Kafka en la orilla (29 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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—Muchísimas gracias, señora. Me encantaría. Las berenjenas asadas y los pepinillos en vinagre son uno de los platos favoritos de Nakata.

Nakata se guardó en la bolsa un
tupperware
con berenjenas asadas y pepinillos en vinagre, también el sobre con el dinero, y salió de casa de los Koizumi. Se dirigió a la estación a paso rápido y fue hasta el puesto de policía que se encontraba cerca del barrio comercial. Allí había un joven policía sentado frente a la mesa rellenando unos papeles. Llevaba la cabeza descubierta y la gorra descansaba sobre la mesa.

Nakata abrió la puerta corrediza de cristal, entró y dijo:

—Buenas noches. Con su permiso.

—Buenas noches —dijo a su vez el policía. Levantó la vista de los documentos y estudió el aspecto de Nakata. Lo catalogó como un viejo tranquilo e inofensivo. «Debe de querer preguntarme el camino a alguna parte», pensó el joven policía.

Plantado junto a la puerta, Nakata se quitó la gorra de la cabeza y se la metió en el bolsillo del pantalón. Luego se sacó un pañuelo del otro bolsillo y se sonó la nariz. Dobló el pañuelo y volvió a guardárselo en el bolsillo.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el policía.

—Pues, mire, Nakata acaba de matar a un hombre.

El policía dejó caer el bolígrafo sobre la mesa sin darse cuenta y se lo quedó mirando boquiabierto. Por unos instantes no le salieron las palabras.

—¿Que ha…? Siéntese —dijo el policía, incrédulo, señalándole la silla que tenía delante. Luego se llevó la mano a la cintura para comprobar que la pistola, la porra y las esposas seguían en su sitio.

—Sí —respondió Nakata tomando asiento. Enderezó la espalda, depositó ambas manos sobre las rodillas, miró de frente al policía.

—O sea, que has matado a un hombre.

—Sí. Nakata ha matado a un hombre con un cuchillo. Hace apenas un rato —afirmó Nakata categóricamente.

El policía tomó el bloc de notas, echó una ojeada al reloj de pared y registró en el papel la hora y la palabra «apuñalamiento».

—Dame tu nombre y dirección.

—Sí. Me llamo Satoru Nakata. Y mi dirección es…

—Espera. ¿Con qué caracteres se escribe Satoru Nakata?

—Nakata no conoce las letras. Mil perdones, pero no sé escribir. Tampoco sé leer.

El policía hizo una mueca.

—¿Me estás diciendo que no sabes leer ni escribir? ¿Ni siquiera tu nombre?

—Sí. Por lo visto, hasta los nueve años, Nakata sabía leer y escribir, pero tuvo un accidente y dejó de saber. Nakata tampoco es inteligente.

El policía lanzó un suspiro y dejó el bolígrafo sobre la mesa.

—Pues, si no sabes escribir tu nombre, entonces no podremos escribir el informe.

—Mil perdones.

—¿No vives con alguien? ¿Con algún familiar?

—Nakata vive solo. No tiene familia. Tampoco trabaja. Vive del subsidio que le da el señor gobernador.

—Es tarde, mejor que regreses a tu casa. Duerme bien. Y mañana, si te acuerdas de algo, vienes aquí y me lo cuentas.

Se acercaba el cambio de turno y, para entonces, el policía quería dejar listos unos documentos. Había quedado con un compañero de trabajo para ir a tomar algo a un local que había cerca del puesto de policía al acabar su turno. No tenía tiempo que perder con aquel viejo chiflado. Pero Nakata sacudió la cabeza mirándolo con severidad.

—No, señor policía. Nakata quiere contárselo todo mientras lo recuerde bien. Mañana, quizás ya lo haya olvidado todo.

