La Abadia de Northanger (27 page)

BOOK: La Abadia de Northanger
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—Es que suponer a Isabella capaz de sentir afectos profundos es suponer que se trata de una criatura distinta a la que en realidad es, en cuyo caso su conducta habría merecido otros resultados.

—Es natural que usted defienda a su hermano.

—Si usted hiciera lo propio con el suyo no le preocuparía el desengaño que pueda sufrir Miss Thorpe. Lo que ocurre es que tiene usted la mente obstruida por un sentimiento innato de justicia y de integridad que impide que la dominen los naturales impulsos de su cariño fraternal y un lógico deseo de venganza.

Tales cumplidos acabaron de disipar los amargos pensamientos que embargaban el ánimo de Catherine. Le resultaba difícil culpar a Frederick mientras Henry se mostraba tan amable con ella, y decidió no contestar la carta de Isabella ni volver a pensar en su contenido.

28

Pocos días más tarde el general se vio obligado a marchar a Londres. Su ausencia duraría una semana aproximadamente, pero a pesar de ello salió de Northanger lamentándose de que una urgente necesidad lo privase de la grata compañía de Miss Morland y recomendando a sus hijos que procuraran por todos los medios cuidarla y distraerla. La marcha de Mr. Tilney hizo pensar por primera vez a Catherine que en ciertas ocasiones una pérdida puede resultar una ganancia. Desde el momento en que quedaron solos los tres amigos se consideraron felices: podían entretenerse en lo que prefiriesen, reír sin tapujos, comer con tranquilidad y en absoluta confianza, pasear por donde y cuando les apeteciese. En una palabra: podían disponer libremente de su tiempo, sus placeres y hasta de sus fatigas y cansancio. Tales hechos hicieron ver a la muchacha cuan absorbente y completa era la influencia que sobre todos ellos ejercía el general y lo mucho que les convenía quedar libres de ella por un tiempo.

Tanta confianza y bienestar la llevaron a sentir cada día mayor cariño por el lugar aquél y por las personas que la rodeaban, hasta el punto de que le hubiera parecido perfectamente dichoso cada minuto de cada uno de los días que transcurrían veloces si el temor de verse obligada a alejarse en breve plazo de Northanger no hubiesen mermado en parte su felicidad. Desgraciadamente, iba a cumplirse la cuarta semana de su permanencia en aquella casa. Antes de que regresara el general habría transcurrido ya, y prolongar por más tiempo la estancia podía interpretarse como un abuso de confianza. La idea era dolorosa, en verdad, y para librarse cuanto antes de tal preocupación, Catherine resolvió hablar de ello con Eleanor, proponiendo la marcha, y deduciendo luego de la actitud y contestación de su amiga la decisión que convenía adoptar. Convencida de que si lo demoraba mucho tiempo le resultaría más difícil tratar la cuestión, aprovechó la primera ocasión que tuvo de hablar a solas con Eleanor para plantear el asunto, anunciando su decisión de regresar a su casa. Eleanor se mostró sorprendida e inquieta; contestó que había esperado que la visita se prolongara mucho más; hasta se había permitido creer —sin duda porque tal era su deseo— que la estancia de Catherine en Northanger habría de ser muy larga, y añadió que si Mr. y Mrs. Morland supieran el placer que a todos proporcionaba la presencia de la muchacha en aquella casa, seguramente tendrían la generosidad de permitirle que demorase la vuelta.

Catherine se apresuró a rectificar:

—No es eso. Si yo me encuentro bien, mis padres no tienen prisa alguna...

—Entonces, si me permites insistir —dijo Eleanor, tuteándola— ¿por qué quieres marcharte?

—Porque ya llevo mucho tiempo en esta casa, y...

—¡Ah! Entonces, si es que los días se te hacen muy largos, no insistiré.

—De ningún modo... No es eso... Sabes que encantada me quedaría otro mes.

