Él asintió, aunque ninguno de los dos se hacía ilusiones acerca de la visión de la política y, por consiguiente, de la Historia, que podía tener un hombre que había pasado veintidós años en el ejército. De todos modos, al igual que la
signorina
Elettra, Brunetti pensaba que era preferible cerciorarse.
—¿Y sabe si esos dos hombres estuvieron en contacto mientras alguno de ellos se hallaba en servicio activo?
Ella volvió a sonreír, como si la complaciera su perspicacia, y atrajo hacia sí el otro montón de papeles.
—Parece ser que cuando el
colonello
asesoraba a la comisión parlamentaria, el
maggior,
que acababa de retirarse, estaba en el Consejo de Administración de Edilan-Forma.
—¿Que es…?
—Una empresa con sede central en Ravenna que suministra a los militares uniformes, botas y mochilas, además de otras cosas.
—¿Qué otras cosas?
—Todavía no he podido entrar en su ordenador —dijo ella, convencida sin duda de que la conversación seguía amparada por la promesa de discreción—. Pero parece ser que suministran todo lo que un soldado puede llevar encima. También podrían subcontratar a proveedores de bebidas y productos alimenticios al ejército.
—¿Y todo ello supone…? —preguntó Brunetti.
—Millones, comisario, millones y millones. Es una mina, o podría serlo. Al fin y al cabo, el ejército se gasta quince mil millones de euros al año.
—¡Pero eso es un escándalo! —estalló él.
—No lo es para los que tienen la posibilidad de llevarse un pellizco.
—¿Edilan-Forma?
—Por ejemplo —respondió ella, y entonces volvió a la información que había reunido—. En cierta ocasión, la comisión examinó los contratos con Edilan-Forma porque uno de sus miembros había planteado preguntas sobre ellos.
—¿Moro? —inquirió Brunetti, a fin de cerciorarse.
Ella asintió.
—¿Qué tipo de preguntas?
—En las actas del Parlamento se hace mención de los precios de varias partidas, y de las cantidades pedidas —dijo ella.
—¿Y qué pasó?
—Que, cuando el miembro de la comisión dimitió, no se repitieron las preguntas.
—¿Y los contratos?
—Todos se renovaron.
Brunetti se preguntaba si estaría loco, por encontrar todo eso tan normal y tan fácil de entender. ¿O estarían locos todos los ciudadanos de este país, por entender que los papeles que la
signorina
Elettra tenía encima de la mesa sólo admitían una lectura? Los fondos públicos estaban ahí para que metiera mano todo el que pudiera, y su saqueo era la suprema prebenda del servidor del Estado. Moro, con su integridad y su ingenuidad transparentes, se había atrevido a desafiar este principio. Brunetti ya no abrigaba la menor duda de que la respuesta a las preguntas de Moro se la habían dado no a él sino a su familia.
—¿Podría investigar más de cerca a Toscano y Filippi? Suponiendo que no lo haya hecho ya.
—Precisamente en eso estaba trabajando cuando ha entrado, comisario —dijo ella—. Pero mi amigo de Roma, el que trabaja en los archivos militares, ha sido enviado a Livorno para varios días y no tendré acceso a sus datos hasta finales de semana.
Absteniéndose de recordarle que, cuando él había entrado, ella estaba en la ventana contemplando tristemente su pasado o su futuro y no trabajando en nada, Brunetti le dio las gracias y volvió a su despacho.
Brunetti, ejercitando su fuerza de voluntad, se obligó a permanecer en la
questura
hasta la hora de salida habitual, dedicado a leer y contraseñar informes. Al cabo de un rato, decidió leer sólo uno de cada dos, y después, uno de cada tres, aunque sin olvidarse de estampar un esmerado «G. B.» al pie de cada uno, incluso de los no leídos. Mientras recorría con la vista las palabras, las columnas de números, el torrente interminable de hechos y cifras que tenían con la realidad el mismo parentesco que Anna Anderson con el zar Nicolás II, el pensamiento de Brunetti no se apartaba de Moro.
Antes de salir, llamó a Avisani a Palermo. Nuevamente, el periodista contestó dando su apellido.
—Soy yo, Beppe —dijo Brunetti.
—Si no ha pasado ni un día, Guido. Dame tiempo, ¿no? —dijo el periodista con mordacidad.
—No llamo para achuchar, Beppe, créeme. Es que quiero añadir dos nombres a la lista —empezó Brunetti. Sin dar a Avisani tiempo de protestar, prosiguió—:
Colonello
Giovanni Toscano y
maggior
Marcello Filippi.
Al cabo de un rato, Avisani dijo:
—Bien, bien, bien. Donde hay sal hay pimienta; donde hay aceite hay vinagre; donde hay humo hay fuego…
—¿Y donde está Toscano está Filippi, imagino? —preguntó Brunetti.
—Exactamente. ¿Cómo te has tropezado con esos dos?
—Moro —dijo Brunetti escuetamente—. Los dos estaban involucrados en la comisión en la que trabajaba Moro cuando dejó el Parlamento.
