Kokoro (34 page)

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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

BOOK: Kokoro
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Cuando llegaron el padre y el hermano de K, les dije cuál era en mi opinión el lugar donde deberían enterrar sus restos. K y yo teníamos la costumbre de pasear juntos por el barrio de Zoshigaya, un lugar muy del agrado de él. Les recordé que una vez, medio en broma, le prometí:

—Muy bien, cuando te mueras, me encargaré de que te entierren aquí.

Y ahora pensaba: «¿De qué vale ahora recordar aquella promesa y enterrarle en Zoshigaya?». El caso es que mientras yo viviera deseaba arrodillarme ante su tumba todos los meses e implorar nuevamente su perdón. Su padre y su hermano, tal vez convencidos de que no habían hecho mucho por K en vida y reconociendo que era yo quien al final le había cuidado, se mostraron de acuerdo con mi opinión.

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Al volver a casa después del funeral, un compañero de K me preguntó:

—¿Por qué se ha matado?

Muchas veces desde que ocurrió esta desgracia, me habían hecho esta dolorosa pregunta. La señora y la señorita, el padre y el hermano de K, que habían llegado del pueblo, los conocidos a los que yo había mandado aviso de su muerte, hasta los periodistas que no tenían nada que ver, todo el mundo me había hecho sin falta la misma pregunta. Y cada vez que me la hacían, mi conciencia me pinchaba con un dolor punzante. Tras esa pregunta, oía una voz que me increpaba: «¿Por qué no confiesas de una vez que has sido tú quien le ha matado?».

Mi respuesta era siempre la misma a todo el mundo. Me limitaba a repetir el contenido de la carta que K dejó a mi nombre, sin comentar ni una palabra más. Ese compañero de K que me hizo la pregunta y obtuvo la misma respuesta, sacó entonces una hoja de periódico de la pechera de su quimono y me la enseñó. En las líneas indicadas leí, mientras caminaba, que K, por haber sido expulsado del hogar paterno, había caído víctima de una profunda depresión y se había suicidado. No hice ningún comentario. Doblé el papel y se lo devolví. Este compañero me dijo que, además de ese periódico, había otro en el que se decía que K se suicidó en un ataque de demencia.

Yo estaba tan ocupado que apenas tenía tiempo de leer la prensa. Por eso ignoraba todas esas informaciones. En realidad, lo que me preocupaba sobre todo era que apareciera un artículo comprometedor para la señora o su hija. Especialmente, deseaba que ni siquiera se mencionara el nombre de la señorita.

Le pregunté a este compañero:

—¿No habrá algún otro periódico que hable del caso?

—Sólo he encontrado estos dos con información —me respondió.

Poco tiempo después nos mudamos de aquella casa a la actual. Ninguna de las dos mujeres deseaba seguir viviendo allí, y a mí me resultaba muy penoso reproducir cada noche las vivencias de aquella noche. Por todo eso, nos decidimos a cambiar de domicilio.

Dos meses después de mudarnos de casa me gradué en la universidad y, antes de medio año de la graduación, me casé por fin con la señorita. Visto desde fuera, todo podría parecer muy bien porque mis planes se habían cumplido. Tanto la señora como su hija estaban muy felices. Yo también lo estaba. Sin embargo, pegada a mi felicidad había una negra sombra. Pensaba que esa felicidad mía… ¿no sería el comienzo de un recorrido, como la espoleta de una carga de dinamita, que me habría de conducir a un destino fatal, a una explosión?

Después de nuestro matrimonio, la señorita o, más bien, mi esposa, como la llamaré desde ahora, empezó, impulsada por no sé qué pensamientos, a sugerir que visitáramos la tumba de K. Incomprensiblemente, el temor me asaltó.

—¿Por qué se te ha ocurrido esta idea? —le pregunté.

—¡K se alegraría tanto de vernos juntos…! —contestó.

Me quedé mirando la cara inocente de mi esposa, ignorante de todo.

