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Authors: Ava McCarthy

Jugada peligrosa (14 page)

BOOK: Jugada peligrosa
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—¿Qué le ocurrió?

Ruth bebió otro sorbo de café sin apartar en ningún momento su mirada del rostro de Harry.

—Usted dice que la organización ha querido matarla, ¿de qué modo?

Harry no vio ningún inconveniente en confesarle la verdad respecto a ese tema.

—Alguien me empujó delante de un tren.

Ruth calló un momento y después asintió con la cabeza.

—A este hombre, Spencer, lo empujaron delante de un camión unos meses antes de la detención de Sal, con el tráfico en hora punta. ¡Paf! No tuvo ninguna oportunidad.

Durante una fracción de segundo, Harry se vio de nuevo en las vías del tren, boca abajo sobre el frío acero, estremeciéndose al escuchar el chillido del convoy que se aproximaba. Se contuvo para no temblar.

—¿Dónde ocurrió?

—Justo en las inmediaciones del IFSC, al lado de la Eternal Flame, la escultura. Regresaba a casa y se dirigía hacia Connolly Station. En aquel momento, la policía lo calificó de accidente; más tarde, su nombre apareció en la lista de Leon.

Harry tuvo la sensación de que su corazón latía a trompicones por unos instantes. Recordó su propia ruta de vuelta a casa al salir del IFSC. Ella también se había dirigido en un primer momento hacia el frenético tráfico de Eternal Flame, pero decidió retroceder hasta Pearse Station porque necesitaba dar un paseo para despejarse.

Ruth continuaba hablando.

—Realicé algunas indagaciones sobre ese tipo. Tenía veintitantos años, casado, con una familia joven. Expediente limpio. Aquélla fue probablemente la única vez que infringió la ley, sólo Dios sabe los motivos. Deudas, quizá. Sea como fuere, acabó dentro de la organización, pero según parece al cabo de unos meses le entró miedo y se echó atrás. Quiso abandonarla y acudió a su padre en busca de ayuda.

—¿Cuándo sucedió todo eso?

—En octubre de 2000, más o menos cuando El Profeta filtró la información sobre la OPA de Sorohan. Preveían que aquella operación resultaría el gran golpe maestro de la organización hasta aquel momento, pero Spencer se había convertido en una china en el zapato para ellos. Podría haberles arruinado todo.

Harry sintió un pinchazo frío en la base de la espalda.

—¿Así que lo asesinaron?

—La policía nunca pudo probar nada. —Ruth le clavó los ojos—. Lo único que sé es que, el día después de hablar con su padre, acabó muerto.

Capítulo 19

Harry se encontraba de pie justo al lado de la Eternal Flame mientras se armaba de valor para cruzar la calle en dirección al IFSC. Los coches rugían al pasar por el semicírculo que rodea la Custom House con la única pretensión de incorporarse al carril conveniente. Harry se estremeció y recordó al tipo que la había empujado delante del tren. ¿Habría intentado antes lanzarla a aquel circuito de carreras?

Notó un escalofrío y se quedó rezagada respecto al resto de peatones, fingiendo que contemplaba la escultura mientras iba recuperando el control sobre sí misma. Sentía el calor de la llama que bailaba dentro de la gigantesca esfera de hierro forjado. Observó a las personas que tenía al lado: un par de hombres de mediana edad con traje, un tipo más joven con un gorro de lana y unas mujeres empujando cochecitos de niño. Ninguno de ellos parecía tener la intención de matarla.

El tráfico se detuvo y, de repente, todo el mundo se puso en marcha. Harry los siguió a cierta distancia; el corazón le latía con fuerza. Al alcanzar el bordillo del otro lado, le temblaba todo el cuerpo. Se alejó del borde de la acera; tenía la boca seca. Dios santo, ¿le iba a suceder lo mismo cada vez que cruzara una calle?

Miró su reloj. Llegaba pronto. Colocó la cartera entre sus pies y se dispuso a esperar a Jude Tiernan.

