Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (60 page)

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De todos modos, ningún reputado biólogo alberga la menor duda acerca de la validez del concepto evolutivo. El punto de vista básico de Darwin sigue en pie, e incluso la idea de evolución se ha extendido a todos los campos de la ciencia: físico, biológico y social.

Oposición a la teoría

El anuncio de la teoría darviniana alzó como es natural una auténtica tormenta. Al principio, algunos científicos reaccionaron contra esta noción. El más importante de los mismos fue el zoólogo inglés Richard Owen, que fue el sucesor de Cuvier como experto en fósiles y su clasificación. Owen llegó más bien hacia unas impropias profundidades en su lucha contra el darvinismo. No sólo apremió a los demás a la refriega, mientras permanecía él mismo escondido, sino que escribió anónimamente contra la teoría y se citó a sí mismo como autoridad.

El naturalista inglés Philip Henry Gosse trató de salir del dilema, al sugerir que la Tierra había sido creada completa por Dios, incluso con fósiles para probar la fe humana. Sin embargo, a todas las personas pensantes, esta sugerencia de que Dios apelaría a trucos de niños respecto de la Humanidad les pareció algo más blasfemo que todo lo sugerido por Darwin.

Los contraataques decrecieron, la oposición dentro del mundo científico disminuyó gradualmente, y, dentro de la misma generación, casi desapareció. Sin embargo, los adversarios ajenos a la ciencia lucharon durante mucho más tiempo y con mayor denuedo. Los fundamentalistas (intérpretes literales de la Biblia) se sintieron ultrajados por la implicación de que el hombre podía ser un simple descendiente de un antepasado simiesco. Benjamin Disraeli (más tarde Primer Ministro de Gran Bretaña) creó una frase inmortal señalando con acidez: «La pregunta planteada hoy día a la sociedad es ésta: ¿es el hombre un mono o un ángel? Yo me pongo de parte de los ángeles». Los eclesiásticos, uniéndose para la defensa de los ángeles, se encargaron del ataque contra Darwin.

El propio Darwin no estaba preparado, por temperamento, para entrar violentamente en la controversia, pero tenía un bien dotado campeón en el eminente biólogo Thomas Henry Huxley. Como el «bulldog de Darwin», Huxley combatió incansablemente en las salas de conferencia de Inglaterra. Consiguió su más notable victoria, casi al comienzo de su lucha, en el famoso debate con Samuel Wilberforce, obispo de la iglesia anglicana, un matemático y un orador tan instruido y locuaz, que era conocido familiarmente con el nombre de
Sam el adulador
.

El obispo Wilberforce, después de haber conquistado aparentemente al auditorio, se volvió al fin a su solemne y serio adversario. Como el informe que había dado lugar al debate se refería a él, Wilberforce «solicitaba saber si era a través de su abuelo o de su abuela como (Huxley) pretendía descender de un mono».

Mientras el auditorio estallaba en carcajadas, Huxley se levantó lentamente y contestó: «Si, por tanto, se me hace la pregunta de si desearía tener más bien a un miserable mono como abuelo que a un hombre generosamente dotado por la Naturaleza y poseedor de grandes medios de influencia, y que sin embargo, emplea estas facultades e influencias con el mero fin de introducir el ridículo en una grave discusión científica, indudablemente afirmo mi preferencia por el mono.»

La siguiente réplica de Huxley no sólo aplastó a Wilberforce, sino que también puso a los fundamentalistas a la defensiva. En realidad, fue tan clara la victoria del punto de vista darviniano, que cuando Darwin murió en 1882, fue enterrado, con ampliamente sentida veneración, en la abadía de Westminster, donde yacen los grandes de Inglaterra. Además, la ciudad de Darwin, en el norte de Australia, recibió este nombre en su honor.

Otro poderoso proponente de las ideas evolutivas fue el filósofo inglés Herbert Spencer, que popularizó la frase
supervivencia de los mejores
y la palabra
evolución
, un término que Darwin raramente empleó. Spencer trató de aplicar la teoría de la evolución al desarrollo de las sociedades humanas (se le considera el fundador de la ciencia de la sociología). Sin embargo, sus razonamientos resultaron invalidado, puesto que los cambios biológicos implicados en la evolución son de una especie distinta a los cambios sociales y, al contrario de su intención, más tarde fueron mal empleados para apoyar la guerra y el racismo.

En Estados Unidos, tuvo lugar una dramática batalla en 1925; terminó con los antievolucionistas ganando la batalla y perdiendo la guerra.

La legislatura de Tennesse había pasado una ley que prohibía a los maestros, en las escuelas públicas del Estado, enseñar que los humanos habían evolucionado desde unas formas de vida inferiores. Para desafiar la ley constitucionalmente, los científicos persuadieron a un joven maestro de biología de la escuela superiro, llamado John Thomas Scopes, que hablase en su clase acerca del darvinismo. Scopes fue al instante acusado de violar la ley y sometido a juicio en Dayton, Tennessee, donde enseñaba. El mundo entero dirigió una fascinada atención a ese juicio.

