Kronos. La puerta del tiempo

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Authors: Felipe Botaya

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Kronos. La puerta del tiempo
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El general de las SS Dr. Hans Kammler tiene una misión extremadamente difícil: el proyecto secreto para conseguir el Arca de la Alianza.

El proyecto secreto más importante del III Reich, dirigido por el general Hans Kammler, llevó a los nazis al desarrollo de la ingeniería del tiempo para crear una máquina que viajara a Etiopía y obtener una poderosa reliquia, el Arca de la Alianza. Su misión: trasladarla a Normandía antes del famoso día D y evitar la invasión aliada.

Horst Bauer sabe que su misión es extremadamente difícil, pero su patria exige lo mejor de él y sus hombres. Tras varias operaciones en diversos periodos históricos, por fin le ordenan llevar a cabo la misión que puede cambiar el curso de la Historia. Debe viajar a Etiopía antes del año 1000, apoderarse del Arca de la Alianza y llevarla hasta el año 1944 para detener la invasión de Normandía en las mismas playas. Su equipo está reforzado por comandos de Otto Skorzeny que viajan hasta Francia dos semanas antes del desembarco y preparan la defensa con el conocimiento adquirido de lo que pasó. Ahora solo les queda esperar… El tiempo, como nunca, juega a su favor.

Felipe Botaya

Kronos. La puerta del tiempo

El arma más secreta del III Reich

ePUB v1.0

Dirdam
03.06.12

Kronos. La puerta del tiempo. El arma más secreta del III Reich

Felipe Botaya, 2008

Ediciones Nowtilus S.L.

Diseño y realización de cubierta: Carlos Peydró

ISBN: 978-84-9763-559-2

Editor original: Dirdam (v1.0
)

ePub base v2.0

Este libro está dedicado a Cristina, mi mujer,

y a mis hijos Felipe, Beatriz, Pepe y Tomás.

I. Un paseo por la jungla

Levantó su pie con dificultad. Le pareció haber pisado algo que crujió bajo su bota. Pensó que sería otro de esos crustáceos. Unas burbujas salieron del orificio que había dejado su calzado. Olía mal. Parecía el hedor de la descomposición de plantas o algún tipo de flora que estaba por debajo de la superficie y que no se veía. Un enorme pegote de barro estaba incrustado en su bota, como si fuese pegamento. Aquel barrizal era insoportable, y caminar por él una tortura. No había parado de llover desde que habían sido trasladados y los rayos y truenos eran de una violencia increíble. La repentina iluminación que provocaban les hacía ver sombras que parecían moverse y que hacían presagiar todo tipo de peligros inimaginables. Los uniformes estaban empapados a pesar de estar cubiertos por ropa impermeable, y resultaba muy incómodo. Todos deseaban poder parar en algún momento, descansar y secar el equipo.

Helechos y ramas les golpeaban la cara y el cuerpo mientras avanzaban lenta y penosamente en una jungla muy diferente a las que conocían. Extrañas plantas pequeñas alrededor de los helechos resbalaban como si fuesen manchas de aceite. Varios hombres habían sufrido caídas, aunque sin más consecuencias. Horst, en cabeza, trataba de ver a través de la noche que había caído sobre ellos como una losa, dificultando la marcha aún más. Las linternas iluminaban en varias direcciones, y la ansiedad se iba reflejando en los rostros del pequeño grupo. El que iba en último lugar, Georg, iluminaba hacia atrás su potente linterna para ver cualquier amenaza que pudiera aparecer repentinamente tras ellos.

El calor era muy elevado y respiraban con cierta dificultad, ya que la pureza del oxígeno era muy alta. Llevaban unas máscaras especiales de submarinista que, por el momento, ninguno de ellos había utilizado. Horst indicó que se detuviesen, ya que parecía haber visto algo frente al grupo. Todos observaron aquello a lo que su compañero señalaba. Una inmensa cueva estaba frente a ellos, a unos 200 metros de distancia. La negra e inmensa entrada se iluminaba acompasadamente con los furiosos rayos que, estrepitosamente, seguían cayendo. La cueva estaba sobre un terraplén, que sin dificultad sobrepasaron y que les condujo hasta la misma boca de la caverna.

—Pasaremos aquí la noche. Espero que la tempestad termine pronto y podamos seguir mañana hasta la zona de traslado. Ya casi hemos acabado nuestro trabajo aquí.

Horst dejó su equipo en el suelo, ya resguardado de la lluvia. Sus hombres le imitaron con alivio, sacándose las botas inmediatamente. Pronto estuvieron todos sentados alrededor de un fuego que pudieron hacer con extraños troncos dotados de púas muy puntiagudas. Había que tener mucho cuidado al manipular aquellos troncos. De uno de ellos surgió un gusano de color marrón oscuro, de la clase ciempiés, que rápidamente trató de escabullirse. Hermann se echó hacia atrás al ver al gusano, que fácilmente podía medir unos 20 centímetros. El doctor Richard Langert, biólogo, logró capturar al animal con unas pinzas que utilizó con gran destreza, y lo introdujo en un recipiente plástico que cerró herméticamente.

—No podría haberme imaginado un bicho como ese. ¿No te da asco?

El geólogo, Heinz Seeger, puso cara de rechazo mientras observaba cómo el gusano se movía en el frasco. Sus patas producían un sonido chirriante muy desagradable, mientras intentaba incansablemente salir de su presidio.

