La abuela Lola (8 page)

Read La abuela Lola Online

Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

BOOK: La abuela Lola
13.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los paramédicos sacaron rodando la camilla de Lola del pequeño
bungalow
. Los demás inquilinos se encontraban fuera en sus porches o contemplando por las ventanas el siniestro desfile encabezado por la camilla de ruedas chirriantes. Charlie Jones se acercó más que el resto. Se quedó parado junto a su buzón pintado de color azul pastel, con el ceño profundamente fruncido y su desgastado bastón en silencio junto a él. Sin su sombrero y su suéter, parecía una vieja y arrugada tortuga que había perdido su caparazón.

Terrence salió detrás, con Sebastian todavía en brazos y, cuando pasaron junto a los contenedores de la basura y el repartidor estaba a punto de deshacerse de la comida de Lola, Sebastian pronunció las primeras palabras que fue capaz de proferir desde la llegada de los paramédicos:

—No, Terrence —le dijo, sorprendiéndose a sí mismo por la contundencia de su voz—. A ella le gusta el pastel de carne y puede que más tarde tenga hambre.

Terrence asintió y, en lugar de tirarla, le entregó la bolsa a Sebastian. Los paramédicos le explicaron que se lo llevarían con ellos al hospital, donde se encontrarían con su madre.

A regañadientes, Sebastian se soltó del cuello de Terrence y trepó al asiento delantero de la ambulancia junto al conductor, mientras que el repartidor contemplaba la escena desde la calle con gesto sombrío. Sebastian se sobresaltó cuando cerraron de un golpe las puertas traseras de la ambulancia y se estremeció al escuchar el lamento de la sirena. Durante un momento hubiera jurado que su marcapasos había dejado de funcionar y que aquel agudo aullido brotaba de lo más hondo de su propio pecho.

Se apretó la mano contra el corazón y comprobó que estaba latiendo frenéticamente.

—¿Se va a morir mi abuela? —preguntó en voz baja mientras recorrían zumbando las calles hacia el Hospital Comunitario Metodista, pero el paramédico no pudo oírlo a causa del ruido.

Conducía muy deprisa cruzando intersecciones, saltándose los semáforos en rojo y serpenteando con habilidad entre los coches que se habían detenido al oír el estruendo de las sirenas, y Sebastian no se atrevió a volver a preguntarle.

Capítulo 5

Sebastian se sentó en el borde de la silla en la esquina más apartada de la sala de espera. No estaba especialmente cómodo, pero, si se colocaba apoyando la espalda en el respaldo, le colgaban los pies, y no quería parecer un bebé mientras esperaba a solas. Contempló la bolsa de comida que descansaba en la silla junto a él. Dentro había varias cajas que contenían pastel de carne, puré de patatas y un popurrí de verduras nadando en mantequilla. Colocó una mano sobre la bolsa, y la calidez que desprendía le dio consuelo, como si, de algún modo, aquello confirmara que su abuela seguía con vida. No había comido nada durante varias horas y se sentía débil por el hambre, pero solo pensar en tomarse aquella comida para ancianos le revolvió el estómago. Y de ninguna manera se la iba a comer sin su abuela, pero tampoco podía tirarla. En aquel momento era lo único que le quedaba de ella.

Unos minutos más tarde se oyó por el pasillo el sonido de unas pisadas de alguien con zapatos de suela rígida, y Sebastian levantó la mirada para ver a su padre entrando a toda prisa. Podría haberle llamado, pero todavía notaba su voz constreñida por un tirante nudo de miedo alojado en la garganta. Por suerte, su padre miró hacia el interior de la sala de espera al pasar junto a la puerta y, cuando vio a su hijo aguardando solo, se apresuró a entrar, lo cogió en brazos con un movimiento rápido y se lo colocó en el regazo. Normalmente, a Sebastian no le gustaba sentarse encima de su padre en lugares públicos, pero esta vez no protestó.