Antes de marcharse del Palace Bar, le había preguntado a Ruth sobre el paradero del dinero relacionado con las operaciones de su padre, pero la periodista se limitó a encogerse de hombros. Según sus fuentes, intentar averiguar dónde se hallaba suponía meterse en un callejón sin salida. El padre de Harry y Leon Ritch se encontraban en bancarrota debido a las multas impuestas por los tribunales, y los beneficios obtenidos por el resto de la organización ya eran imposibles de localizar.

Harry pensó en los doce millones de euros ingresados de forma anónima en su cuenta bancaria. Quizá Jude pudiera ofrecerle una idea más exacta sobre el funcionamiento de las operaciones financieras de la organización. Aquel dinero debía de conducir a algún lugar.

Oyó el susurro de un Jaguar plateado que se detuvo delante de ella. La ventanilla del pasajero se abrió. Ella se dirigió hacia el coche y se paró para mirar detenidamente al conductor.

Unos grises mechones destacaban en su cabeza abombada. Era Ashford, el director ejecutivo de KWC.

—¿Puedo decirle algo? —preguntó él.

Ella se mostró dubitativa. Los lóbulos de las orejas empezaron a arderle al recordar la última reunión. Finalmente, negó con la cabeza y puso una de esas caras de «quiero pero no puedo».

—Lo siento, pero tengo una cita —contestó.

—Sólo será un momento.

Harry echó un vistazo al tráfico y entró en el coche. Dejó la puerta abierta y mantuvo un pie sobre el bordillo para dejar claro que no se iba a quedar mucho rato.

Sintió la mirada de Ashford sobre su rostro examinando sus moretones.

—He oído que ha sufrido un accidente —dijo—. ¿Qué le ha ocurrido?

—No es nada, estoy bien.

—Pero ¿qué sucedió? ¿Alguien...?

—No pasó nada. —Respiró hondo—. Mire, creo que le debo una disculpa.

—Hablé con su jefe. Le hice saber que KWC asume toda la responsabilidad por lo sucedido.

—Sí, lo sé. —Recordó su grosero comportamiento con Ashford fuera de la sala de juntas y no fue capaz de mirarlo a los ojos—. Se lo agradezco.

Hizo un gesto para demostrarle que no tenía importancia.

—Conozco a su padre desde hace mucho tiempo. Es lo mínimo que podía hacer.

Al oír aquello, cambió de postura en el asiento y empezó a arrepentirse de tener un pie en el bordillo. Notaba cómo la miraba.

—Si me lo permite, me gustaría comentarle algo sobre su padre —le dijo al cabo de unos segundos.

Harry bajó la vista hacia las manos y sintió la necesidad de taparse los oídos.

—Siempre fue un inconformista, ¿sabe? —confesó Ashford—. Valiente o temerario, depende de cómo se mire. Pero en cualquier caso, genial. Trabajaba para Schrodinger cuando lo conocí, antes de que usted naciera.

Harry frunció el ceño. El nombre le resultaba familiar, pero no acababa de situarlo.

Ashford observaba el movimiento del tráfico.

—¿Sabe que una vez salvó mi carrera profesional?

Harry agarró con más fuerza su cartera.

—Mire, debo irme...

—La situación se me escapó de las manos —prosiguió Ashford—. Aposté fuerte por unas acciones; creía que era el momento propicio para su adquisición, pero finalmente descubrí que nadie las quería. Eran de Chevron. —Movió la cabeza con gesto de disgusto—. Nunca había arriesgado tanto en unas acciones. Cuando el precio comenzó a bajar, toda mi carrera peligró. Y entonces apareció su padre.

La mandíbula de Harry se apretó.

—Déjeme adivinar. ¿Se las compró para después venderlas y obtener pingües beneficios?

—En realidad, me aconsejó mantener la calma y estar pendiente de los periódicos.

Harry le dedicó una mirada de sorpresa. Ashford continuó.

