La abuela Lola (46 page)

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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

BOOK: La abuela Lola
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—Bueno, ¿te encuentras mejor? —le preguntó Gabi.

Gloria se encogió de hombros.

—Supongo que sí, pero no voy a poder mantenerme sentada durante mucho más tiempo.

—Solo unos minutos más —le respondió Gabi—. Hay algo que necesito contarte.

Gloria levantó la barbilla para mirar a los alegres ojos de su hermana mientras los suyos permanecían apagados e inertes.

—Terrence y yo nos vamos a casar dentro de unas semanas —anunció Gabi.

Gloria abrió los ojos sorprendida.

—¿Por qué tan pronto? —preguntó—. ¿No podéis esperar hasta que… —Iba a decirle «hasta que se pase esta terrible tristeza», pero se dio cuenta de que le estaba pidiendo a su hermana que aguardara una eternidad.

—Esperaríamos —le contestó Gabi—, créeme que lo haríamos, pero la cosa es que… estoy embarazada y si voy a caminar hasta el altar a mi edad, preferiría no hacerlo vestida con ropa premamá.

Gloria asintió desanimada.

—¿De cuánto tiempo estás? —le preguntó.

—Hice tres meses la semana pasada.

—¿Lo sabe mami?

—Todo el mundo lo sabe —le respondió Gabi—, pero he preferido esperar un poco antes de contártelo a ti, porque has pasado por una época muy difícil y todo eso.

Gloria volvió a asentir. Quería desearle a su hermana lo mejor, decirle todas las cosas que sabía que se esperaba que dijera, pero estaba segura de que sus palabras sonarían tan huecas y vacías como ella misma se sentía, y decidió que era mejor permanecer en silencio.

—Esta misma mañana nos hemos enterado de que vamos a tener un niño —le contó Gabi—. Terrence y yo lo hemos hablado y queremos llamarlo Sebastian.

Algo en el interior del pecho de Gloria se conmovió al escuchar el nombre de su niño, como si le hubieran pinchado en el corazón, y sintió una nueva oleada de agonía rezumando una vez más de su interior. Se llevó las manos a la cara y sollozó, pero se sintió bien al llorar, mucho mejor que el vasto desierto de extenuante agonía por el que había estado vagando durante tantos días. Y entonces dejó que Gabi la abrazara. Tras unos segundos, Gloria levantó lentamente sus pesadas manos del regazo y le devolvió el abrazo a su hermana.

Gabi se marchó con palabras de ánimo para Dean y Jennifer. Ellos se alegraron de saber que, aunque Gloria estaba de vuelta en la cama, la había convencido para darse una ducha y pasar un rato sentada en una silla en lugar de tumbada boca arriba. Había prometido comer un poquito más y parecía haberse conmovido sinceramente al escuchar las noticias sobre el bebé y la decisión de llamarlo Sebastian. Dean y Jennifer le agradecieron a Gabi su ayuda y le pidieron que volviera al cabo de un par de días si podía y que trajera a Terrence con ella. Gabi prometió que ambos pasarían a hacerles una visita muy pronto.

Un par de horas más tarde, justo cuando Dean estaba preparando un sándwich para llevárselo arriba a Gloria, llamaron a la puerta y, al abrir, encontró a Mando de pie en el umbral, con una gran fuente de cocina entre las manos. Detrás de él vio a Susan sentada en el coche, mirando hacia delante. Su cuñada giró la cabeza un instante y, cuando vio a Dean, lo saludó con la mano e inmediatamente volvió la mirada hacia el frente. Él le devolvió el saludo y entonces vaciló, preguntándose si debía invitarla a pasar.

Percibiendo el nerviosismo de su cuñado, Mando entró y le dijo:

—No te preocupes. Por supuesto, no aspiro a que Gloria entierre ahora el hacha de guerra. Además, aunque tu mujer se pusiera de rodillas y le suplicara, Susan no pondría un pie fuera del coche. Son ambas igual de testarudas.

