La Abadia de Northanger (9 page)

BOOK: La Abadia de Northanger
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—Cuando Henry tuvo el gusto de verla a usted no tenía intención de permanecer aquí más que un par de días, el tiempo necesario para buscar habitaciones.

—No se me ocurrió que así fuera, y, claro, como dejamos de verlo, supusimos que se había marchado definitivamente. La señorita con quien bailó el lunes es Miss Smith, ¿verdad?

—Sí, es una conocida de Mrs. Hughes.

—Sin duda se alegró mucho de poder bailar. ¿La encuentra usted bonita?

—Regular.

—Y su hermano, ¿nunca baja a tomar las aguas?

—Alguna vez, pero hoy ha salido a caballo con mi padre.

En ese instante se unió a las jóvenes Mrs. Hughes, que preguntó a Miss Tilney si deseaba marcharse.

—Confío en que no pase mucho tiempo antes de que vuelva a verla —dijo Catherine—. ¿Piensa usted ir al cotillón mañana?

—Sí, creo que sí...

—Lo celebro, porque nosotras también asistiremos.

Tras despedirse, ambas se separaron, por parte de Miss Tilney con una impresión bastante acertada de los sentimientos que abrigaba Catherine, quien por su parte confiaba en no haberlos revelado.

Llegó a su casa completamente feliz. Aquella mañana sus deseos se habían visto cumplidos, y la noche siguiente, colmada de promesas, se le antojaba ya como un bien para el porvenir. Desde aquel momento no tuvo más preocupación que el traje y el peinado que luciría, en ocasión tan trascendente. Esta actitud, por cierto, merece ser justificada. El indumento es siempre un distintivo de frivolidad, y muchas veces la excesiva solicitud que despierta destruye el fin que persigue. Catherine no lo ignoraba pocos meses antes, y con ocasión de las Navidades su tía abuela la había aconsejado al respecto. No obstante, el miércoles por la noche tardó diez minutos en dormirse pensando si se decidiría por el traje de muselina moteada o el bordado, y de no haber mediado tan escaso tiempo, es de suponer que habría acabado por decidir que se compraría uno nuevo. Grave y común error del que, a falta de su tía abuela, la habría sacado alguna persona del sexo contrario: un hermano, por ejemplo. Únicamente un hombre es capaz de comprender la indiferencia que siente el hombre ante el modo de vestir de las mujeres. ¡Cuan mortificadas se verían muchas damas si de repente se percataran de lo poco que supone la indumentaria femenina, por costosa que sea, para el corazón del varón; si se dieran cuenta de la ignorancia de este acerca de los distintos tejidos, y la indiferencia que le merecen lo mismo la muselina moteada que la estampada o la transparente!

Todo lo que consigue la mujer al intentar lucir más elegante es satisfacer su propia vanidad, nunca aumentar la admiración de los hombres ni la buena disposición de otras mujeres. Para los primeros basta el orden y el buen gusto; en tanto que las segundas prefieren la pobreza de indumentaria y la falta de propiedad de la misma. Pero la tranquilidad de Catherine no se vio turbada por tales y tan graves reflexiones.

Llegada la noche del jueves, se presentó en el salón con el ánimo embargado por sentimientos muy distintos de los que había experimentado el lunes anterior. En aquella ocasión el compromiso de bailar con Mr. Torpe le producía cierta exaltación; ahora, en cambio, todos sus esfuerzos se dirigían a evitar un encuentro con éste. Temía verse una vez más comprometida para bailar, pues aun cuando trataba de convencerse de que Mr. Tilney tal vez no se mostrase dispuesto a solicitarle por tercera vez que bailase con él, en realidad lo esperaba y soñaba con ello. No habrá seguramente joven alguna que no simpatice con mi heroína en las presentes circunstancias, pues pocas serán las que algún día no se vieron en situación parecida a la suya. Todas las mujeres se han visto o han creído verse en peligro de ser perseguidas por un hombre cuando deseaban las atenciones de otro. Tan pronto como se hubieron unido a la familia Thorpe Catherine empezó a sufrir. Si Mr. Thorpe hacía ademán de acercársele, trataba de ocultarse o se hacía la distraída, si él le hablaba, ella fingía no oírlo. Pero acabó el cotillón y empezó el baile, y la familia Tilney seguía sin presentarse.

