Juicio Final (19 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juicio Final
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—Hace diez años todo era diferente. Y hace veinte, aún lo era más.

—¿Cómo era?

—¿Ve esa gasolinera? El restaurante Exxon Mini-Mart, un autoservicio con tienda de comestibles y surtidores automáticos con pantalla digital.

Pasaron por delante de la gasolinera.

—Sí. ¿Qué le pasa?

—Hace cinco años era una pequeña Dixie Gas, regentada por un tipo que seguramente había formado parte del Klan en los años cincuenta. Un par de viejos surtidores y la bandera de barras y estrellas colgando en la ventana. El negocio estaba situado en un lugar privilegiado, así que lo vendió por una pequeña fortuna. Se retiró a una de esas casitas que construyen por aquí en urbanizaciones con nombres como Fox Run, Bass Creek o Campos Elíseos, supongo. —El detective rió levemente—. Eso me gusta. Cuando me jubile, el lugar al que me vaya a vivir se llamará Campos Elíseos. O tal vez Valhalla, más apropiado para un poli, ¿eh? Los guerreros de la sociedad moderna. Claro que probablemente moriré con las botas puestas.

—Cierto —respondió Cowart.

Estaba tenso. El detective parecía ocupar todo el espacio del habitáculo, como si fuera más grande de lo que Cowart abarcaba con la mirada.

—¿Tanto ha cambiado?

—Mire alrededor. La carretera es buena, eso supone dólares en impuestos. Se acabaron los negocios familiares. Ahora todo son Seven-Eleven y Winn-Dixie y Southland Corporation. Si quiere tener el coche a punto, vaya a una empresa. Si quiere ver a un dentista, vaya a una asociación profesional. Si quiere comprar algo, vaya a un centro comercial. Por Dios, el quarterback del instituto es hijo de un profesor negro, y el mejor receptor es hijo de un mecánico blanco. ¿Qué le parece?

—Las cosas no parecen haber cambiado mucho donde vive la abuela de Ferguson.

—No, eso es verdad. El viejo Sur, pobre y sucio. Caluroso en verano y frío en invierno. Estufas de leña, tuberías exteriores y pies descalzos que patean el polvo. No todo ha cambiado, y ésa es la clase de lugar que existe para recordarnos lo mucho que nos queda por hacer.

—Las gasolineras son una cosa —dijo Cowart—, pero ¿qué hay de la actitud?

Brown soltó una carcajada.

—Eso cambia más lentamente. Todo el mundo aplaude cuando el hijo del profesor pasa el balón y el hijo del mecánico lo recibe y marca un tanto. Ahora bien, si uno de esos muchachos quisiera salir con la hermana del otro, en fin, me parece que los aplausos cesarían de inmediato. Pero bueno, usted ya estará al tanto de todo esto en su trabajo, ¿no?

El periodista asintió, sin saber si le tomaba el pelo, lo insultaba o le hacía un cumplido. Pasaron ante una parcela amplia en la que se construían viviendas. Una excavadora amarilla trabajaba en un prado verde, dejando una cicatriz de tierra rojiza; sus chirridos resonaban al escarbar. No lejos de allí, un grupo de operarios con cascos y camisas empapadas en sudor apilaba madera y bloques de hormigón ligero. Ambos hombres permanecieron en silencio hasta que dejaron atrás la obra. Luego Cowart preguntó:

—Por cierto, ¿dónde está Wilcox hoy?

—¿Bruce? Bueno, tuvimos un par de muertes en accidente de tráfico la pasada madrugada. Lo envié para que hiciera el atestado de la autopsia. Eso nos enseña a respetar los cinturones de seguridad y a no conducir borrachos, y lo que ocurre cuando a los operarios como los que acabamos de pasar se les paga el jueves.

—¿Necesita lecciones como ésa?

—Todos las necesitamos. Forma parte del trabajo.

—¿Como su genio?