Dean admitió que así era asintiendo con la cabeza y lo condujo hasta la cocina. Una vez allí, Mando colocó la fuente sobre la encimera.

—Susan no es la cocinera más extraordinaria del mundo, pero creo que a todos os gustará esto.

Dean detectó el olor familiar de los condimentos y, aunque últimamente él tampoco tenía demasiado apetito, se le hizo la boca agua. Entonces levantó la tapa y sonrió.

—Mofongo —susurró—. Muchas gracias, Mando, y, por favor, dale las gracias a Susan también por haberse tomado la molestia de prepararlo.

—Sí, por supuesto —le respondió Mando dándole una palmada de ánimo en la espalda a su cuñado. No pudo evitar darse cuenta de que Dean había perdido unos cuantos kilos y de que no había ni rastro de la chispa de diversión que siempre le bailaba en los ojos, haciendo que su color azul casi pareciera gris—. Quiero que sepas que si necesitáis cualquier cosa de nosotros, cualquier cosa que se os ocurra, lo único que tenéis que hacer es pedirlo. Ya sabes a lo que me refiero, ¿verdad?

Dean asintió, comprendiéndolo muy bien. Sin duda, Mando se había enterado por Gabi de que estaban pasando por dificultades económicas de nuevo. Sin embargo, sabía que Gloria nunca aceptaría su ayuda. Renunciaría a la casa y a todas sus pertenencias antes que retractarse de la promesa que se había hecho a sí misma años atrás. Dean le agradeció sinceramente a Mando su oferta y le dijo que lo avisaría si surgía la necesidad.

Cuando Mando se marchó, Dean recalentó el mofongo en el horno durante unos minutos y lo sirvió en un platito para llevárselo a Gloria arriba. Ella estaba sentada en la cama, mirando por la ventana, con los ojos medio cerrados. Con todo el peso que había perdido y el cabello suelto sobre los hombros, parecía una adolescente, y Dean la contempló durante un instante, perdido en una bruma de recuerdos y pesares. Y cuando ella se volvió para mirarlo, Dean se desembarazó de aquel aletargamiento.

—Tengo una sorpresa para ti —le dijo mientras avanzaba con la bandeja—. Creo que te va a gustar.

Le colocó la bandeja sobre el regazo y ella contempló aturdida el mofongo durante unos segundos.

—¿De dónde ha salido esto? —preguntó.

Dean inclinó la cabeza tímidamente.

—Lo acabo de traer de la cocina, si es a eso a lo que te refieres.

—No me tomes el pelo, Dean.

En ese momento le iba a mentir y a decirle que Lola lo había preparado, cuando Jennifer entró en la habitación y preguntó:

—¡Eh! ¿No eran el tío Mando y la tía Susan los que acabo de ver pasar en un coche calle abajo?

Gloria levantó los ojos hacia su marido, con una mirada iracunda.

—¿Ha sido Susan la que ha preparado esto? —preguntó.

Dean no contestó, pero no tuvo que hacerlo, porque su expresión culpable fue suficiente como para delatarlo.

Gloria apartó la bandeja.

—No tengo hambre.

—Gloria, no te vas a morir por…

—He dicho que no tengo hambre. Llévate esto y el resto y tíralo a la basura, que es donde le corresponde estar.

Sin decir nada más, Dean cogió la bandeja y se la llevó a la cocina; y Jennifer lo siguió de cerca.

—Lo siento, papá —se disculpó—. No me había dado cuenta…

—Tendría que haberlo sabido —dijo Dean sacudiendo la cabeza—. Hoy estaba mucho mejor, pero ahora me temo que volverá a empeorar otra vez.

Dean y Jennifer contemplaron la fuente sobre la encimera. Todavía estaba humeante y desprendía un olor muy apetecible.

—¿De verdad piensas que debemos tirarlo, como ha dicho mamá? —le preguntó Jennifer.