—No te preocupes, mi querida Catherine —la tranquilizaba en voz baja Isabella—, si bailo nuevamente con tu hermano. Sé que no es correcto, y así se lo he dicho, pero no logro convencerlo. Lo mejor será que tú y John bailéis en el mismo cuadro que nosotros, así pasaré inadvertida. No te demores, John acaba de marcharse, pero volverá enseguida.

Catherine no tuvo tiempo ni ánimos para contestar. Se marchó la pareja y ella, al ver que Mr. Thorpe se encontraba cerca, y temerosa de verse obligada a bailar con él, fijó la mirada en el abanico que sostenía en las manos. De pronto, precisamente cuando se reprochaba a sí misma la insensatez que suponía encontrar a la familia Tilney en medio de tanta gente, advirtió que Mr. Tilney le hablaba, solicitando el honor de sacarla a bailar. Con los ojos brillando por la emoción la muchacha accedió de inmediato al requerimiento de su amigo, y con el corazón palpitante lo acompañó al cuadro que se preparaba para la siguiente danza. No existía, o al menos eso creía ella, mayor felicidad que el haber escapado, y por casualidad ciertamente, a las atenciones de John Thorpe y verse en cambio solicitada por Mr. Tilney, quien, al parecer, había venido adrede a buscarla.

Apenas se hubieron colocado en el lugar que entre los danzantes les correspondía, John Thorpe reclamó la atención de Catherine, colocándose detrás de ella.

—¿Qué significa esto, Miss Morland? Creí que iba usted a bailar conmigo.

—No sé qué le hizo creerlo, cuando ni siquiera me invitó.

—Pues ¡sí que es buena contestación! Le pedí que bailase conmigo en el momento en que usted entraba en el salón, y cuando iba a repetírselo me encontré con que se había marchado. Esto es una farsa indigna. Vine al baile única y exclusivamente por disfrutar de su compañía, y hasta, si no recuerdo mal, la comprometí para este baile el lunes pasado. Sí, ahora recuerdo que hablamos de ello en el vestíbulo, mientras esperaba usted que trajeran su abrigo. Después que yo les hubiese anunciado a todas mis amistades que iba a bailar con la chica más bonita del salón se presenta usted a bailar con otro. Me ha puesto en ridículo y ahora seré el hazmerreír de todos.

—No lo creo, nadie me reconocerá en la descripción que ha hecho usted de mí.

—¿Cómo que no? Si no la conocieran merecerían que se los echase de aquí a patadas por idiotas. ¿Quién es ese chico con quien va a bailar?

Catherine satisfizo su curiosidad.

—¿Tilney? —repitió él—. No lo conozco... ¿Tiene buena figura? ¿Sabe usted si le gustaría comprar un caballo? Tengo un amigo, Sam Fletcher, que quiere vender un animal extraordinario, y sólo pide por él cuarenta guineas. Estuve en un tris de comprarlo, porque tengo por máxima que siempre que se presente la ocasión de comprar un caballo bueno debe aprovechársela; pero éste no me conviene porque no es de caza. Si lo fuera daba lo que piden y más. En este momento tengo tres, los mejores que pueda usted encontrar. Con decirle que no los vendería ni aunque me diesen por ellos ochocientas guineas... Fletcher y yo hemos decidido alquilar una casa en Leicestershire para la próxima temporada. No hay cosa más incómoda que salir de cacería cuando se vive en una posada.

Esta fue la última frase con que John Thorpe consiguió aburrir a Catherine, pues pocos momentos después se dejó seducir por la irresistible tentación de seguir unas damas que pasaban cerca. Una vez que se hubo marchado, Mr. Tilney se acercó a Catherine.