—¿Por qué pones esa cara? —me preguntó ella.

Enseguida me di cuenta de mi expresión y me controlé.

Tal como era su deseo, fuimos los dos juntos a Zoshigaya. Yo eché agua en la tumba nueva y lavé su lápida
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. Mi mujer puso flores y ofreció incienso. Inclinamos nuestras cabezas y juntamos las manos para rezar. Seguramente, ella le contaría al difunto K cómo nos habíamos casado para que se alegrase. Yo, por mi parte, me repetía en el corazón una y otra vez el mal que había hecho… Entonces, mi mujer, acariciando la lápida comentó:

—¡Es una hermosa tumba!

No es que fuera nada especial la tumba, pero ella, como sabía que yo mismo me había encargado de buscar la lápida y comprarla, quería dedicarme este cumplido. Pensando en la nueva tumba, en mi joven esposa y en los restos recientes de K, enterrado a nuestros pies, sentí la risa sardónica del destino.

Decidí no volver jamás a aquel lugar en compañía de mi esposa.

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Mis sentimientos hacia el amigo muerto siguieron conmigo y siguieron para siempre. Era algo que yo me temía desde el principio. Cuando contraje matrimonio con la señorita, algo que tanto había anhelado, pasé por la ceremonia en un estado de angustia. Pero como, al fin y al cabo, el ser humano, como yo, no puede prevenir su futuro, pensé entonces que al casarme tal vez cambiaran mis sentimientos y el matrimonio me llevara a una vida nueva. Esta frágil esperanza, sin embargo, se desvaneció fácilmente ante la dura realidad de verme mañana y noche como esposo.

Cuando me fijaba en la cara de mi mujer, la imagen de K me aterrorizaba. Es decir, mi mujer estaba en medio de nosotros dos como un filtro, de forma que veía imposible librarme de mi amigo muerto. No tenía ningún motivo de queja de mi esposa; simplemente deseaba alejarla de mí con el único propósito de poder zafarme de él. No tardó en sentirlo, aunque no sabía la razón. De vez en cuando me preguntaba:

—¿Por qué estás tan pensativo?

O bien:

—Hay algo que no te agrada, ¿verdad?

Si le contestaba con una sonrisa, todo se arreglaba por el momento; pero otras veces, se ponía nerviosa. En tales casos, yo acababa escuchando palabras de lamento:

—No te gusto, ¿verdad?

O bien:

—Me estás ocultando algo…

Y yo sufría…

En muchas ocasiones, pensé revelarle todo a mi esposa. Pero cuando llegaba el momento, de repente, una fuerza inexplicable me detenía. Creo que no es necesario darte explicaciones a ti, que me comprendes. Pero como es algo que siento que debo decirte, te lo contaré. En aquella época, yo no pretendía fingir ante mi mujer por nada del mundo. Si se lo hubiera confesado vaciando este mismo corazón arrepentido con el que ahora me comunicaba con el difunto K, ella me habría perdonado y hasta habría lavado mi culpa con lágrimas de alegría. Renunciar a confesar la verdad no era el resultado de un interés calculado por mi parte. Simplemente, no deseaba emborronar toda su vida con una negra mancha. Podrás comprender que echar aunque fuera sólo una gota de tinta en algo inmaculadamente blanco, era para mí un enorme y penoso delito.

Al cabo de un año sin poder olvidar a K, yo seguía a merced del mismo estado de continua zozobra. Me esforcé por sumergirme en los libros y así combatir ese estado. Había empezado a estudiar con gran ahínco. Esperé incluso el día en que se publicaran en el mundo los resultados de mis estudios. Pero era falso y me causaba malestar el haberme fijado un objetivo a la fuerza y esperar a cumplirlo por pura obligación. Finalmente, ni siquiera podía ya enterrar mi corazón en los libros y entonces me senté y pasé a observar el mundo de brazos cruzados.