—Dos días después se publicó un breve artículo sobre los rumores que circulaban acerca de la adquisición de Chevron por parte de KSA. No era cierto, pero las compras en Bolsa se dispararon lo suficiente como para que el precio aumentara durante algunos días. Conseguí deshacerme de las acciones antes de que se depreciaran de nuevo.

Harry lo comprendió.

—¿Cree que mi padre filtró información falsa a la prensa?

Afirmó con la cabeza.

—Sabía que cualquier operación especulativa con Chevron me ayudaría. No fue ético, pero salvó mi carrera. Y podría haberle costado la suya.

—Bueno, es una bonita historia. —Harry levantó su cartera y se dispuso a salir del coche—. Pero faltar a la ética nunca ha representado ningún sacrificio para mi padre, créame.

Le puso una mano en el brazo y ella se giró para mirarlo. Los grandes ojos compungidos de Ashford se toparon con los suyos.

—Puede que no haya sido el mejor padre del mundo, y Dios sabe que Miriam merece un marido mejor.

Harry frunció el ceño.

—¿Conoce a mi madre?

Hizo una pausa y, por un momento, le pareció que miraba detrás de ella.

—La conozco muy bien y sé por lo que ha pasado durante todos estos años. —Volvió a concentrarse en su rostro—. Pero como ve, para mí Sal continuó siendo un buen amigo. Y diga lo que diga, usted se parece mucho a él.

Ella negó con la cabeza.

—Eso piensa mi madre porque no soy muy de su agrado.

Harry ignoró la cara de sorpresa de Ashford y dio media vuelta para marcharse. Entonces, se detuvo. Había recordado lo de Schrodinger.

—Lo acabaron despidiendo de Schrodinger, ¿verdad?

Ashford suspiró y agachó su voluminosa cabeza.

—Unos seis meses después, por un episodio sin relación alguna con lo sucedido.

Un episodio sin relación alguna. Su madre se lo había relatado con amargura, y Harry la entendió. Se había descubierto que su padre malversaba dinero de los clientes; el banco lo despidió y lo confinó al olvido. Se quedó sin ingresos, sin casa y con unas deudas apabullantes a causa del alto nivel de vida que llevaba. Con un bebé y una mujer embarazada, prefirió ausentarse durante un par de años y dedicarse al juego. Se perdió la venida al mundo de Harry y dejó que su mujer afrontara todo sola. Era natural que su madre no quisiera saber nada más de nombres españoles románticos.

Harry frunció el entrecejo.

—¿Y le ayudó a trabajar de nuevo en la banca después de aquello?

Afirmó con la cabeza.

—Eso fue muchos años después. Nuestros caminos se cruzaron y yo me encontraba en disposición de ayudarle. Le debía una, así que le ofrecí una oportunidad.

Harry suspiró. Ése era el problema. Siempre había alguien que quería darle una oportunidad a su padre.

Incluso ella misma.

Capítulo 20

Cameron abrió una cajetilla de Marlboro y sacó dos cigarrillos. Uno era para él, para fumárselo cuando estuviera listo. El otro le iba a ayudar a asesinar a alguien.

Lanzó la cajetilla justo delante de él sobre la mesa de cocina y dejó los dos cigarrillos en el cenicero. En el centro de la mesa había un bol de cristal para la fruta. Se lo acercó. Dentro guardaba su colección de libritos de cerillas de recuerdo. Removió aquel montón de pequeños recipientes de cartón con el dedo y escuchó el sonido que producían chocando unos contra otros dentro del bol. Ya contaba casi con dos docenas; cada uno era un suvenir de un lugar diferente.

Cogió un librito al azar y examinó la cubierta: un pájaro blanco de aspecto inofensivo sobre un fondo verde. Lo giró con los dedos y asintió con la cabeza mientras recordaba aquel sitio. El Dove Bar and Grill, en Galway. Hacía ya cuatro años. Una joven y deslenguada camarera de barra con el cabello rubio de punta. La pierna derecha de Cameron empezó a dar sacudidas arriba y abajo; el pie le rebotaba contra el suelo. Aquella muchacha le había resultado complicada. Demasiada sangre.

