Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (8 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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Entre las estrellas situadas en el borde de la Nebulosa de Andrómeda había cefeidas variables. Con estos patrones de medida se determinó que la Nebulosa se hallaba, aproximadamente, a un millón de años luz de distancia. Así, pues, la Nebulosa de Andrómeda se encontraba lejos, muy lejos de nuestra Galaxia. A partir de su distancia, su tamaño aparente reveló que debía de ser un gigantesco conglomerado de estrellas, el cual rivalizaba casi con nuestra propia Galaxia.

Otras nebulosas resultaron ser también agrupaciones de estrellas, más distantes aún que la Nebulosa de Andrómeda. Estas «nebulosas extragalácticas» fueron reconocidas en su totalidad como galaxias, nuevos universos que reducen el nuestro a uno de los muchos en el espacio. De nuevo se había dilatado el Universo. Era más grande que nunca. Se trataba no sólo de cientos de miles de años luz, sino, quizá, de centenares de millones.

Galaxias en espiral

Hacia la década iniciada con el 1930, los astrónomos se vieron enfrentados con varios problemas, al parecer insolubles, relativos a estas galaxias. Por un lado, y partiendo de las distancias supuestas, todas las galaxias parecían ser mucho más pequeñas que la nuestra. Así, vivíamos en la galaxia mayor del Universo. Por otro lado, las acumulaciones globulares que rodeaban a la galaxia de Andrómeda parecían ser sólo la mitad o un tercio menos luminosas que las de nuestra Galaxia. (Andrómeda es, poco más o menos, tan rica como nuestra Galaxia en agregados globulares, y éstos se hallan dispuestos esféricamente en torno al centro de la misma. Esto parece demostrar que era razonable la suposición de Shapley, según la cual las acumulaciones de nuestra galaxia estaban colocadas de la misma manera. Algunas galaxias son sorprendentemente ricas en acumulaciones globulares. La M-87, de Virgo, posee, al menos, un millar.)

El hecho más incongruente era que las distancias de las galaxias parecían implicar que el Universo tenía una antigüedad de sólo unos 2 mil millones de años (por razones que veremos más adelante, en este mismo capítulo). Esto era sorprendente, ya que los geólogos consideraban que la Tierra era aún más vieja, basándose en lo que se consideraba como una prueba incontrovertible.

La posibilidad de una respuesta se perfiló durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el astrónomo americano, de origen alemán, Walter Baade, descubrió que era erróneo el patrón con el que se medían las distancias de las galaxias.

En 1942 fue provechoso para Baade el hecho de que se apagaron las luces de Los Ángeles durante la guerra, lo cual hizo más nítido el cielo nocturno en el Monte Wilson y permitió un detenido estudio de la galaxia de Andrómeda con el telescopio Hooker de 100 pulgadas, (llamado así en honor de John B. Hooker, quien financió su construcción.) Al mejorar la visibilidad pudo distinguir algunas de las estrellas en las regiones más internas de la galaxia. Inmediatamente apreció algunas diferencias llamativas entre estas estrellas y las que se hallaban en las capas externas de la galaxia. Las estrellas más luminosas del interior eran rojizas, mientras que las de las capas externas eran azuladas. Además, los gigantes rojos del interior no eran tan brillantes como los gigantes azules de las capas externas; estos últimos tenían hasta 100.000 veces la luminosidad de nuestro Sol, mientras que los del interior poseían sólo unas 1.000 veces aquella luminosidad. Finalmente, las capas externas, donde se hallaban las estrellas azules brillantes, estaban cargadas de polvo, mientras que el interior —con sus estrellas rojas, algo menos brillantes— estaba libre de polvo.

Para Baade parecían existir dos clases de estrellas, de diferentes estructura e historia. Denominó a las estrellas azuladas de las capas externas Población I, y a las rojizas del interior, Población II. Se puso de manifiesto que las estrellas de la Población I eran relativamente jóvenes, tenían un elevado contenido en metal y seguían órbitas casi circulares en torno al centro galáctico, en el plano medio de la galaxia. Por el contrario, las estrellas de la Población II eran relativamente antiguas, poseían un bajo contenido metálico, y sus órbitas, sensiblemente elípticas, mostraban una notable inclinación al plano medio de la galaxia. Desde el descubrimiento de Baade, ambas Poblaciones han sido divididas en subgrupos más precisos.