»Nakata estaba en un descampado que hay en el 2-chôme. Se encontraba allí buscando a Goma, tal como la señora Koizumi le había pedido. Entonces apareció de repente un perro negro enorme y condujo a Nakata hasta una casa. Una casa muy grande, con un gran portal y un gran coche negro. No sé la dirección. No había estado nunca por aquella zona. Pero creo que era el distrito de Nakano. Allí había un señor que se llamaba Johnnie Walken y que llevaba un sombrero negro muy extraño. Un sombrero de copa. Dentro de la nevera de la cocina guardaba muchas cabezas de gato. Habría unas veinte. Aquel señor cazaba gatos, les cortaba la cabeza con una sierra y se comía su corazón. Porque hacía una flauta especial con el alma de los gatos. Y luego, con esa flauta, pensaba recolectar almas de personas. Delante de Nakata, el señor Johnnie Walken mató al señor Kawamura con un cuchillo. También mató a unos cuantos gatos más. Les abrió la barriga con un cuchillo. También iba a matar a Mimí y a Goma. Así que Nakata agarró un cuchillo y mató a Johnnie Walken.

»El señor Johnnie Walken le había pedido a Nakata que lo matase, ¿sabe? Pero Nakata no quería hacerlo. No, no quería. Porque Nakata jamás había matado a alguien. Nakata sólo quería decirle al señor Johnnie Walken que dejara de matar a los gatos. Pero el cuerpo no hizo caso de las palabras de Nakata. El cuerpo se movió a su antojo. Y Nakata cogió un cuchillo que había allí y lo clavó una, dos, tres veces en el pecho de Johnnie Walken. Johnnie Walken cayó al suelo cubierto de sangre y se murió. Nakata también se llenó de sangre de los pies a la cabeza. Entonces, Nakata se dirigió tambaleante a un sillón, se sentó y se durmió. Cuando se despertó, ya era de noche y se hallaba en un descampado. Mimí y Goma estaban a su lado. Esto ha pasado hace muy poco. Primero, Nakata ha ido a llevar a Goma a casa de los señores Koizumi y la señora le ha dado a Nakata berenjenas asadas y pepinillos en vinagre. Luego he venido aquí enseguida. Porque he creído que debía notificarlo al señor gobernador.

Cuando acabó de decir esto de corrido, con la espalda erguida, Nakata suspiró. Era la primera vez que explicaba una historia tan larga. Sentía como si la mente se le hubiera quedado en blanco.

—Notifíquelo al señor gobernador.

El joven policía había escuchado el relato de Nakata con cara de estupor. Lo cierto es que no entendía qué le estaban contando. ¿¡El señor Johnnie Walken!? ¿¡Goma!?

—De acuerdo. Voy a notificárselo al gobernador.

—Espero que no me retire el subsidio.

El policía puso cara de pocos amigos y fingió que tomaba nota.

—De acuerdo. Así voy a hacerlo constar. «El interesado solicita que no le sea retirado el subsidio.» ¿Está bien así?

—Muy bien, señor policía. Muchas gracias por haberme dedicado parte de su tiempo. Transmítale mis saludos al señor gobernador.

—Así lo haré. Tranquilo. Y descansa. —Y el policía agregó un último comentario—: Por cierto, para haber quedado cubierto de sangre de los pies a la cabeza cuando mataste a aquel hombre, no tienes una sola gota de sangre en la ropa.

—Sí, en efecto. A decir verdad, esto también le parece extraño a Nakata. No cuadra. Yo diría que quedé cubierto de sangre, pero, a la que me di cuenta, la sangre había desaparecido. Es extraño.

—Mucho —admitió el policía, y en su voz quedó patente todo el cansancio de la jornada.

Nakata abrió la puerta corredera y, cuando ya se disponía a salir, se detuvo, se volvió y dijo:

—Por cierto, ¿mañana al atardecer estará usted aquí?

—Sí —respondió el policía con precaución—. Mañana por la tarde trabajo. ¿Por qué?