En respuesta a su pregunta, Dean sacó dos platos del armario y sirvió una generosa ración para Jennifer y otra para él mismo. Se sentaron a la mesa y comieron juntos en silencio, recordando la última vez que habían disfrutado del delicioso mofongo. Apenas había sido unos meses antes, pero se sentían como si hubiera pasado toda una eternidad.

Tres días más tarde, Gloria salió de la cama, se vistió y le dijo a Dean que necesitaba que la llevara en coche. Él se animó por su repentino cambio de comportamiento y trató de no hacerle demasiadas preguntas mientras se subían en el todoterreno por miedo a que aquello la desanimara. Mientras recorrían la ciudad, Dean supuso que su mujer quería ir a visitar la tumba de Sebastian, pero cuando pasaron por delante del colegio, Gloria le pidió a su marido que se detuviera y aparcara el coche.

—Pero este es el colegio de Sebastian. ¿Por qué quieres entrar en él?

—Quiero mostrarte algo —le dijo Gloria.

Dean se sintió inquieto.

—¿De verdad piensas que esto es buena idea, Gloria? Hoy estás mucho mejor…

—Por favor, Dean, lo necesito.

Salieron del todoterreno y Gloria lo condujo por los pasillos del colegio y hacia el exterior. Los niños todavía estaban en clase, y el campo de fútbol y el patio se encontraban vacíos. Gloria cruzó el patio y se quedó de pie ante el campo de fútbol, mirando fijamente hacia delante, en silencio. Parecía que hubiera sido ayer cuando se había encontrado allí y su hijo estaba vivo, corriendo por el terreno de juego como si no tuviera otra preocupación en el mundo. ¿Podía ser que todo se tratara de un extraño y horrible sueño? ¿Sería posible levantar el velo del tiempo y encontrar a Sebastian esperándola allí? Parecía absurdamente posible, pero Gloria saboreó ávidamente aquel momento. Absurdo o no, era lo más esperanzada que se había sentido en varios meses.

—¿Es aquí donde sucedió? —le preguntó Dean finalmente.

Tenía una cierta idea de cómo había muerto Sebastian, pero Gloria no había podido contarle demasiado, porque cada vez que lo intentaba, se desmoronaba y era incapaz de terminar.

Gloria asintió y entonces avanzó hacia el campo de fútbol, caminando sobre la hierba como si fuera tierra santa. Dean permaneció cerca de ella, preocupado e inquieto por saber qué sucedería a continuación.

—Corría tan rápido que al principio no lo reconocí —rememoró Gloria—. Lo llamé, pero no me oyó. O puede que lo hiciera, pero no le importó. Y entonces eché a correr detrás de él, pero no logré alcanzarlo porque fue como si una especie de fuerza increíble lo estuviera separando de mí. —Gloria iba a paso ligero, siguiendo el camino que Sebastian había recorrido—. Y fue justo aquí —dijo parándose a unos metros de la línea de gol—. Aquí es donde cayó. —Se arrodilló en el mismo sitio en el que su hijo había fallecido, y Dean la imitó, colocándose junto a ella—. Lo sostuve entre mis brazos y le dije que no dejaría que nada malo le sucediera, que estaba a salvo conmigo, pero no era verdad. Sebastian nunca estuvo a salvo conmigo.

En aquel momento sonó una estridente campana que los sobresaltó a ambos. Infinidad de niños salieron corriendo al patio desde las clases, ansiosos por disfrutar del recreo de la mañana. El aire se llenó del alegre vocerío de los niños riendo, chillando y gritándose unos a otros mientras se organizaban para jugar. Algunos fueron a buscar el equipo deportivo y varios corrieron hacia el campo de fútbol donde Gloria y Dean todavía se encontraban arrodillados. Ambos contemplaron a los niños que habían sido compañeros de clase de Sebastian desperdigándose por el patio, brincando, corriendo y saltando, cayéndose unos sobre otros muertos de la risa o quejándose escandalosamente.

