú pueda seguirlas con intención de rescatarlo. No se trata de un secuestro hecho al buen tuntún, ni por aficionados. Claro que no contaban con mi presencia aquí.

—¿Qué quiere decir? —pregunté intuyendo en su tono la añagaza.

—Quiero decir que a tu viejo amigo el comisario Flores no se le escapa nada.

—Comisario, ¿hay algo más que no me ha dicho?

El comisario Flores emitió una tos maquiavélica y bronquítica.

—Quizá —dijo—. Quizá sé algo que te podría ayudar a encontrar a tu inválido. Por cierto, ¿cómo está mi asunto?

—Bien, comisario. Sobre ruedas.

—No es suficiente, muchacho. ¿Has hablado ya con el señor alcalde?

—Sí, claro. Y me lo ha dado por hecho. Con estas mismas palabras: dalo por hecho, muchacho, me ha dicho. Pero para después de las elecciones, no vaya a haber malentendidos.

—¿Y si las pierde?

—No las perderá, comisario. El recuento está amañado.

—Esto me tranquiliza —suspiró el comisario Flores—. La falta de libertad hay que conquistarla cada día, muchacho.

—Tomo nota, comisario, pero dígame eso que me ha de decir.

—Ah, no. Sin garantías yo no doy nada.

—Comisario —respondí—, hace tiempo que nos conocemos. Usted sabe que puede fiarse de mí tanto como yo de usted. La promesa sigue en pie: si usted me ayuda a resolver el caso, yo le ayudo a salir del asilo. Pero garantías, no puedo darle ninguna. Así que lo mejor será que se guarde su secreto, si es que de verdad hay tal secreto, y se pudra donde está. Al fin y al cabo, ¿por qué habría de mover yo un dedo por usted? Usted ya no vale un pimiento, comisario. Ni siquiera es comisario. Usted sólo es un viejo pestífero que no sabe nada de nada. Y yo voy a colgar.

—¡Espera!

—Se me acaban las monedas, comisario.

—Uno de los secuestradores era negro. ¿Te sirve eso de algo?

—¿Cómo ha dicho?

—Un tipo muy grande, negro, vestido de chófer. Había otros dos hombres, uno de ellos iba encapuchado. Yo no los vi, pero me lo han contado. Habían encerrado a todos los enfermos en sus habitaciones por orden de la enfermera jefa, pero uno consiguió guipar la escena a través de las persianas. ¿Qué te parece la información? En mis tiempos me habría valido un ascenso.

—Y ahora también, pero sólo en mi estima. El bastonazo que le han dado, ¿ha sido por este asunto?

—No. Me pillaron haciendo trampas al mus y uno de los vejetes me arreó con la cachava. Nueve puntos de sutura y la inyección del tétanos. Figúrate tú, pegarme a mí con toda impunidad. ¡Y pensar que llegué a presidir novilladas en las Arenas! No somos nada, muchacho.

—Usted no es nada —respondí mientras depositaba el auricular del teléfono en su horquilla.

*

Volví junto a Ivet, que esperaba entre ávida y aburrida el resultado de mis indagaciones, y le dije:

—Ya está. Yo no tengo la culpa de nada. El secuestro fue planeado con minuciosidad y ejecutado con exactitud, al margen de mi cautelosa incursión. Pero no se trata ahora de deslindar responsabilidades, sino de resolver el embrollo, y para eso es preciso que me aclares alguno extremos. Por ejemplo, ¿cómo se llama tu padre?

—Luis o Lluís Biosca —respondió Ivet.

—Nada de eso —dije yo—. Biosca es el seudónimo bajo el cual lo inscribiste en la residencia de Vilassar. Pero su verdadero nombre responde a las iniciales A. T., bordadas en sus pañuelos, camisas y calzoncillos.

—Es verdad —admitió Ivet con un suspiro—. Mi padre tenía la costumbre, por demás hortera, de hacerse bordar las iniciales en las prendas íntimas. Habría sido más prudente deshacerse de ellas cuando ingresó en la residencia de Vilassar, pero no teníamos dinero para reponer todo el vestuario, de modo que le permití seguir usando el antiguo, convencida de que nadie se daría cuenta de un detalle tan nimio. Ahora comprendo mi error, porque son los detalles nimios los que más llaman la atención de la gente estúpida.

—Una residencia alejada de la ciudad, un nombre falso —dije yo—. ¿A santo de qué? ¿Quién es, en definitiva, A. T.?

—Agustín Taberner —respondió Ivet.