—Aunque esté despejado, cuando salga, por si acaso, será mejor que coja el paraguas.

El policía asintió. Se giró y miró el reloj de pared. Pronto lo llamaría su compañero para invitarlo a tomar algo.

—De acuerdo. Cogeré el paraguas.

—Es que van a caer peces del cielo, como si lloviera. Muchos peces. Creo que sardinas. Y tal vez también haya mezclada alguna caballa.

—¡Sardinas y caballas! —se rió el policía—. En ese caso mejor que ponga el paraguas del revés, pesque unas cuantas y las ponga en vinagre.

—La caballa en vinagre también es uno de los platos favoritos de Nakata —dijo Nakata con expresión seria—. Pero mañana, a estas horas, posiblemente yo ya no esté aquí.

Y cuando, al atardecer del día siguiente, cayó en efecto del cielo una tromba de sardinas y caballas en aquella esquina del distrito de Nakano, el policía empalideció. Sin previo aviso, alrededor de unos dos mil peces cayeron de entre las nubes. La mayoría reventó al precipitarse contra el suelo, pero los que sobrevivieron se quedaron saltando y coleando en el suelo del barrio comercial. Tal como se podía apreciar a simple vista, estaban frescos y aún despedían olor a mar. Los peces se precipitaban ruidosamente sobre la gente, los coches y los edificios, aunque como al parecer no caían desde una gran altura, por fortuna no hirieron gravemente a nadie. Lo peor fue el fuerte impacto psicológico que ocasionaron. Una enorme cantidad de peces cayendo del cielo como el granizo. Una escena que parecía sacada del Apocalipsis.

Más tarde, la policía abriría una investigación, pero jamás logró aclararse desde dónde ni cómo habían transportado tantos peces al cielo. Ningún mercado de pescado, ningún barco pesquero había denunciado la desaparición de tan ingente cantidad de peces. Tampoco había constancia de que, en aquellos momentos, algún avión o helicóptero hubiera sobrevolado la zona. No había noticia de que se hubiera producido algún torbellino, y era inimaginable que se tratase de una gamberrada. Demasiado trabajo para que fuera una simple broma. A petición de la policía, el centro de Sanidad Pública del distrito de Nakano recogió y analizó muestras de los peces que habían caído del cielo, pero no hallaron nada anormal. Sólo eran sardinas y caballas normales y corrientes. Frescas, posiblemente buenas al paladar. Sin embargo, la policía, sirviéndose de coches con servicio de megafonía, advirtió a la población que no comiese aquellos peces porque se desconocía su procedencia y podían contener algún elemento tóxico.

Las camionetas de las emisoras de televisión acudieron en tropel. Aquél era realmente un acontecimiento digno de ser transmitido. Los reporteros invadieron el barrio comercial e informaron a todo el país sobre aquel misterioso suceso. Recogían los peces del suelo a paletadas y los mostraban. Emitieron la declaración de un ama de casa a la que las sardinas y caballas habían golpeado en la cabeza. La aleta dorsal de una caballa le había herido en una mejilla.

—Y menos mal que eran sardinas y caballas. Porque, si llegan a ser atunes, hubiese podido ser mucho peor —argumentó la mujer presionándose un pañuelo contra la mejilla. La observación tenía fundamento, pero la gente que miraba la televisión se echó a reír. Un reportero intrépido tuvo la osadía de coger sardinas y caballas del suelo, asarlas allí mismo y comérselas delante de la cámara.

—¡Buenísimas! —fanfarroneó—. Muy frescas y con la cantidad de grasa justa. ¡Lástima que no tenga nabo ni un poco de arroz hervido recién hecho!