—Lo siento, hombrecito —le dijo—. Siento mucho que hayas tenido que pasar por todo esto tú solo.

—¿La abuela Lola se va a poner bien? —preguntó Sebastian.

Durante los pocos segundos que su padre tardó en responder, Sebastian notó como le chisporroteaba el corazón.

—Es demasiado pronto para saberlo seguro —le contestó—. Tenemos que esperar para enterarnos de lo que tienen que decir los médicos.

Sebastian inhaló la fragancia picante de la loción de después del afeitado de su padre y levantó la vista para mirarle a sus tranquilos ojos azules. Independientemente de lo que sucediera, Dean siempre tenía una sonrisa suspendida en los labios, y los momentos más tensos siempre solían suavizarse gracias a ello. Sebastian recordaba que su madre le había contado:

—Me enamoré de los ojos de tu padre, incluso antes de saber cómo se llamaba.

Eso se lo había contado hacía tanto tiempo que a veces Sebastian se preguntaba si lo habría soñado. Mirando ahora a su padre, el niño comprendió a su madre.

Al ver a su hijo mirándole con tantísima tristeza en los ojos, Dean le propinó un apretón en la punta de la nariz, en un esfuerzo por tratar de animarle.

—¡Eh! ¿Es cierto eso de que has montado en ambulancia?

Sebastian asintió.

—¿Y han encendido las sirenas y todo?

Volvió a asentir, y fue entonces cuando su madre y su hermana entraron estrepitosamente en la sala de espera. Jennifer llevaba puesto el uniforme de animadora y se había recogido su melena negra en una coleta alta. El perfilador oscuro que se aplicaba cuidadosamente todas las mañanas se le había corrido totalmente alrededor de los ojos, dándoles el aspecto de dos arañas enormes. Iban de camino al entrenamiento de Jennifer cuando recibieron las malas noticias. Al enterarse de que se dirigían al hospital, la muchacha se enfadó porque se perdería el entrenamiento y se sintió muy preocupada por su abuela. Y al notar que estaba derramando lágrimas de frustración, aquello la irritó todavía más. Odiaba las escenas dramáticas. Resultaban turbias y desagradables, y normalmente ella solía acabar al margen, olvidada y aburrida, mientras los demás seguían con el tema sin descanso. Tenía la sensación de que eso era lo que había estado haciendo la mayor parte de su vida desde que nació su hermano.

Con las mejillas arreboladas, Gloria se dirigió a su marido.

—¿Has hablado con el médico ya?

—No, no he tenido la oportunidad, yo…

—Pensé que habíamos quedado en que quien llegara primero buscaría al médico antes de hacer ninguna otra cosa.

—Sí, sí, pero entonces vi a Sebastian aquí…

—¡Maldito seas, Dean! —le espetó Gloria, retorciéndose las manos—. ¡Ya sabes lo difícil que es conseguir información de esta gente durante los cambios de turno!

—Estoy seguro de que nos dirán todo lo que necesitemos saber dentro de poco —le respondió él—. ¿Por qué no te sientas un momento y te tranquilizas?

—¡No me quiero sentar! —le soltó Gloria.

—Pues yo creo que deberías.

—¿No me has oído? —le respondió ella, mirándole con ojos desorbitados—. ¡¡¡¡No… me… quiero… sentar!!!!

Jennifer intervino, como solía hacer cuando las cosas entre sus padres se ponían tensas. Había presenciado suficientes peleas entre ellos como para saber que lo mejor era intervenir pronto.

—Tranquilízate, mamá —dijo—. Ya sabes que no ayuda nada que te pongas de tan mala leche.