—Eso es algo que tendrá que aprender a controlar. A pesar de todo, es un observador muy prudente y astuto. Le sorprendería lo bueno que es con las pruebas y las personas. No suele perder los estribos de esa manera.

—Debería haberse controlado con Ferguson.

—Creo que no acaba de entender lo desquiciados que estábamos todos.

—Eso no viene al caso, y usted lo sabe.

—No, ése es precisamente el caso. Pero usted no quiere escucharme.

La advertencia acalló a Cowart. Sin embargo, al cabo dijo:

—¿Sabe lo que sucederá cuando escriba que su amigo golpeó a Ferguson?

—Sé lo que usted cree que sucederá.

—Que habrá un nuevo juicio.

—Tal vez.

—Diría que usted sabe algo y me lo oculta.

—No, señor Cowart, lo que sé es cómo funciona el sistema.

—Bueno, el sistema dice que no se puede obtener la confesión de un acusado a mamporros.

—¿Y eso hicimos nosotros? Recuerdo haberle dicho que Wilcox sólo lo abofeteó un par de veces. Con la mano abierta. No es más que una manera de captar la atención. ¿Le parece que obtener la confesión de un asesino es como servir un té con maneras agradables y correctas? ¡No me joda, Cowart! Y necesitamos casi veinticuatro horas para que confesara. ¿Dónde están la causa y el efecto?

—Ésa no es la versión de Ferguson.

—Supongo que dice que no dejamos de torturarlo.

—Exacto.

—Que no le dimos comida ni bebida, que no lo dejamos dormir, que lo sometimos a un maltrato constante, además de privarlo de sus derechos e intimidarlo. Es el viejo cuento, y por lo visto obtiene resultados satisfactorios. Se viene usando desde la Edad de Piedra. ¿Es eso lo que él alega?

—Más o menos. ¿Lo niega usted?

Brown sonrió y asintió.

—Por supuesto. No ocurrió de esa manera. De haber sido así, le habríamos sacado una rápida confesión a ese negro hijoputa. Habríamos averiguado cómo cameló a Joanie para que subiera al coche, dónde escondió su ropa y ese pedazo de alfombrilla y toda la mierda que no nos dijo.

Cowart volvió a sentir un ramalazo de indecisión. Lo que decía el policía era cierto.

—Ahí lo tiene, eso le ayudará a escribir su artículo, ¿no? —añadió Brown—. Un desmentido oficial.

—Ya.

—Pero no le hará desistir, ¿verdad?

—No.

—Ya. Supongo que a usted le compensa más creerle a él.

—Yo no he dicho eso.

—¿Ah no? ¿Y qué hace que su versión sea más convincente que la mía, si puede saberse?

—Tampoco he dicho eso.

—Y una mierda. —Brown se volvió en su asiento y lo fulminó con la mirada—. No me venga con la típica excusa de periodista. El discursito del «¡Eh!, yo me limito a publicar las versiones y dejar que los lectores decidan a quién creer», ¿no?

Cowart, inquieto, asintió con la cabeza. El detective también asintió y desvió la mirada hacia la ventanilla.

Cowart se sumió en el mutismo mientras seguía conduciendo despacio carretera abajo. Vio que dejaban atrás la intersección descrita por Sullivan. Escudriñó la calzada, buscando el grupo de sauces.

—¿Qué busca? —preguntó Brown.

—Sauces y una alcantarilla que pasa por debajo de la carretera.

El detective frunció el entrecejo y se tomó un segundo antes de responder.

—Carretera abajo. Vaya más despacio, se lo enseñaré.

Señaló adelante y Cowart vio los árboles y un pequeño espacio de tierra donde podía parar. Aparcó y bajó.

—Vale —dijo el detective—, aquí están los sauces. ¿Y ahora qué buscamos?

—No estoy seguro.

—Señor Cowart, a lo mejor si fuera usted un poco más comunicativo…

—Me dijeron que buscara bajo la alcantarilla.