El joven policía no sabía qué hacer. Aquel extraño viejo —del que, por cierto, ni recordaba el nombre— le había pronosticado que por la tarde caería del cielo una gran cantidad de peces. Sardinas y caballas, había dicho. Y así había sucedido… Pero él se lo había tomado a risa y ni siquiera había apuntado su nombre y su dirección. ¿Debería presentar ahora un informe a sus superiores? Posiblemente eso fuera lo correcto. ¿Pero qué utilidad tendría presentarlo en aquellos momentos? Nadie había resultado herido, no había ninguna prueba de que se hubiese cometido un crimen. Sólo habían caído peces del cielo.

Además, ¿le creerían sus superiores si les contaba una historia absurda según la cual un extraño viejo había ido al puesto de policía y había pronosticado que, al día siguiente, caerían sardinas y caballas del cielo? ¿No era normal acaso que creyeran que se había vuelto loco? Y puede que la historia trajese cola y él se convirtiese en el hazmerreír de la comisaría.

Y una cosa más. Aquel viejo había ido al puesto de policía a informar de que había cometido un asesinato. Es decir, a entregarse. Y no le había hecho caso. Ni siquiera lo había registrado en el cuaderno de incidencias del día. Eso iba claramente contra el reglamento y podía ser motivo de sanción. Pero es que la historia de aquel viejo no tenía ni pies ni cabeza. Ningún policía que se hubiese encontrado allí de servicio lo habría tomado en serio. Entre un asunto y otro, la jornada laboral en un puesto de policía es muy ajetreada y el trabajo burocrático se acumula. El mundo está lleno de chiflados que acuden en tropel a la comisaría, todos juntos, como si se hubiesen puesto de acuerdo, a decir sandeces. Uno no puede tomarse en serio todo lo que le cuentan.

Sin embargo, puesto que la predicción de que caerían peces del cielo se había cumplido (¡y mira que era estúpido eso también!), él ya no podía afirmar categóricamente que aquella historia increíble según la cual el viejo habría matado a cuchilladas a un individuo —a un tal Johnnie Walken había dicho— fuera una invención de cabo a rabo. Y suponiendo que fuera cierta, podría verse en una situación apurada. Porque había enviado a casa a un hombre que le había dicho: «Acabo de cometer un asesinato» sin informar siquiera del hecho.

Pronto llegaron los camiones de la limpieza y se llevaron los peces desparramados por las calles. El joven policía controló el tráfico. Cerró la entrada del barrio comercial para que no pasaran los coches. El pavimento de las calles del barrio comercial estaba lleno de escamas adheridas que los encargados de la limpieza intentaban desprender, sin conseguirlo, con los chorros de agua de las mangueras. El suelo permaneció resbaladizo durante un tiempo y hubo varias amas de casa a las que, yendo en bicicleta, los neumáticos les resbalaron y acabaron por el suelo. El olor a pescado no se iba y los gatos del barrio estuvieron toda la noche presos de una gran excitación. Acosado por semejante multitud de problemas, el joven policía no tuvo tiempo de pensar en el enigmático viejo.

Pero al día siguiente, cuando descubrieron el cadáver de un hombre apuñalado en una zona residencial del barrio, el joven policía se quedó sin aliento. El hombre asesinado era un famoso escultor y el cadáver lo descubrió la mujer de la limpieza, que iba a la casa cada dos días. La víctima, no se sabe por qué razón, estaba completamente desnuda y tendida sobre un mar de sangre. Se estimaba que la hora de su muerte había sido dos días antes al atardecer. El instrumento del crimen era un cuchillo de trinchar la carne que se había encontrado en la cocina. «¡Todo lo que me contó el viejo era cierto!», pensó el policía. «¡Qué horror! ¿Qué hago yo ahora? Si hubiese avisado a la central, se lo habrían llevado en un coche patrulla y listos. Una cosa así, una confesión de asesinato, tendría que habérsela pasado a los de arriba. Y que decidieran ellos si el viejo estaba loco o no. Y yo habría cumplido con mi deber. Pero no lo hice. Y, ahora, lo mejor que puedo hacer es seguir callando». Ésa fue la decisión del policía.

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