—Hay gusanos muy parecidos en el sudoeste asiático, aunque son más pequeños. Tenemos algunos ejemplares conservados en formol en la universidad. Son de la familia artrópodos y del grupo anélidos. Por lo que observo, diría que este es del tipo Polychaeta. Sin embargo, este ejemplar es muy interesante y ya está muy evolucionado —afirmó el doctor Langert con seguridad, mientras lo observaba—. Es más oscuro y está dotado de lo que parece un pico. Ya lo analizaré con tranquilidad cuando regresemos. Me gustaría ver uno de esos de tamaño casi humano. Creo que podemos encontrarlos por aquí…

—Prefiero no pensar en un gusano como este del tamaño de un hombre —Horst también miró con cierta repulsión el ejemplar que doctor Langert miraba embelesado, con ojos de investigador ante un gran descubrimiento.

Este se giró hacia sus compañeros.

—Lo comprendo, pero conseguir ejemplares vivos de la flora y la fauna es una de nuestras misiones —remató, dejando el frasco dentro de su mochila metálica de aluminio—. Es el traslado más alejado que hemos conseguido y hay que aprovecharlo.

Tras haber inspeccionado la caverna, que resultó ser más pequeña de lo que imaginaban, Horst se situó delante de sus hombres.

—Bueno, ahora acomodaos lo mejor posible y tratad de descansar. Yo haré el primer turno de vigilancia y dentro de dos horas me sustituirá Klaus; luego lo hará Georg y, por último, Hermann. Según los cálculos ya será de día para entonces y podremos seguir nuestro camino; luego seremos trasladados. Ya sabéis que los días son más cortos en este escenario.

Todo el grupo, ocho hombres, se dispuso a disfrutar de un reconfortante sueño junto al fuego mientras Horst preparaba su arma y se colocaba junto a la entrada de la cueva. El traslado a la zona seleccionada había sido difícil y más de uno de ellos había sufrido mareos y malestar general. Ahora todos estaban bien, pero el sistema de traslado debería ser mejorado. Entrañaba demasiados problemas, aunque funcionaba muy bien en términos temporales y de localización. Se colocó su mira nocturna infrarroja VAMPYR, que por el momento dejó elevada sobre su frente.

Horst miró su reloj
Glycine
especial. En menos de 25 horas serían retirados de la zona. Tenían tiempo, ya que se hallaban a unas 20 horas del lugar de traslado y, salvo imprevistos, la misión estaba llevándose a cabo sin contratiempos. Era curioso ver aquel paisaje que los potentes rayos iluminaban a intervalos más distantes cada vez. La tormenta iba amainando. Desde luego, aquel traslado había sido el más arriesgado hasta ese momento en todos los aspectos. Recordaba el primero, hacía ya tres meses. No había implicado demasiados problemas y, como en todos los traslados, el general doctor SS Kammler había estado presente y le había ordenado realizar su misión sin contratiempos y lo más rápidamente posible. El
Haupsturmführer
Horst Bauer siempre había llevado a cabo sus misiones sin dudar, a pesar del componente desconocido que implicaban. Sus hombres tenían una fe absoluta en él. De hecho, Georg, Klaus y Hermann le habían acompañado desde el primer traslado. El resto del grupo pertenecía a las SS científicas y dentro de estas, a las áreas de biología, geología y astronomía. Eran muy buenos y se estaban comportando perfectamente a pesar de las dificultades. Los científicos siempre eran diferentes, pero poseían un altísimo nivel de conocimiento.

Se giró hacia sus hombres y le tranquilizó el hecho de que parecieran dormir profundamente. La lluvia prácticamente había terminado y una bóveda celeste, llena de estrellas y espectacularmente brillante, ofrecía un espectáculo único e irrepetible. El pavonado negro de su STG44 brillaba a la luz de aquel cielo nocturno. La comprobó una vez más: estaba en orden. Se oían los sonidos típicos de cualquier jungla, aunque aquella tenía elementos que la diferenciaban de las que había estudiado antes de venir hasta aquí. Su mira infrarroja le proporcionaba visión en las zonas próximas que permanecían oscuras por la noche. Elevó de nuevo la mira sobre su frente. Podía ver el inmenso volcán activo a bastantes kilómetros de su posición. Sin embargo, comprobó con la brújula que estaba hacia la zona a donde debían dirigirse al día siguiente para el traslado. Era el mismo que habían visto al llegar. Esperaba que no fuese un problema para la misión. Con el contraste de la luz del volcán, pudo observar varios insectos parecidos a las libélulas volando en grupo y pasando no muy lejos de donde él se encontraba. Eran más grandes que las que había visto en su niñez en Alemania. Eran increíbles.

Notó que alguien estaba detrás de él. El doctor Joseph Noske, el astrónomo, se aproximó hasta donde estaba Horst. Llevaba lo que parecía un sextante en la mano y otros aparatos que no supo identificar, pero que evidentemente estaban ligados a las mediciones astronómicas.

—Veo que ha dejado de llover. Hay una luz nocturna excelente y quiero aprovechar esta noche, Horst. Ayer no pude, y sospecho que hay algo muy importante ahí arriba.

Horst afirmó con la cabeza las palabras de Joseph. Este desplegó en un pequeño terraplén un trípode telescópico que portaba en una bolsa impermeable. Horst le observaba un poco más atrás. Comprobó la nivelación y, seguidamente, colocó lo que parecía un teodolito en la cúspide superior del soporte.

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