La población local y el juez se hallaban firmemente de parte de la antievolución. William Jennings Bryan, el famoso orador, candidato sin éxito tres veces a la presidencia, y notorio fundamentalista, ejerció como uno de los abogados acusadores particulares. Scopes tenía entre sus abogados defensores al célebre abogado criminalista Clarence Darroy y otros abogados asociados.

El juicio en general fue más bien decepcionante, puesto que el juez se negó a permitir que la defensa citase a declarar como testigos a científicos, para probar la teoría darviniana, y restringió los testimonios a la pregunta de si Scopes había o no discutido acerca de la evolución. Pero, de todos modos, este tema acabó por salir en la sala del juicio cuando Bryan, a pesar de las protestas de sus compañeros de la acusación, se prestó a repreguntas acerca de la posición fundamentalista. Darrow mostró en seguida que Bryan lo ignoraba todo respecto de los modernos avances de la ciencia y que sólo poseía unos cuantos lugares comunes propios de escuela dominical de religión y de Biblia.

Scopes fue declarado culpable y multado con cien dólares. (La condena fue casada por quebrantamiento de forma por el Tribunal Supremo de Tennessee.) Pero la posición fundamentalista (y el Estado de Tennessee) había quedado tan en ridículo a los ojos del mundo culto que los antievolucionistas se vieron forzados a mantenerse a la defensiva y retirarse a segundo plano durante más de medio siglo.

Pero las fuerzas del oscurantismo y de la ignorancia nunca son derrotadas de modo permanente, y en los años 1970 el antievolucionismo regresó para una nueva y más insidiosa que nunca toma de posiciones contra la visión científica del Universo. Abandonaron su primera (y por lo menos abierta) posición acerca de las palabras literales de la Biblia, que había quedado desacreditada por completo, y pretendieron asumir una respetabilidad científica. Hablaron vagamente de un «Creador» y tuvieron mucho cuidado en no emplear las palabras de la Biblia. Argumentaron que la teoría evolucionista estaba plagada de defectos, que podía no ser cierta y, por lo tanto, el
creacionismo
se hallaba en posesión de la verdad.

Para demostrar que la teoría evolutiva no era cierta, no vacilaron en citar mal, distorsionar, sacar de su contexto y, en otras palabras, violar el mandamiento bíblico respecto de no jurar en falso. E incluso así, proclamaron su propio punto de vista como algo verdadero sólo por defecto y nunca, en ningún momento, han presentado pruebas en favor de su creacionismo, al que solemnemente (pero también ridículamente) han llamado «creacionismo científico».

Su petición es que su trivial punto de vista reciba «un tiempo igual» en las escuelas, y que cualquier maestro y libro de texto que discuta de la evolución hable también de «creacionismo científico». En el momento en que se escriben estas líneas no han ganado batallas en los tribunales de justicia de Estados Unidos, pero sus portavoces, respaldados por esforzados mantenedores de la Iglesia que no saben nada de ciencia, y para los que todo lo que se encuentra fuera de la Biblia no es más que una densa neblina de ignorancia, intimidan a las juntas escolares, a las bibliotecas y a los legisladores, induciéndoles a practicar la censura y las supresiones científicas.

Los resultados de todo esto pueden ser hasta tristes, puesto que el punto de vista creacionista de que la Tierra tiene sólo unos cuantos millares de años de antigüedad, lo mismo que todo el Universo —que la vida fue creada de repente con todas sus especies diferenciadas desde el principio—, llega a no dar el menor sentido a la astronomía, a la física, a la geología, a la química y a la biología y puede crear una generación de jóvenes estadounidenses cuyas mentes estén envueltas en las negruras de la noche …

Pruebas de la teoría

Uno de los argumentos creacionistas es que nadie ha visto nunca actuar a las fuerzas de la evolución. Éste podría parecer el más casi irrefutable de sus razonamientos pero, sin embargo, es también erróneo.

En realidad, si se necesitase alguna confirmación del darvinismo, ésta aparecería en ejemplos de la selección natural que tienen lugar ante nuestros ojos (ahora que ya sabemos aquello que buscamos). Un ejemplo notable tuvo lugar en la tierra natal de Darwin.

Al parecer, en Inglaterra la polilla moteada existe en dos variedades, una clara y otra oscura. En tiempos de Darwin, la variedad blanca era predominante a causa de que era menos prominentemente visible contra la clara corteza de los árboles cubiertos de liquen que frecuentaba. Esta
coloración protectora
la salvaba más a menudo que la más claramente visible variedad oscura, de aquellos animales que se alimentan de ella. A medida que Inglaterra se fue industrializando, no obstante, el hollín mató la cubierta de liquen y oscureció la corteza de los árboles. Fue entonces cuando la variedad oscura resultó menos visible contra la corteza y quedó así protegida. Por lo tanto, la variedad oscura se convirtió en predominante, a través de la acción de la selección natural.