Mi esposa atribuía mi falta de ánimo al hecho de no tener dificultades materiales. Su familia poseía una mediana fortuna suficiente para mantener por lo menos a dos mujeres. Tampoco yo tenía apremio de buscar un trabajo. Tal vez por eso era lógico que pensase de esa manera. Sí, podía ser cierto que me hallara desmoralizado. Pero la razón principal de mi inacción no era esa en absoluto. Cuando fui engañado por mi tío, sentí profundamente no poder confiar en nadie más; pero en mí, en mí mismo, sí podía confiar. En alguna parte de mí tenía la convicción de que la sociedad no lo era, pero yo sí que era digno de estima. Esa convicción, sin embargo, quedó arrasada por completo a causa de K. Al pensar entonces que yo era igual que mi tío, sentí vértigo. Estaba ahora tan hastiado de la gente como lo estaba de mí mismo. No podía moverme.

53

Incapaz de enterrarme vivo en los libros, en una época quise ahogar mi alma en el alcohol y olvidarme de mí. No digo que me gustara beber. Pero mi naturaleza me permitía beber mucho y, si lo deseaba, con esa cantidad de
sake
, buscaba hundir el corazón. Este método me volvió en poco tiempo todavía más pesimista. En plena embriaguez, me daba cuenta de dónde estaba. Me daba cuenta también de que era un imbécil por pretender engañarme a mí mismo. Entonces, con un escalofrío, mis ojos y mi corazón despertaban a la realidad. En otras ocasiones y aunque bebía mucho, era hasta incapaz de asumir la máscara del borracho y me hundía y hundía. Además, después de haber comprado artificialmente ese bienestar falso, siempre caía en un profundo abatimiento. Y en cualquier momento, debía mostrarme así a mi esposa, a la que tanto amaba, y a su madre. Ellas, por si fuera poco, siempre trataban de entender mi comportamiento desde el punto de vista más natural para ellas.

Parece que su madre se quejaba a veces de mí ante su hija. Esas quejas siempre me las ocultaba mi esposa, aunque ella misma tenía que reprenderme para tranquilizarse. Sus reprensiones jamás eran duras y casi nunca consiguió irritarme. A veces, me pedía que le dijese francamente lo que no me gustaba de ella. Y después, me aconsejaba que dejase la bebida por mi propio futuro. Una vez lloró y me dijo:

—¡Cómo has cambiado! Ahora pareces otro…

Esas palabras no me habrían importado tanto, pero las que siguieron sí:

—¡Si viviera K, no habrías cambiado así!

—Es posible —le contesté. Pero el significado de mi respuesta y la interpretación que ella le dio eran totalmente diferentes.

En mi corazón sentí pesar. Aun así, no deseaba explicarle nada.

De vez en cuando, pedía perdón a mi mujer. Solía ocurrir por la mañana, cuando volvía a casa muy tarde después de haber estado bebiendo. Escuchaba mis disculpas riendo o bien se quedaba callada. Otras veces, por sus mejillas resbalaban lágrimas. Reaccionara como fuera, yo me sentía muy mal. Pedir perdón a mi mujer creo que era igual que pedirme perdón a mí mismo.

Por fin, dejé la bebida. La dejé no porque mi mujer me lo aconsejara, sino porque yo mismo sentí hastío. Dejé de beber, ciertamente, pero seguí sin ganas de hacer nada. Sin algo mejor que hacer, me ponía a leer. Leía sin ningún fin, por leer. Leía un libro, lo dejaba, tomaba otro.

—¿Por qué estudias tanto? —me preguntaba a veces ella.

No le contesté más que con una sonrisa amarga. Pero en el fondo del corazón me entristecía pensar que ni siquiera la única persona a quien quería y en quien confiaba podía comprenderme. Me entristecía aún más pensar que había una forma de hacerla comprender, pero que yo no tenía valor para conseguirlo.