—¿Quién le dijo eso? ¿Y buscar qué?

El periodista meneó la cabeza.

—Primero echemos un vistazo.

El detective resopló, pero lo siguió.

Cowart se acercó al arcén y vio el borde oxidado de la tubería gris que sobresalía de una maraña de broza, roca y musgo. Estaba rodeado del inevitable surtido de desperdicios: latas de cerveza, botellas de plástico, envoltorios irreconocibles, una vieja playera de empeine blanco, y un fétido paquete de pollo frito a medio consumir. Un reguero de agua turbia salía del fondo del cilindro de metal. Cowart vaciló, luego bajó hasta la húmeda y espinosa maleza. Los arbustos se le enganchaban en la ropa y notó lodo bajo los pies. El detective lo siguió sin titubear, sin importarle estropearse el traje.

—Dígame —inquirió el periodista—, ¿esto siempre está así, o…?

—No. Cuando llueve mucho toda esta zona se inunda y se convierte en un pantano de lodo e inmundicia. Tarda un par de días en volver a secarse. Y así una y otra vez.

Cowart se puso los guantes.

—Sujéteme la linterna —dijo.

Se arrodilló con cuidado y, con el detective manteniendo el equilibrio a su espalda y enfocando con la linterna la boca de la alcantarilla, empezó a raspar tierra compacta y roca.

—Señor Cowart, ¿qué está haciendo?

El periodista no respondió, sólo continuó sacando porquería y amontonándola a su espalda.

—Tal vez si me dijera…

Cowart alcanzó a ver algo en el haz de luz. Escarbó con más ímpetu. El detective se percató de que había descubierto algo e intentó echar un vistazo desde arriba. Cowart apartó las hojas mojadas y el barro con las manos, distinguió un mango y lo agarró. Tiró con fuerza. Por un instante ofreció resistencia, como si la tierra no se fuera a rendir sin luchar; luego cedió. Cowart se puso en pie bruscamente, volviéndose hacia Brown para enseñarle lo que había cogido.

—Un cuchillo —dijo lentamente.

El detective se quedó mirando el arma, perplejo.

—Un arma homicida, supongo.

La hoja de diez centímetros y el mango tenían una costra de tierra y óxido. Estaba ennegrecido por el tiempo y los elementos, y por un momento Cowart temió que el arma se desintegrase en sus manos.

Brown miró con dureza al periodista, sacó un pañuelo del bolsillo y cogió el cuchillo por la punta, envolviéndolo con cuidado.

—Yo lo cojo —dijo, y lo metió en el bolsillo de la chaqueta—. No ha quedado gran cosa —añadió—. Lo llevaremos al laboratorio, pero yo no me haría demasiadas ilusiones. —Contempló fijamente la alcantarilla, y luego el cielo—. Retroceda —murmuró—. No toque nada más. Puede que haya algo de valor forense. —Clavó una larga y fría mirada en Cowart—. Si este lugar guarda relación con un crimen, quiero que esté intacto.

—Ya sabe con qué guarda relación.

Brown retrocedió sacudiendo la cabeza.

—Hijo de puta —dijo en voz baja, y gateó por la pendiente de regreso al coche. Se quedó plantado un instante en la carretera, con el puño apretado y expresión ceñuda. De repente y con una celeridad que pulverizó la quietud de la mañana, dio una patada a la puerta abierta del coche. El ruido retumbó entre el calor y la luz del sol, para desvanecerse poco a poco como un lejano disparo.

Cowart estaba sentado a solas en el despacho del policía, esperando. Desde la ventana contemplaba cómo la noche iba cubriendo la ciudad, una ola de penumbra que parecía afanarse por salir de los rincones oscuros y de debajo de los árboles umbríos para apoderarse de la atmósfera. Oscureció con una rapidez invernal; nada que ver con el lento amanecer de los días estivales.