—Ah, sí.
Procurezza
—dijo Avisani, alargando las sílabas para saborear su sonido.
—¿Sabes algo? —preguntó Brunetti, aunque estaba seguro de que así era.
—Sé que al
colonello
Toscano le instaron a dejar su puesto de asesor de la comisión parlamentaria y que, al poco tiempo, dejó el servicio activo en el ejército.
—¿Y Filippi?
—Mi impresión es que el
maggior
comprendió que su posición se había hecho muy evidente.
—¿Qué posición?
—La de marido de la prima del presidente de la empresa que proveía a los paracaidistas de la mayor parte de sus suministros.
—¿Edilan-Forma? —preguntó Brunetti.
—Eres un chico aplicado —elogió Avisani. A fuer de sincero, Brunetti hubiera tenido que aclarar que la aplicada era la
signorina
Elettra, pero creyó preferible no revelar ese detalle a un miembro de la prensa.
—¿Has escrito sobre eso?
—Una y otra vez, Guido —respondió Avisani con enfática resignación.
—¿Y qué crees que va a hacer la gente? ¿Rasgarse las vestiduras, fingir que ésa no es la manera en la que también ellos hacen sus negocios? ¿Recuerdas lo que dijo aquel cómico de la televisión cuando empezaron la investigación de
Mani Pulite?
—¿Que todos éramos culpables de corrupción y todos deberíamos pasar unos días en la cárcel? —preguntó Brunetti, recordando la vehemente amonestación que Beppe Grillo hizo a sus conciudadanos. Grillo era un cómico, y la gente podía reírse, pero lo que dijo aquella noche no tenía gracia.
—Sí —dijo Avisani, recuperando la atención de Brunetti—. Hace años que vengo escribiendo artículos sobre eso, y también sobre otras agencias del Gobierno, cuya función primordial es la de desviar dinero a amigos y parientes. Pero nadie protesta. —Esperó la reacción de Brunetti y repitió—: Y nadie protesta porque todos piensan que un día puede llegarles a ellos la oportunidad de hacerse con ese dinero fácil y que les conviene que el sistema siga tal como está. Y sigue.
Como Brunetti sabía que ésa era la situación, nada tuvo que objetar a los comentarios de su amigo. Volviendo a la primera observación de Avisani, preguntó:
—¿Ésa es la única relación que existe entre los dos?
—No. Se graduaron por la Academia de Modena el mismo año.
—¿Y después de aquello? —preguntó Brunetti.
—No lo sé. Dudo que tenga importancia. Lo que importa es que se conocían bien y que los dos acabaron interviniendo en los suministros.
—¿Y que los dos se retiraron?
—Sí, y casi al mismo tiempo.
—¿Sabes dónde está Filippi? —preguntó Brunetti.
—Creo que ahora vive en Verona. ¿Quieres que me informe?
—Sí.
—¿Hasta dónde he de llegar?
—Hasta donde puedas.
—¿Y tú pensarás pagarme como siempre, imagino? —preguntó Avisani riendo.
—¿No quieres comer los guisos de mi mujer? —preguntó Brunetti fingiendo indignación y, antes de que Avisani pudiera responder, agregó—: No quiero causarte contratiempos.
El periodista volvió a reír.
—Guido, si me asustaran los contratiempos, no podría dedicarme a este oficio.
—Gracias, Beppe —dijo Brunetti, y el afecto que había en la risa del otro al despedirse le dijo que su amistad seguía tan sólida como siempre.
Bajó la escalera y, por más que trató de resistirse al canto de sirena del ordenador de la
signorina
Elettra, no lo consiguió. En el despacho no había luz, y el monitor apagado daba a entender que la joven no había conseguido todavía los datos que él le había pedido. Nada podía hacer Brunetti, como no fuera registrar la mesa, por lo que decidió irse a casa, en busca de su cena.
A la mañana siguiente, Brunetti llegó a la
questura
antes de las ocho, dio un rodeo por el despacho de la
signorina
Elettra y, al verlo desierto, siguió hasta la oficina de los agentes, donde encontró a Pucetti sentado a una mesa, leyendo una revista. El joven se puso de pie al ver a Brunetti.
—Buenos días, comisario. Esperaba que llegara temprano.
—¿Qué tiene para mí? —preguntó Brunetti. Percibió vagamente un movimiento a su espalda, y vio su reflejo en la cara de Pucetti, de la que se borró la sonrisa.
—Estos formularios, comisario —dijo el joven, acercándose dos montones de papeles que estaban en la mesa contigua a la suya—. Creo que requieren su firma —dijo con voz neutra.
En el mismo tono, Brunetti dijo:
—Ahora he de bajar a hablar un momento con Bocchese. ¿Podría subírmelos al despacho?
—Desde luego, señor —dijo Pucetti poniendo primero un fajo de papeles y luego el otro encima de la revista y alisando los bordes. Cuando los levantó de la mesa, la revista había desaparecido.