En 1952, el Parlamento británico aprobó unas leyes que tenían como objetivo limpiar el aire. La cantidad de hollín disminuyó, los árboles volvieron a recuperar parte de su liquen claro que cubría sus cortezas y, al instante, el porcentaje de la variedad clara de polilla comenzó a aumentar. Todo este cambio es del todo previsible a través de la teoría de la evolución, y constituye la auténtica marca de una teoría con éxito que no sólo explica el momento presente sino que también puede predecir el futuro.

El curso de la evolución

El estudio de los fósiles ha permitido a los paleontólogos dividir la historia de la Tierra en una serie de «eras». Éstas fueron bosquejadas y bautizadas por diversos geólogos británicos del siglo XIX, incluyendo al propio Lyell, a Adam Sedgwick, y a Roderick Impey Murchison. Las eras comienzan hace unos 500 ó 600 millones de años, con los primeros fósiles (cuando ya todos los tipos, excepto los cordados, estaban establecidos). Naturalmente, los primeros fósiles no representan la primera vida en la Tierra. En la mayor parte de los casos, son únicamente las partes duras de los seres las que se fosilizan, de forma que un registro fósil concreto consta sólo de aquellos animales que poseyeron conchas o huesos. Incluso las más simples y antiguas de tales especies estaban ya considerablemente desarrolladas y debían tener un largo respaldo evolutivo. Prueba de ello es que, en 1965, se descubrieron restos fosilizados de pequeñas criaturas semejantes a las almejas cuya antigüedad parecía rondar los setecientos veinte millones de años.

Hoy día, los paleontólogos pueden hacerlo mucho mejor. Es lógico pensar que la vida unicelular, sumamente elemental, se remonte a fechas mucho más distantes que cualquier cosa con un caparazón; y por cierto se han descubierto sobre algunas rocas diversas algas verdiazules y bacterias cuya antigüedad se cifra en miles de millones de años por lo menos. Allá por 1965, el paleontólogo americano Elso Sterrenberg Barghoorn descubrió en unas rocas diminutos objetos bacteriformes («microfósiles») cuya antigüedad rebasa los tres mil millones de años. Son tan minúsculos que el examen de su estructura requiere el microscopio electrónico.

Podría parecer, pues, que la evolución química moviéndose hacia el origen de la vida, se inició casi tan pronto como la Tierra adquirió su forma actual, es decir, hace cuatro mil seiscientos millones de años. Transcurridos mil quinientos millones de años, la evolución química había alcanzado ya una fase donde se formaban sistemas suficientemente complicados para recibir el calificativo de vivientes.

En aquel tiempo, la atmósfera de la Tierra se estaba aún reduciendo y no contenía ninguna cantidad significativa de oxígeno (véase capítulo 5). Por lo tanto, las formas de vida primitiva se habían adaptado a esta situación y sus descendientes aún sobreviven en la actualidad.

En 1970, Carl R. Woese comenzó a estudiar con detalle ciertas bacterias que existen sólo bajo circunstancias en que el oxígeno libre se halla ausente. Algunas de las mismas reducen el dióxido de carbono a metano y, por lo tanto, se las llama
metanogénicas
(«productoras de metano»). Otras bacterias llevan a cabo otras reacciones que contienen energía y mantienen la vida, pero que no implican oxígeno. Woese las reúne con el nombre de
arqueobacterias
(«viejas bacterias») y sugiere que podían muy bien considerárselas aparte como un reino de la vida separado.

Sin embargo, una vez la vida quedó establecida la naturaleza de la atmósfera comenzó a cambiar, aunque muy lentamente al principio. Hace unos dos mil quinientos millones de años, las algas cianofíceas ya existían, y el proceso de fotosíntesis dio comienzo al lento cambio de una atmósfera de nitrógeno-dióxido de carbono en otra de nitrógeno-oxígeno. Hace unos mil millones de años, los eucariotas pudieron haberse establecido y la vida unicelular del mar debió de diversificarse e incluir animales que ya eran distintamente protozoos, que luego constituirían las formas más complicadas de vida existentes, los monarcas del mundo.

Durante dos mil millones de años tras la aparición de las algas cianofíceas, el contenido de oxígeno debió de haber ido creciendo lentamente. En los últimos más recientes mil millones de años de historia de la Tierra, la concentración de oxígeno puede haber sido del 1 o del 2 por 100 de la atmósfera, lo suficiente para suministrar una rica fuente de energía a las células animales, más allá de cualquier cosa que hubiera podido existir antes. El cambio evolutivo se proyectó en la dirección de una creciente complicación, y hace unos 600 millones de años, comenzó ya el rico registro fósil de organismos elaborados.

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