—Si ese caballero no se hubiera marchado —dijo—habría acabado por perder completamente la paciencia No puedo tolerar que se reclame de ese modo la atención de mi pareja. En el momento de decidirnos a bailar juntos contraemos la obligación de sernos mutuamente agradables por determinado espacio de tiempo, en el transcurso del cual debemos dedicarnos el uno al otro todas las amabilidades que seamos capaces de imaginar. Si alguna persona de fuera llama la atención de uno de nosotros, perjudicará los derechos del otro. Para mí, el baile es equiparable al matrimonio. En ambos casos, la fidelidad y la complacencia son deberes fundamentales y los hombres que no quieren bailar o casarse no tiene por qué dirigirse a la esposa o a la pareja del vecino.

—Pues a mí me parece que son cosas muy distintas.

—¿Que? ¿Considera usted imposible el compararlas?

—Naturalmente. Los que se casan no pueden separarse jamás; hasta deben vivir juntos bajo un mismo techo. Los que bailan, en cambio, no tienen más obligación que estar el uno frente al otro en un salón por espacio de media hora.

—Según esa definición, hay que reconocer que no existe gran parecido entre ambas instituciones, pero quizá consiga presentarle mi teoría bajo un aspecto más convincente. Imagino que no tendrá usted inconveniente en reconocer que tanto en el baile como en el matrimonio corresponde al hombre el derecho a elegir, y a la mujer únicamente el de negarse; que en ambos casos el hombre y la mujer contraen un compromiso para bien mutuo y que una vez hecho esto los contratantes se pertenecen hasta que no quede disuelto el contrato. Además, es deber de los dos procurar que por ningún motivo su compañero lamente el haber contraído dicha obligación, y que interesa por igual a ambos no distraer su imaginación con el recuerdo de perfecciones ajenas ni con la creencia de que habría sido mejor elegir a otra pareja. Supongo que estará usted conforme con todo esto.

—Tal y como usted lo expone, desde luego. Sin embargo, mantengo que ambas cosas son distintas y que yo jamás podría considerarlas iguales ni creer que conllevaran idénticos deberes.

—Claro que existe una diferencia de bastante peso. En el matrimonio, por ejemplo, se entiende que el marido debe sostener a su mujer, en tanto que ésta tiene la obligación de cuidar y hacer grato el hogar. El hombre debe suministrar los alimentos; la mujer, las sonrisas; en cambio, en el baile los deberes están cambiados: es el hombre quien debe ser amable y complaciente, en tanto que la mujer provee el abanico y la esencia de lavanda. Evidentemente, tal era la diferencia que le impedía a usted establecer una comparación.

—No, no; le aseguro que jamás pensé en tal cosa.

—Pues entonces debo confesar que no la comprendo, por otra parte, opino que su insistencia en negar la semejanza de dichas relaciones es algo alarmante, pues en ella puede inferirse que sus nociones acerca de los deberes que implica el baile no son tan estrictas como puede desear su pareja. ¿Acaso, después de lo que me ha dicho no tengo motivos para temer que si al caballero que antes le habló se le ocurriese volver, o si otro cualquiera le dirigiese la palabra, se creería usted en el derecho de conversar con ellos el tiempo que se le antojara?

—Mr. Thorpe es amigo de mi hermano, de modo si me hablara no tendría más remedio que contestarle; pero en cuanto a los demás, no debe de haber en el salón más de tres hombres a quienes pueda decirse que conozco.

—¿Y ésa es toda la seguridad que me ofrece?

—Le aseguro que no tendría usted otra mejor. Si conozco a nadie, con nadie podría hablar; aparte el que «no quiero» hacerlo.

—Ahora me ha ofrecido usted una seguridad que me da valor para proseguir. Dígame, ¿encuentra usted bailar tan agradable como la primera vez que se lo pregunté?