En aquel mismo instante quedó decidido que no se marcharía, y, al desaparecer uno de los motivos del malestar de Catherine, se alivió considerablemente el peso de su otra preocupación. La bondad y la solicitud mostradas por Eleanor al rogarle que permaneciera más tiempo entre ellos, y la satisfacción que mostró Henry al saber que había resuelto quedarse, sirvieron para que Catherine supiese lo mucho que la apreciaban. Ello contribuyó a borrar de su ánimo todo pesar que no fuera esa leve y perenne inquietud que todos los humanos procuramos sostener y alimentar como elemento indispensable de nuestra existencia. Catherine llegó a creer en ocasiones que Henry la quería, y en todo momento que la hermana y el padre del joven verían con gusto el que formase parte de la familia. Tales suposiciones acabaron por convertir sus otras inquietudes en pequeñas e insignificantes molestias del espíritu.

A Henry no le fue posible obedecer las instrucciones de su padre, quedándose en Northanger y atendiendo a las señoras todo el tiempo que duró la ausencia del general, pues un compromiso adquirido previamente lo obligó a marchar a Woodston el sábado y permanecer allí un par de noches. El viaje del muchacho en aquella ocasión no revistió, sin embargo, tanta importancia como la vez anterior. Menguó, sí, la alegría de las muchachas, pero no destrozó su tranquilidad, y tan a gusto se hallaban ambas ocupadas en las mismas labores y disfrutando de los encantos de una amistad que se hacía cada vez más íntima, que la noche de la marcha de Henry no abandonaron el comedor hasta después de dar las once, hora inaudita de acostarse dadas las costumbres que se observaban en la abadía. Acababan de llegar al pie de la escalera cuando, a juzgar por lo que permitían oír los sólidos muros del edificio, advirtieron que un coche se detenía a la puerta, y acto seguido el sonido de la campanilla confirmó sus sospechas. Una vez repuestas de la primera sorpresa, a Eleanor se le ocurrió que debía tratarse de su hermano mayor, que solía presentarse inesperadamente, y segura de que así era, salió a recibirlo, en tanto Catherine seguía en dirección a su cuarto, resignándose a la idea de reanudar su relación con el capitán Tilney y pensando que, por desagradable que fuera la impresión que la conducta de éste le había producido, las circunstancias en que lo vería harían menos doloroso aquel encuentro. Era de esperar que el capitán no nombrara a Miss Thorpe, cosa muy probable dado que debía de sentirse avergonzado del papel que en todo aquel asunto había representado. Después de todo, y mientras se evitara hablar de lo ocurrido en Bath, ella debía mostrarse amable con él.

Pasó bastante tiempo en estas consideraciones. Por lo visto, Eleanor estaba tan encantada de ver a su hermano y de cambiar impresiones con él que había transcurrido cerca de media hora desde su llegada a la casa y la joven no llevaba trazas de subir en busca de su amiga.

En aquel momento, Catherine, creyendo oír ruido de pasos en la galería, se detuvo a escuchar; pero todo permanecía en silencio. Apenas hubo acabado de convencerse de que se trataba de un error, un sonido próximo a su puerta la sobresaltó. Pareció que alguien llamaba, y un instante más tarde un movimiento del pomo demostró que alguna mano se apoyaba en éste. Catherine tembló ante la idea de que alguien intentase entrar en su habitación, pero decidida a no dejarse llevar una vez más por las alarmantes suposiciones de su exaltada imaginación, se adelantó y abrió la puerta. Eleanor, y sólo Eleanor, se hallaba detrás de ésta. Catherine, sin embargo, disfrutó muy breves instantes de la tranquilidad que la visión de su amiga le produjo. Eleanor estaba pálida y sus modales revelaban una profunda agitación. A pesar de su evidente intención de entrar en el dormitorio, parecía que le costase trabajo moverse y, una vez dentro, explicarse. Catherine supuso que tal actitud obedecía a una preocupación originada por el capitán Tilney, trató de expresar silenciosamente su interés, obligando a su amiga a sentarse, frotándole las sienes con agua de lavanda y manifestándole tierna solicitud.