Gloria se volvió dando un respingo y, durante un momento, pareció que iba a abofetear a su hija, aunque jamás había pegado a ninguno de sus hijos. Trató de calmarse y encontrar la conexión con la fuerza interior que albergaba en lo más profundo de su ser y con la que contaba durante las emergencias. Una multitud de pensamientos y preocupaciones se le agolparon en la mente, pero si quería que todo saliera bien, tendría que concentrarse solamente en una o dos cosas al mismo tiempo. No podía contar con que su marido la ayudara en esto, ni tampoco su hermano o su hermana. Todas estas situaciones difíciles recaían sobre sus hombros. Así fue cuando nació Sebastian y cuando su padre murió, y así sería ahora también.

Dean profirió una risita nerviosa y se aclaró la garganta mientras colocaba la mano sobre la coronilla de Sebastian.

—Acabo de enterarme de que nuestro hombrecito ha venido al hospital en ambulancia con las sirenas sonando y todo. Ya sabes, una vez me dijeron que el repartidor de pizzas llega a tu casa antes que la mayoría de las ambulancias, así que quizá deberías haber pedido una pizza ya que estabas en ello, ¿eh, hijo? ¡Ahora mismo no le haría ascos a un buen pedazo de pizza!

Jennifer contempló a su padre con incredulidad mientras Gloria sacudía la cabeza. Le habría dicho algo más a su marido, pero como estaba preocupada por hablar con alguien que pudiera decirle qué estaba pasando, murmuró que ella misma iría a buscar al médico y se marchó a grandes zancadas hacia el pasillo.

Cuando su madre salió de la sala, Jennifer se dejó caer en la silla frente a su padre para poder mirarle directamente a los ojos. A veces se preguntaba si no sería un poco lento sobre ciertas cosas, porque parecía no aprender nunca.

—Papá, ¿de verdad piensas que este es el momento oportuno para andar haciendo gracias? Ya sabes lo disgustada que se pone mamá, ¿y si aparece tía Susan? Que mamá esté cabreada lo único que hace es empeorar las cosas para todo el mundo.

Aquella posibilidad no se le había pasado a Dean por la cabeza. Por muy malhumorada que Gloria estuviera, lo que definitivamente le agriaba el carácter era la mera mención del nombre de Susan. Dean no lograba recordar cuándo fue la última vez que las había visto a ambas en la misma habitación, aunque estaba casi seguro de que había sido en torno a la época en la que había fallecido su suegro. Puede que Mando estuviera demasiado ocupado como para venir al hospital, o quizá se encontrasen fuera de la ciudad, pues el trabajo de Mando le exigía viajar al este con frecuencia.

—Bueno, esperemos que todo salga bien —murmuró Dean.

Jennifer suspiró, sacó el móvil de su bolso y comenzó a enviar mensajes de texto furiosamente. Sebastian la contempló durante un instante, asombrado de lo rápido que movía los pulgares sobre el miniteclado del teléfono. Antes de tener aquel nuevo móvil, Jennifer se pasaba gran parte de su tiempo libre leyendo y, a veces, le leía cuentos a Sebastian antes de dormir. Era algo que él disfrutaba muchísimo, aunque comprendía que lo que su hermana le decía era cierto: ya era demasiado mayor para esa clase de cosas.

—Iba rápido y haciendo mucho ruido —murmuró Sebastian para que solo su padre pudiera oírlo.

—Perdona, hijo, ¿qué has dicho?

—El viaje en ambulancia y las sirenas —aclaró el niño—. Ha ido muy rápido y haciendo mucho ruido. No quiero volver a montarme en ambulancia nunca más.

—Y yo espero que no tengas que hacerlo —le contestó Dean.

Sebastian todavía estaba sentado en el regazo de su padre cuando tío Mando, el hermano mayor de su madre, apareció en el dintel de la puerta de la sala de espera. Era un hombre alto y de aspecto distinguido, de ojos oscuros y solemnes. Con aquel traje azul marino y su corbata a rayas parecía más un soldado que un abogado, pues era fácil imaginárselo con su fornido pecho condecorado con una impresionante colección de medallas y galones. Sin embargo, Mando no era militar, sino el socio de un próspero bufete de abogados y se había hecho bastante rico con el paso del tiempo. Sebastian no sabía cómo de rico era, pero estaba bastante seguro de que era la persona más rica que conocía. Su tío lo intimidaba, no se sentía cómodo en su presencia, como si la poderosa aura que desprendía lograra afectar negativamente el funcionamiento de su marcapasos.