Me sentía solo, me sentía muy a menudo apartado del resto del mundo y en soledad conmigo mismo. Al mismo tiempo, no dejaba de pensar en el motivo del suicidio de K. Al principio, por estar dominado yo mismo por el amor, mis juicios eran simples y directos. Llegué rápidamente a la conclusión de que K se había matado por amor…

Sin embargo, después, al enfrentarme yo mismo a esta cuestión con más calma, creí que no se podía definir la causa del suicidio tan a la ligera. ¿Tal vez un conflicto entre el ideal y la realidad? Tampoco me parecía una causa satisfactoria. Más tarde, empecé a sospechar que K decidió quitarse la vida al sentir una soledad tan pavorosa e irremediable como la mía.

Y sentí un miedo espeluznante. El presentimiento de que yo también estaba en el mismo camino de K, empezó a surgir y a atravesar mi mente con la fuerza escalofriante de una ráfaga de frío viento.

54

Por entonces, cayó enferma mi suegra. El diagnóstico del médico fue que no había cura. Me dediqué a cuidar de ella en cuerpo y alma. Esta entrega mía era por la enferma en sí misma y por mi querida esposa, pero también por la humanidad en sentido amplio. Hasta entonces, las ganas que había tenido de hacer algo, de ser útil, se habían estrellado contra mi forzada inmovilidad. Pero ahora, y aunque aislado de la sociedad, pude por primera vez actuar con mi voluntad y cosechar la sensación de estar realizando una buena acción. Me dominaba, así, un sentimiento de expiación.

Mi suegra murió y nos quedamos solos mi esposa y yo.

—En este mundo, ahora tú eres mi único apoyo —me dijo.

La miré y, al pensar que ni yo era apoyo de mí mismo, no pude evitar que me salieran algunas lágrimas. Sentí que mi esposa era una mujer infeliz. Y se lo dije:

—¡Qué infeliz eres!

—¿Por qué dices eso? —me preguntó.

No comprendía el sentido con el que yo lo decía, ni tampoco podía explicárselo yo. Se echó a llorar. Después, dijo:

—Siempre me miras con ojos torcidos. Por eso, dices esas cosas…

Tras la muerte de su madre, yo trataba a mi mujer con la máxima ternura. No sólo porque la quería. Mi ternura obedecía a causas mucho más amplias: las mismas que habían hecho brotar la entrega con que había cuidado a mi suegra. Mi esposa parecía estar contenta. Pero en esta satisfacción suya flotaban vagas nubes puestas allí por no poder entenderme. Aunque me entendiera, esas nubes nunca iban a disiparse; más bien, aumentarían. Soy de la opinión de que las mujeres tienden, en mayor medida que los hombres, a disfrutar más al ser amadas como objetos exclusivos de amor, aunque el amor se salga del camino correcto, que cuando ese amor comprende a toda la humanidad.

Un día, ella me dijo:

—¿Por qué el corazón del hombre y el de la mujer no pueden juntarse en uno solo?

Yo le contesté distraídamente:

—Sí, tal vez puedan, pero cuando son jóvenes.

Ella parecía estar recordando su propio pasado. Y dejó escapar un débil suspiro.

Desde entonces, yo he sentido de vez en cuando mi pecho atravesado por una horrible sombra. Las primeras veces, era una sombra repentina que llegaba del exterior. Me asustaba, me horrorizaba. Pero, a medida que pasaba el tiempo, mi corazón empezó a reaccionar ante esa monstruosa aparición. Al final, ya no parecía llegar de fuera, sino que era como si, desde mi nacimiento, estuviera anidada en el fondo de mi corazón. Cada vez que sentía su presencia, sospechaba que tal vez estaba perdiendo la razón. Nunca se me ocurrió, de todas formas, consultar a un médico. Simplemente, sentía profundamente la culpabilidad del ser humano, una culpabilidad que todos los meses me llevaba a visitar la tumba de K, una culpabilidad que me hizo cuidar solícitamente a mi suegra, una culpabilidad que me ordenaba ser amable con mi mujer.

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