—Sí, ya lo creo, o quizá aún más.

—¿Más aún? Vaya con cuidado, no sea que se le olvide aburrirse en el momento que es de rigor hacerlo, preciso sentir hastío del balneario a las seis semanas justas de haber llegado a él.

—Pues no creo que me ocurra eso ni aun prolongando seis meses más mi estancia aquí.

—Bath, comparado con Londres, tiene poca variedad al menos así lo declara la gente todos los años. Personas de todas clases le asegurarán a usted, una y otra vez, Bath es un lugar encantador, pero que acaba por cansar, lo que no impide que quienes lo aseguran vengan todos los inviernos, que prolonguen hasta diez las seis semanas de rigor y que se marchen, al fin, por no poder costear por más tiempo su permanencia aquí.

—Los demás dirán lo que quieran, es posible que quienes tienen por costumbre ir a Londres no encuentren grandes alicientes en Bath; pero para quien, como yo, vive en un pueblo, esto no puede por menos de parecer muy distraído. Aquí se disfruta de una variedad de diversiones y circunstancias que allí no se encuentran.

—¿Debo entender entonces que no le gusta la vida en el campo?

—Sí que me gusta; siempre he vivido en el campo y he sido feliz en él; pero es indudable que la vida en un pueblo resulta más monótona que en un balneario. En casa todos los días parecen iguales.

—Sí, pero en el campo el tiempo se emplea mejor que aquí.

—¿Lo cree usted?

—Sí. ¿Usted no?

—No creo que haya gran diferencia.

—En Bath no se hace más que tratar de pasar el rato.

—Eso mismo hago yo en casa, sólo que allí no lo consigo. Por ejemplo: aquí, como en casa, salgo de paseo; con la diferencia que aquí me encuentro con las calles atestadas de gente, y en el pueblo, si quiero hablar con alguien, no tengo más remedio que visitar a Mrs. Allen.

Tal respuesta hizo reír a Mr. Tilney.

—¿No le queda más remedio que visitar a Mr. Allen? —repitió—. ¡Qué cuadro tan triste me está pintando y cuánta pobreza intelectual encierra! Menos mal que cuando se vea usted nuevamente en la misma situación tendrá algo de qué hablar, podrá recordar la temporada que pasó en Bath y todo lo que hizo aquí.

—¡Ya lo creo! De ahora en adelante no me faltarán cosas de que hablar con Mrs. Allen y los demás. Realmente, creo que cuando regrese a casa no tendré otro tema de conversación; me gusta tanto esto... Si estuvieran aquí mi padre y mi madre y mis otros hermanos sería completamente feliz. La llegada de James (mi hermano mayor) me ha encantado, y más aún después de saber que es íntimo amigo de la familia Thorpe, nuestros únicos conocidos aquí. ¿Cómo será posible que alguien su canse de Bath?

—Evidentemente, a quienes les ocurre tal cosa les falta la frescura de sentimientos que usted posee. Para las personas que frecuentan el balneario, los padres y las madres, los hermanos y los amigos íntimos, han perdido todo interés. Además, no son capaces de gozar como usted de las representaciones teatrales y demás diversiones.

Las exigencias del baile pusieron fin por el momento a aquella conversación. En el transcurso de la danza, en ocasión de hallarse Catherine separada de su pareja observó la muchacha que entre quienes se entretenían con contemplar el baile había un caballero que la miraba insistentemente. Se trataba de un hombre apuesto y de aire autoritario, para el que había pasado la juventud, pero no el vigor de la vida. Luego observó que, sin dejar de mirarla, se dirigía a Mr. Tilney, que estaba en ese momento a corta distancia de él, y con actitud de gran familiaridad le decía unas palabras al oído. Azorada por aquella forma de mirar, y temerosa de que el motivo fuese algún defecto en su aspecto o su atuendo, Catherine volvió cabeza en otra dirección. Cuando, terminada la pieza, se aproximó de nuevo a Mr. Tilney, este le dijo:

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