Rebuscó dentro del bol y sacó otro librito de cerillas. En éste aparecía un sonriente matador de toros vestido de azul; a sus espaldas, se veía un toro confuso con aire algo atontado. Cameron sonrió. El Torero. Golpeó con el pulgar la cubierta mientras recordaba a la camarera morena de Madrid. Era la segunda vez en dos días que pensaba en ella. Sin quererlo, un escalofrío recorrió su cuerpo de arriba abajo. En aquella ocasión estranguló a su víctima. Se agarró la rodilla y la apretó hasta que la pierna dejó de moverse. Seguidamente, depositó de nuevo el librito de cerillas español en el bol. Sería una lástima gastarlo. De momento, el del Dove le serviría.

Cameron se acercó una papelera metálica vacía y la colocó entre sus pies. Se inclinó hacia ella con los codos sobre las rodillas y abrió el librito verde doblando la cubierta hacia atrás para estirarlo del todo. Contenía dos capas de cerillas superpuestas. Una por una, levantó las cerillas situadas en primera fila separando así ambas capas. Entonces, arrancó una sola cerilla. Encendió los dos cigarrillos e inhaló el humo en profundidad. Cerró los ojos por un momento y disfrutó de aquella vertiginosa subida de nicotina.

Puso otra vez el primer cigarrillo en el cenicero y encajó el segundo en el librito, entre las dos capas de cerillas. Lo ajustó de forma que las hileras de cerillas de cabeza rosada lo sujetaran en toda su extensión, y dejó asomar su extremo ardiente algunos centímetros por un lado. Después colocó el librito desplegado en el fondo de la papelera y consultó su reloj: las 18.35 horas.

Cameron se recostó en la silla y le dio una calada al otro cigarrillo mientras observaba la columna de humo que se alzaba serpenteante desde la papelera.

La llamada telefónica había tenido lugar aquella tarde. Tuvo la tentación de colgar y colocarse en posición fetal en alguna silla, pero había acatado órdenes durante demasiado tiempo como para negarse a hacerlo ahora. Entonces, escuchó lo que le pedían que hiciera y ya no quiso negarse.

Cameron tiró la ceniza de su cigarrillo al suelo y echó una ojeada a la reducida cocina. Toda la casita había sido edificada con unas dimensiones adecuadas para un pigmeo; resultaba estupenda para un enano, pero era un irritante incordio para alguien alto y delgado como él. La diminuta ventana ofrecía una vista del cementerio Deansgrange, con sus tristes arcángeles y sus lápidas anónimas. No pagaba alquiler por aquella casita de muñecas; se la habían construido para él. Aun así, ya era hora de cambiar. Puede que lo sugiriera en la próxima llamada. Aplastó el cigarrillo contra el cenicero, retorciéndolo en forma de zigzag. La pierna se le empezó a mover de nuevo. No existía escapatoria. Siempre habría otra llamada.

Cameron se inclinó para inspeccionar el cigarrillo de la papelera. Más de dos centímetros ya se habían convertido en cenizas. Se fijó en cómo las ascuas devoraban el papel del cigarrillo y se acercaban más y más a las gruesas cabezas de las cerillas.

Era un sistema lento y bastante sencillo, pero precisamente en eso residía su atractivo. Si lo complicaba más, aumentaban las posibilidades de que las cosas salieran mal. Una vez conoció a un tipo que intentó incendiar su almacén llenando un globo con queroseno y colgándolo del techo de manera que se balanceara sobre una vela encendida. Su teoría consistía en que, una vez que dejara de oscilar; el globo se detendría justo encima de la vela, la llama lo agujerearía, el queroseno se derramaría y se inflamaría. Naturalmente, el tipo se encontraría a kilómetros de allí en aquel momento, en busca de alguna coartada.

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