—Mi querida Catherine, tú no puedes..., no debes... —balbuceó Eleanor. Tras una breve pausa, añadió—: Yo estoy bien, y tu bondad me destroza el corazón... No puedo soportarla... Me veo obligada a desempeñar una misión...

—¿Una misión?

—¿Cómo haré para decírtelo? ¿Cómo haré...?

Una idea terrible asaltó a Catherine, que volviéndose hacia su amiga, exclamó:

—¿Es quizá un recado de Woodston?

—No, no se trata de eso —repuso Eleanor, mirando compasivamente a su amiga—. El recado que debo darte no procede de Woodston, sino de aquí mismo. Es mi padre en persona quien me ha hablado.

Eleanor entornó los ojos. El inesperado regreso del general bastaba para deprimir a Catherine, y por espacio de unos segundos no supuso que le quedaba algo peor que oír.

—Eres demasiado bondadosa para que el papel que me veo forzada a representar te haga pensar mal de mí —prosiguió Eleanor—. No sabes lo mucho que lamento cumplir con lo que se me ha pedido. Después de que, con tanta alegría y agradecimiento por mi parte, hubiésemos convenido que te quedarías entre nosotros muchas semanas más, me veo obligada a manifestarte que no nos es posible aceptar tal prueba de bondad y que la felicidad que tu compañía nos proporcionaba se ve trocada en... pero no, mis palabras no bastarían a explicar... Mi querida Catherine, es preciso separarnos. Mi padre ha recordado un compromiso que nos obliga a todos a partir de aquí el lunes próximo. Vamos a pasar quince días en la casa de lord Longtown, cerca de Hereford. Las disculpas y las explicaciones resultan igualmente inútiles. Por mi parte, no me atrevo a ofrecerte ni lo uno ni lo otro.

—Mi querida Eleanor —dijo Catherine tratando de disimular sus sentimientos—. No te sientas tan apenada, te lo ruego. Un compromiso previo deshace todos los que posteriormente se contraen. Lamento mucho tener que marcharme de modo tan repentino, pero te aseguro que vuestra decisión no me molesta. Volveré a visitarte en otra ocasión, o quizá tú podrías pasar una temporada en mi casa. ¿Quieres venir a Fullerton cuando regreséis de casa de ese señor?

—Me será imposible, Catherine.

—Bien, cuando puedas entonces.

Eleanor no replicó, y la muchacha, dominada por otros sentimientos, añadió:

—¿El lunes? ¡Tan pronto! Bien, seguramente tendré tiempo para despedirme, pues podemos salir todos juntos; por mí no te preocupes, Eleanor, me conviene perfectamente salir el lunes. No importa que mis padres no lo sepan. El general permitirá, sin duda alguna, que un criado me acompañe la mitad del trayecto, hasta cerca de Salisbury; una vez allí, estoy a nueve millas de casa.

—¡Ay, Catherine!, si así se hubiera dispuesto mi situación sería menos intolerable. Brindándote tan elementales atenciones no habríamos hecho más que corresponder a tu afecto. Pero... ¿Cómo decirte que está decidido que salgas de aquí mañana mismo, sin darte siquiera ocasión de elegir la hora de partida? Mañana a las siete vendrá a recogerte un coche, y ninguno de nuestros criados te acompañara.

Catherine, atónita y sobresaltada, no halló palabras para contestar.

—Al principio me resistí a creerlo —prosiguió su amiga—. Te aseguro que por profundos que sean el disgusto y el resentimiento que puedas experimentar en estos momentos no superarán a los que yo... Pero, no, no puedo expresar lo que siento. ¡Si al menos estuviese en condiciones de sugerir algo que atenuara...! ¡Dios mío!, ¿qué dirán tus padres? ¡Echarte así de la casa, sin ofrecerte las consideraciones a que obliga la más elemental cortesía! ¡Y esto después de haberte separado de tus buenos amigos los Allen, de haberte traído tan lejos de tu casa! ¡Querida Catherine! Al ser portadora de semejante noticia me siento cómplice de la ofensa que ésta entraña; sin embargo, espero que sepas perdonarme, tú, que has permanecido en nuestra casa el tiempo suficiente para darte cuenta de que yo gozo de fina autoridad puramente nominal y que no tengo influencia alguna.