Brunetti se volvió hacia la puerta y la encontró bloqueada por el teniente Scarpa.
—Buenos días, teniente —dijo Brunetti con naturalidad—. ¿Desea hablar conmigo?
—No, señor; quería hablar con Pucetti.
A Brunetti le iluminó la cara un gesto de sorpresa y agradecimiento.
—Ah, le agradezco que me lo haya recordado, teniente: tengo algo que preguntar a Pucetti. —Miró al joven—. Espéreme en mi despacho, agente. —Sonriendo amistosamente al teniente añadió—: Ya sabe cómo le gusta a Bocchese empezar temprano —insinuando que esta particularidad era del dominio público en la
questura
—, cuando lo cierto era que Bocchese pasaba la primera hora de la jornada leyendo
La Gazzetta dello Sport
y utilizando su dirección electrónica de la
questura
para hacer apuestas en tres países.
En silencio, el teniente se hizo a un lado para dejar paso a su superior. Brunetti esperó junto a la puerta a que Pucetti se reuniera con él y entonces la cerró.
—En fin, creo que Bocchese podrá esperar unos minutos —dijo Brunetti con resignación. Cuando hubieron entrado en su despacho, cerró la puerta y, mientras se quitaba el abrigo y lo colgaba en el armario, dijo—: ¿Qué ha averiguado?
Pucetti, que conservaba los papeles debajo del brazo, dijo:
—Me parece que al chico Ruffo le pasa algo, señor. Ayer me acerqué por allí y me quedé cerca del bar que hay en la calle de la escuela. Cuando el chico entró, yo lo saludé y le ofrecí un café, pero me pareció que le ponía nervioso hablar conmigo.
—O que lo vieran hablar con usted —apuntó Brunetti. Pucetti asintió y el comisario preguntó—: ¿Por qué dice que le pasa algo?
—Porque me parece que ha tenido una pelea. —Sin esperar a que Brunetti le preguntara, Pucetti prosiguió—: Tenía desolladuras en las dos manos y los nudillos de la derecha hinchados. Cuando vio que se las miraba, las escondió a la espalda.
—¿Qué más?
—Se movía de otra manera, comisario, como rígido.
—¿Qué le dijo? —preguntó Brunetti sentándose detrás de su mesa.
—Dijo que había tenido tiempo de pensarlo y que, después de todo, ahora le parece que quizá se suicidara —dijo Pucetti.
Brunetti puso los codos en la mesa y apoyó la barbilla en ambas manos. Guardó silencio, esperando que Pucetti le revelara no sólo lo que le habían dicho sino también lo que él pensaba.
Frente al silencio de su superior, Pucetti aventuró:
—Pero él no lo cree, comisario. Por lo menos, ésa es mi impresión.
—¿Por qué?
—Parecía asustado, y por su forma de hablar, daba la impresión de estar repitiendo algo que había aprendido de memoria. Cuando le pregunté por qué pensaba que había podido suicidarse, dijo que Moro se había comportado de forma extraña durante las últimas semanas. —Pucetti hizo una pausa y agregó—: Todo lo contrario de lo que me dijo la primera vez. Y parecía necesitar recibir de mí una señal de que le creía.
—¿Usted se la dio? —preguntó Brunetti.
—Desde luego, señor. Pensé que, si necesitaba eso para sentirse seguro, valdría más que lo tuviera.
—¿Por qué, Pucetti?
—Porque así se tranquilizará y, cuando esté tranquilo, la próxima vez que hablemos con él se asustará todavía más.
—¿Que hablemos con él aquí, quiere decir?
—Sí, señor. Abajo y en compañía de alguien grande.
Brunetti levantó la mirada y sonrió al joven.
La persona más idónea para conducir el interrogatorio era Vianello, que había perfeccionado el arte de disimular su innata bondad con una gama de expresiones que iban de la simple reprobación a un furor escalofriante. Pero esta vez no tendría ocasión de emplear su repertorio con el cadete Ruffo, porque cuando, una hora después, el inspector y Pucetti llegaron a la Academia San Martino, el cadete no estaba en su habitación, ni los chicos de su planta sabían dónde podían encontrarlo.
Fue el comandante quien les informó, cuando, finalmente, sus indagaciones los llevaron a su despacho, de que al cadete Ruffo se le había concedido un permiso para visitar a su familia y no regresaría a la academia hasta al cabo de dos semanas por lo menos.
Cuando preguntaron el motivo del permiso, el comandante se limitó a aludir vagamente a «asuntos familiares», como si esta respuesta tuviera que bastar para satisfacer su curiosidad.
Vianello sabia que la
signorina
Elettra tenía la lista de alumnos, y suponía que allí figuraría la dirección de los padres de Ruffo, por lo que no era sino el interés por oír la respuesta del comandante lo que impulsó al inspector a pedírsela. Aquél se la negó, aduciendo que las direcciones de los alumnos eran información reservada, y luego declaró que debía asistir a una reunión y les pidió que se marcharan.