Aquel nombre me sonaba. Hice un gigantesco esfuerzo de memoria, al término del cual me golpeé la frente con la palma de la mano. Al oír la palmada acudió el camarero a preguntar qué se me ofrecía. Le expliqué que había hecho el gesto convencional (y pasado de moda) de quien, tras mucho cavilar, recuerda de repente un dato olvidado, y aproveché la ocasión para interesarme por los bocadillos de calamares encebollados que había pedido hacía más de media hora. Se fue refunfuñando y aventando hacia mí las moscas con su servilleta y yo, reanudando el diálogo interrumpido, exclamé:

—¡Ahora caigo! Agustín Taberner, alias «el Gaucho», era el tercer socio de Pardalot y Miscosillas, según los datos recogidos por mi cuñado Viriato en el Registro Mercantil de Barcelona hace unos días.

—Ajá —corroboró Ivet.

—¿Pues qué pasa con él? —insistí—. ¿Qué hace, inválido y encerrado en una residencia para inválidos sin más contacto con el mundo exterior que las visitas esporádicas de su hija? ¿Por qué en la última empresa, denominada El Caco Español, precisamente aquella cuyas oficinas visité en forma de robo, tu padre, esto es, Agustín Taberner, alias «el Gaucho», ya no figuraba entre los accionistas?

—Mi pobre padre —dijo Ivet— cayó enfermo poco antes de constituirse El Caco Español.

—Esta circunstancia no debería haberle impedido seguir participando en las labores de la empresa —objeté—. En nuestra economía de libre mercado muchos socios capitalistas son tullidos. En la economía de planificación centralizada no lo sé.

Ivet me miró con ojos vidriosos, como si su pensamiento se hubiera extraviado en el laberinto de mis preguntas o en el de sus angustias. Era evidente que le resultaba doloroso hablar de su padre, como a casi todas las personas que han conocido al suyo (no es mi caso), por lo que guardé un respetuoso silencio.

—Perdona —dijo tras una larga pausa—, de tanto llorar se me ha secado la boca, el cerebro y el maquillaje. Voy un minuto al cuarto de baño.

Llamar cuarto de baño al cenagoso y miasmático mingitorio de aquel bar me indicó hasta qué punto los sucesos recientes la habían afectado y me invadió una oleada de compasión. Me enjugué la lagrimita con el dorso de la mano, me soné con el mantel para disimular el síntoma de debilidad y los desagradables humores que lo acompañaban y recobré la hierática posición inicial. En ella me encontró Ivet a su regreso y dijo:

—Ya estoy más tranquila. Y mientras me tranquilizaba he reflexionado y decidido contarte la verdad, aunque me duela. Mi padre era un niño bien de Barcelona. Estudió la carrera de Derecho y cuando la acabó, sin haber aprobado una sola asignatura, se dedicó a los negocios. Con dos amigotes de su misma condición social y moral y el dinero de sus respectivas familias formaron una sociedad. España atravesaba a la sazón el período que luego fue conocido como «la transición», por suponer el tránsito de un régimen político a otro más presentable, pero de más difícil acomodo. El pasado era oneroso, el presente agitado, el futuro incierto. Al amparo de la confusión, en la que más de un infeliz recibió un mamporro, los audaces hicieron fortuna. Éste fue el caso de mi padre y sus socios. Luego vinieron las cíclicas crisis y el negocio sufrió avatares. Para evitar problemas hubo que disolver la sociedad y crear otra y luego una tercera. Como suele suceder en momentos de zozobra, hubo enfrentamientos entre los socios. Alguien acusó a mi padre de deslealtad, o de desfalco. Ambas cosas eran ciertas. Mi padre se vio obligado a ceder a la empresa sus acciones al valor nominal y retirarse. El disgusto, unido a la merma patrimonial, fue posiblemente la causa de su enfermedad.

—¿Y luego?

—Los socios restantes crearon una nueva empresa, llamada El Caco Español, y volvieron a medrar con el repunte de la economía —prosiguió Ivet—, pero de esto mi padre quedó al margen. Arruinado, enfermo y a merced de sus antiguos socios, que conservaban documentos comprometedores, sólo le quedaba desaparecer definitivamente de la escena. De ahí el cambio de nombre y la residencia de Vilassar. Durante un tiempo el sistema funcionó bien. Mi padre estaba tranquilo y a salvo. Ahora, sin embargo, todo se ha ido al garete.

—Pero no por mi culpa, sino por la tuya. Un inválido es un trasto. Nadie secuestraría a un inválido para canjearlo por dinero pudiendo secuestrar a una persona sin taras. Y tú eres pobre de solemnidad. Si se han llevado a tu padre precisamente ahora es porque quieren canjearlo por algo, y eso sólo puede ser la carpeta azul que tú robaste. Sólo tienes que esperar a que se pongan en contacto contigo. Entonces les entregas la carpeta azul y verás como ellos te devuelven a tu padre con sillita y todo.