—¡Dean! —exclamó Mando, avanzando hacia ellos.

Dean ayudó a Sebastian a bajarse de su regazo y se puso en pie, y ambos hombres se estrecharon la mano de forma más o menos amistosa. Dean también llevaba traje, pues así lo requería su empleo de contable de categoría intermedia, pero Sebastian no pudo evitar percatarse de que el de su padre era diferente al de su tío. Mientras que su tío llevaba un traje perfectamente planchado que le sentaba como un guante, la chaqueta de color tostado de su padre estaba arrugada y llena de bultos en los hombros, casi como si se hubiera dormido con ella puesta.

—¿Cómo está? —le preguntó Mando, y Dean le explicó que todavía no sabían nada, pero que Gloria estaba buscando al médico en ese preciso instante.

—Al principio no te he reconocido, Mando —le confesó Dean—. Tienes muchas más canas que la última vez que te vi.

Mando se pasó las manos por su pelo canoso justo en el momento en el que su esposa y su hija entraron en la sala. Ambas llevaban exactamente el mismo tono de cabello color miel, aunque todo el mundo sabía que a Cindy se lo teñían en la peluquería para que fuera del mismo color que el de su madre, algo que Gloria y Jennifer consideraban de muy mal gusto, o incluso insultante, dependiendo del estado de ánimo en el que se encontraran. Sebastian las había oído diciendo en una o dos ocasiones que estaban seguras de que Susan no deseaba que la gente sospechara que su hija tenía herencia puertorriqueña y, por eso, la llevaba con regularidad a que le tiñeran y le alisaran el cabello. Cindy tenía apenas unos años más que Sebastian, pero lo trataba como si fuera mucho mayor que él. Acordándose de aquello, soltó inmediatamente la mano de su padre.

Todo el mundo intercambió los saludos de rigor, cosa que Sebastian encontraba bastante incómoda. Aunque Jennifer se puso en pie y guardó el móvil para participar en ello, su sonrisa forzada revelaba que lo estaba disfrutando tan poco como Sebastian.

Aquellas ambiguas cortesías no duraron mucho. Un momento después, Gloria entró a toda prisa en la sala, como si una jauría de lobos salvajes estuviera pisándole los talones, pero cuando vio a Susan, con su cabello perfectamente arreglado y tan elegante como de costumbre, se quedó helada. No se le había pasado por la cabeza que su cuñada pudiera presentarse en el hospital con su hermano, y le causó una gran impresión volver a verla después de tantos años. Rápidamente llegó a la conclusión de que aquel era uno de esos acontecimientos que pertenecían a la misma categoría que las bodas y los funerales, en los que no le quedaba otra opción que soportar su presencia. Gracias a ello, su mirada pasó por encima de Susan con una indiferencia perfectamente ensayada y se dirigió únicamente a su hermano.

—¿Has conseguido hablar con Gabi?

—He hablado con ella hace aproximadamente una hora. Me imaginaba que ya habría llegado.

Gloria frunció los labios, molesta, aunque no sorprendida, de que su hermana pequeña llegara tarde. Gabi tenía muchas virtudes, pero ser organizada no era una de ellas. No obstante, en este caso, debería haberlo dejado todo para venir rápidamente al hospital. Gloria se cruzó de brazos.

Other books

In Plain Sight by Mike Knowles
Breaking All the Rules by Aliyah Burke
The Way Into Chaos by Harry Connolly
The Last Empire by Plokhy, Serhii
The Ninth Nightmare by Graham Masterton
Black And Blue by Ian Rankin