—¿Acaso he ofendido en algo al general?.—preguntó Catherine con voz temblorosa.

—Por desgracia para mis sentimientos de hija, todo cuanto puedo decirte es que no has dado motivo alguno que justifique esta decisión. En efecto, jamás he visto a mi padre más disgustado. Su carácter es difícil de por sí, pero algo ha debido de ocurrir para que se haya enfadado tanto. Algún desengaño, algún disgusto al que quizá ha concedido exagerada importancia, pero ajenos completamente a ti. ¿Cómo es posible que te trate así?

A duras penas, y sólo por tranquilizar a su amiga, Catherine logró decir:

—Lo único que puedo asegurarte es que siento mucho haber molestado a Mr. Tilney. Nada más lejos de mi ánimo y mi deseo... Pero no te preocupes, querida Eleanor. Los compromisos deben respetarse siempre. Lo único que lamento es no haber tenido tiempo para avisar a mis padres. Pero ahora eso importa poco.

—Espero, sinceramente, que este hecho no tenga trascendencia por lo que a tu seguridad durante el viaje se refiere; pero en cuanto a lo demás... ¡En lo que afecta a tu comodidad, a las apariencias, a tu familia, al mundo, importa y mucho! Si tus amigos los Allen se hallaran aún en Bath te sería relativamente fácil reunirte con ellos. Bastarían unas cuantas horas. Pero un trayecto de setenta millas en silla de posta y sola, a tu edad...

—El viaje no es nada; te ruego que no pienses en ello. Y ya que hemos de separarnos, lo mismo da unas horas más que menos. Estaré dispuesta a las siete. Ten la bondad de decir que me llamen a tiempo.

Eleanor comprendió que su amiga deseaba hallarse a solas, y juzgando que era mejor para ambas evitar que se prolongara tan penosa entrevista, salió de la habitación, diciendo:

—Mañana por la mañana nos veremos.

En efecto, Catherine necesitaba desahogarse. Su orgullo natural y el afecto que sentía hacia Eleanor la habían obligado a reprimir las lágrimas en presencia de ésta, pero en cuanto se halló a solas se echó a llorar amargamente. ¡Arrojada de la casa y en aquella forma, sin un motivo que justificara ni una disculpa que atenuase la descortesía, más aún, la insolencia que suponía semejante medida! ¡Y Henry ausente, sin poder despedirse de ella! Aquel hecho dejaba en suspenso por tiempo indefinido todas sus esperanzas respecto a él. Y todo por el capricho de un hombre tan correcto, tan bien educado en apariencia y hasta entonces tan afectuoso como el general Tilney... La decisión de éste resultaba tan incomprensible como ofensiva. La alarmaban y preocupaban por igual las causas y las consecuencias que de aquel acto pudieran derivarse. La forma en que se la obligaba a partir era de una descortesía sin igual. Se la expulsaba literalmente, sin permitirle siquiera decidir la hora y la manera de hacer el viaje, eligiendo entre todos los días probables el más próximo y la hora más cercana, como si se tratara de obligarla a marchar antes de que el general estuviera levantado, para evitar a éste la molestia de una despedida. ¿Qué podía haber en todo aquello más que un decidido propósito de ofenderla? Era indudable que, por algún motivo, había ofendido o disgustado al general. Eleanor había hecho lo posible por evitarle tan penosa suposición, pero Catherine se resistía a creer que un contratiempo cualquiera pudiera provocar tal explosión de ira, ni mucho menos dirigir ésta contra un persona completamente ajena al disgusto.

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