Los niños se sintieron confusos cuando vieron a dos adultos arrodillados en su campo de fútbol y se quedaron parados en seco. Dean ayudó a Gloria a ponerse en pie y salieron del campo. Dean localizó un banco solitario bajo un sauce no demasiado lejos y condujo a su mujer hasta él. Se sentaron en el banco y contemplaron a un grupo de niños que se estaba organizando en torno a las pistas de pelota atada cercanas, tumbándose en el suelo y jugando con los pies en lugar de con los puños. Llevaban varios minutos contemplando aquel curioso juego cuando Gloria se derrumbó y dejó salir lo que llevaba semanas oprimiéndole el corazón.

—Yo lo maté —susurró—. Yo maté a nuestro hombrecito.

—¡No digas eso! —le respondió Dean cogiéndola de la mano.

—Mi miedo lo mató, exactamente como tú dijiste que sucedería, y tienes todo el derecho del mundo a odiarme por ello.

—No —susurró Dean, atrayéndola hacia él—. No vuelvas a decir algo así.

—¡Dime que me odias! —sollozó Gloria apartándolo de ella—. Dime que soy la persona más repugnante que has conocido en tu vida.

—Ya está bien… —trató de interrumpirla él, intentando cogerle las manos, pero ella siguió zafándose de su marido.

—Dime que desearías que estuviera muerta y en el infierno, que es donde debería estar.

—Te diré lo siguiente —le respondió Dean, sujetando a su mujer firmemente por los hombros—: Por mucho que quisiera a Sebastian y por mucho que ahora lo eche de menos, eso no modifica lo que siento por ti. Independientemente de lo que haya pasado, nunca he dejado de quererte, Gloria. Sebastian lo sabía.

Gloria se quedó inmóvil mientras contemplaba la apacible belleza de los ojos de su marido y entonces recordó que, en su momento, aquellos ojos azules habían sido su santuario y el lugar en el que albergaba la esperanza por todo lo bueno del mundo. Y, a pesar de sí misma, se relajó y se acurrucó junto a su marido, recibiendo con gusto la calidez y la protección de su brazo alrededor de los hombros, como no lo había hecho en años. Se quedaron sentados en el banco bajo el sauce contemplando a los niños jugar durante un rato.

En un momento dado, una niña delgada con gafas y un desaliñado cabello rubio se aproximó a ellos con cautela. Se quedó a varios metros de distancia, observando por debajo de las ramas más bajas del árbol, con una expresión triste y algo desconcertada en el rostro. Cuando satisfizo su curiosidad, se volvió y corrió ágilmente hacia el campo de fútbol para unirse a sus amigos. Había un muchacho más alto y musculoso que los demás con el pelo rojizo que corría por el campo con el balón, con la intención de marcar un gol. Claramente, era el líder del grupo y su agilidad resultaba impresionante.

Los niños estaban en mitad del juego cuando la señorita Ashworth se acercó a una de las bandas sosteniendo entre los dedos un trapo de limpieza. Preguntó en voz alta:

—¿Quién quiere ayudarme a limpiar la pizarra hoy?

Sorprendentemente, muchos alumnos interrumpieron gustosos su recreo para volver dentro y encargarse de lo que parecía una tarea de lo más aburrida, pero fue al chico deportista a quien eligió la señorita Ashworth para llevarla a cabo. Mientras ambos salían del campo de fútbol, la profesora le entregó el trapo y él lo hizo girar con tal frenesí que estuvo a punto de golpear con él a la profesora en la cara. Ella no perdió ni un segundo en quitárselo de las manos, y Dean y Gloria escucharon las alegres protestas del muchacho mientras entraba en clase con la señorita Ashworth.

Gloria y Dean permanecieron en el banco hasta que sonó la campana y los niños regresaron a sus clases. Cuando todo se quedó de nuevo en silencio, abandonaron el banco debajo del sauce y salieron del patio cogidos de la mano.

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