—No seas ingenuo —replicó Ivet—. Si les entrego la carpeta azul, nunca volveré a ver a mi padre con vida. Los que lo tienen en su poder son los mismos que mataron a Pardalot y en varias ocasiones han atentado contra tu vida y tu peluquería. No, no. La única solución es encontrar a mi padre y rescatarlo antes de devolver la carpeta azul. Y para eso te necesito. Sólo tú puedes ayudarme. Sólo te tengo a ti.

—Está bien —la interrumpí—, no me sigas dando coba. Intentaré ayudarte. Al fin y al cabo, yo también estoy implicado en el asunto.

—Oh, gracias, mi amor —exclamó Ivet dando palmadas de alegría—, sabía que no me defraudarías. Si todo acaba bien, te prometo que esta vez…

—No te esfuerces, Ivet —dije—. A lo largo de mi vida me han prometido muchas cosas, o una sola cosa muchas veces, pero luego, a la hora de la verdad, o la promesa resulta haber sido un engaño o los hados me hacen butifarra. Lo mismo me da. He perdido la fe, la esperanza y el entusiasmo. Te ayudaré, pero no por el motivo que tú piensas. Y ahora presta atención: Cuando los secuestradores se pongan en contacto contigo, finge aceptar todas sus condiciones y concierta una cita en un local público, pero no acudas. Llama por teléfono al local, discúlpate por no haber podido acudir y cítalos más tarde en otro sitio. Haz lo que se te ocurra con tal de ganar tiempo, pero siempre a la vista de testigos. Evita los lugares oscuros y solitarios. Si al amanecer no sabes nada de mí ni de tu padre, llama a la policía y cuéntaselo todo. Y dime dónde puedo localizar ahora mismo a Magnolio.

Respondió que no lo sabía a ciencia cierta, pero que tenía un número de teléfono al que le llamaba cuando necesitaba sus servicios. Anotó dicho número en una servilleta y luego se fue a toda prisa por si llamaban los secuestradores. Sólo entonces vino el camarero a traer los dos bocadillos de calamares encebollados.

—A buenas horas mangas verdes —exclamé refiriéndome a la ausencia de quien, debiendo haberse comido su parte correspondiente, no lo hizo por haber llegado la comida demasiado tarde.

—Lo bueno se hace esperar —respondió el camarero señalando a un tiempo la puerta por donde acababa de salir Ivet y los suculentos bocatas que en sendos platos se mecían en un mar de aceite rancio.

—Pues si he de pagar los dos bocatas, como me temo, envuélveme uno mientras liquido el otro y hago una llamada.

Arreando furiosas dentelladas a mi bocadillo, marqué el teléfono de Magnolio que me acababa de dar Ivet y una voz profunda y con fuerte acento extranjero dijo:

—Diga.

—Buenas tardes —dije—. Soy un amigo y en ocasiones empleador de un chófer de alquiler llamado Magnolio y quisiera dejarle un recado. ¿Lo verá hoy?

—Seguro —respondió la voz—. Magnolio se deja caer por aquí todas las tardes a eso de las siete y media por si ha habido llamadas o correspondencia.

—En tal caso prefiero darle el recado personalmente, si es usted tan amable de indicarme su dirección.

Sujetando entre las mandíbulas el resto del bocadillo apunté en la servilleta los datos que me proporcionó mi interlocutor. Luego colgué, me acabé el bocadillo, me eché el otro al bolsillo y pagué. A continuación le pedí una docena de servilletas de papel y el bolígrafo al camarero, porque tenía que tomar unas notas.

—El bolígrafo te lo devolveré. Las servilletas, no.

—Bueno —dijo—, te las doy porque eres un tío majo: primero acogotas al señor alcalde y al cabo de un rato haces llorar a esa chavala de anuncio, ¡y yo que te tenía por un subnormal!

Aproveché las horas inactivas de la tarde (todas) para ir escribiendo en cada servilleta los datos concernientes al caso Pardalot por mí conocidos, agrupándolos por temas y subtemas: el robo de los documentos, el asesinato, el anillo de Reinona, las malandanzas de Santi, las cuitas de Ivet, las cuitas de Ivet (mismo título, distinta Ivet), el secuestro del inválido, etcétera, etcétera. Habría rellenado más servilletas, pero el camarero del bar sólo me había dado siete. A eso de las seis y pico (horas) llamé a Ivet desde el bar. Los secuestradores la habían llamado y ella les había dado cita a las nueve en José Luis, un local céntrico y a la sazón concurrido por gente de orden. Le reiteré mis instrucciones y consejos, colgué y volví a la peluquería. Allí repasé lo redactado, doblé las servilletas, pegué los bordes con una gota de fijador, las numeré del uno al siete y me las metí en el bolsillo. A las ocho en punto cerré la peluquería y salí a la calle.

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