Aquel día lo había pasado con los nervios a flor de piel. Había visto cómo un grupo de analistas peinaban cuidadosamente la alcantarilla en busca de más pruebas. Había visto cómo etiquetaban e introducían en unas bolsas escombros, muestras de tierra y parte de la irreconocible basura. Sabía que no encontrarían nada, pero presenció la búsqueda con paciencia.

A última hora de la tarde, el teniente y él habían vuelto en coche a la jefatura, y allí el detective lo había dejado en su despacho, a la espera de los resultados del examen del laboratorio con relación al cuchillo. Los dos hombres habían compartido poco más que silencio.

En el despacho, Cowart contempló una fotografía enmarcada del detective y su familia, que posaban a la entrada de una iglesia enjalbegada. Una esposa y dos hijas, una de ellas toda trenzas y aparato de ortodoncia con un gesto de aburrimiento que traspasaba incluso su ropa de domingo; la otra, una adolescente descarada de piel suave y figura aprisionada en el blanco almidonado de su blusa. El detective y su esposa sonreían con calma a la cámara, procurando aparentar naturalidad.

De repente, Cowart sintió una punzada de remordimiento. Después de lo del divorcio, él se había deshecho de todas las fotografías en las que posaba con su esposa y su hija. Ahora se preguntó por qué.

Recorrió con la mirada los demás adornos que colgaban de la pared. Una serie de placas lo reconocían como ganador del concurso anual de tiro del condado, una mención enmarcada del ayuntamiento daba fe de su valentía en una delicada misión, una medalla enmarcada, una Estrella de Bronce junto con otra mención y una fotografía de un Tanny Brown uniformado, más joven y mucho más delgado, en el sureste asiático.

La puerta se abrió a sus espaldas y Cowart se volvió. El detective entró impasible, con el rostro inexpresivo.

—¿Cómo consiguió la medalla? —preguntó Cowart.

—¿Qué?

El periodista señaló la pared.

—Ah, eso. Estaba en la sección médica. El pelotón cayó en una emboscada y cuatro hombres estaban heridos en un arrozal. Yo salí a recogerlos, uno por uno. Nada del otro mundo, pero aquel día nos acompañaba un periodista del
Washington Post
. Mi teniente creía que por culpa suya, del teniente, el pelotón había caído en una emboscada, y pensó que más le valía hacer algo en compensación. Así que se aseguró de que yo recibiera una medalla. Era una manera de borrar la mala impresión que le iba a quedar a aquel periodista después de pasarse cuatro horas en pleno tiroteo con la cara hundida en un pantano plagado de sanguijuelas. ¿Fue usted a Vietnam?

—No. Mi número en el sorteo era el veintitrés. Nunca salió.

El detective asintió y le indicó que tomara asiento, mientras él se dejaba caer en su silla, al otro lado de la mesa.

—Nada —suspiró.

—¿No hay huellas dactilares? ¿Sangre? ¿Algo?

—Todavía no. Enviaremos el cuchillo al laboratorio del FBI y a ver qué pueden hacer ellos. Tienen mejor equipo.

—Pero ¿no hay nada?

—Bueno, el forense dice que el filo tiene las dimensiones del que causó las cuchilladas. La herida más profunda daba la misma medida que el filo del cuchillo. Eso ya es algo.

Cowart sacó su libreta y empezó a tomar notas.

—¿Puede averiguar de dónde procede el cuchillo?

—Es el típico cuchillo barato comprado en alguna tienda de artículos de caza. Lo intentaremos, pero no tiene ningún número de serie que lo identifique ni marca del fabricante. —Vaciló y miró a Cowart con dureza—. Bien, dígamelo.

—¿Qué?

—Déjese de jueguecitos. ¿Quién le habló del cuchillo? ¿Es con el que mataron a Joanie Shriver? Conteste. —Cowart titubeó—. ¿Me va a obligar a que le lea sus derechos, o qué?

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