Cuando, después de la guerra, se instaló el nuevo telescopio Hale, de 200 pulgadas (así llamado en honor del astrónomo americano George Ellery Hale, quien supervisó su construcción), en el Monte Palomar, Baade prosiguió sus investigaciones. Halló ciertas irregularidades en la distribución de las dos Poblaciones, irregularidades que dependían de la naturaleza de las galaxias implicadas. Las galaxias de la clase «elíptica» —sistemas en forma de elipse y estructura interna más bien uniforme— estaban aparentemente constituidas, sobre todo, por estrellas de la Población II, como los agregados globulares en cualquier galaxia. Por otra parte, en las «galaxias espirales», los brazos de la espiral estaban formados por estrellas de la Población I, con una Población II en el fondo.

Se estima que sólo un 2 % de las estrellas en el Universo son del tipo de la Población I. Nuestro Sol y las estrellas familiares en nuestra vecindad pertenecen a esta clase. Y a partir de este hecho, podemos deducir que la nuestra es una galaxia espiral y que nos encontramos en uno de sus brazos. (Esto explica por qué existen tantas nubes de polvo, luminosas y oscuras en nuestras proximidades, ya que los brazos espirales de una galaxia se hallan cargados de polvo.) Las fotografías muestran que la galaxia de Andrómeda, es también del tipo espiral.

Pero volvamos de nuevo al problema del patrón. Baade empezó a comparar las estrellas cefeidas halladas en las acumulaciones globulares (Población II), con las observadas en el brazo de la espiral en que nos hallamos (Población I). Se puso de manifiesto que las cefeidas de las dos Poblaciones eran, en realidad, de dos tipos distintos, por lo que se refería a la relación período-luminosidad. Las cefeidas de la Población II mostraban la curva período-luminosidad establecida por Leavitt y Shapley. Con este patrón, Shapley había medido exactamente las distancias a las acumulaciones globulares y el tamaño de nuestra Galaxia. Pero las cefeidas de la Población I seguían un patrón de medida totalmente distinto. Una cefeida de la Población I era de 4 a 5 veces más luminosa que otra de la Población II del mismo período. Esto significaba que el empleo de la escala de Leavitt determinaría un cálculo erróneo en la magnitud absoluta de una cefeida de la Población I a partir de su período. Y si la magnitud absoluta era errónea, el cálculo de la distancia lo sería también necesariamente; la estrella se hallaría, en realidad, mucho más lejos de lo que indicaba su cálculo.

Hubble calculó la distancia de la galaxia de Andrómeda, a partir de las cefeidas (de la Población I), en sus capas externas, las únicas que pudieron ser distinguidas en aquel entonces. Pero luego, con el patrón revisado, resultó que la Galaxia se hallaba, aproximadamente, a unos 2,5 millones de años luz, en vez de menos de 1 millón, que era el cálculo anterior. De la misma forma se comprobó que otras galaxias se hallaban también, de forma proporcional, más alejadas de nosotros. (Sin embargo, la galaxia de Andrómeda sigue siendo un vecino cercano nuestro. Se estima que la distancia media entre las galaxias es de unos 20 millones de años luz.)

En resumen, el tamaño del Universo conocido se había duplicado ampliamente. Esto resolvió enseguida los problemas que se habían planteado en los años 30. Nuestra Galaxia ya no era la más grande de todas; por ejemplo, la de Andrómeda era mucho mayor. También se ponía de manifiesto que las acumulaciones globulares de la galaxia de Andrómeda eran tan luminosas como las nuestras; se veían menos brillantes sólo porque se había calculado de forma errónea su distancia. Finalmente —y por motivos que veremos más adelante—, la nueva escala de distancias permitió considerar el Universo como mucho más antiguo —al menos, de 5 mil millones de años—, lo cual ofreció la posibilidad de llegar a un acuerdo con las valoraciones de los geólogos sobre la edad de la Tierra.

Cúmulos de galaxias

Pero la duplicación de la distancia a que se hallan las galaxias no puso punto final al problema del tamaño. Veamos ahora la posibilidad de que haya sistemas aún más grandes, acumulaciones de galaxias y supergalaxias.

Actualmente, los grandes telescopios han revelado que, en efecto, hay acumulaciones de galaxias. Por ejemplo, en la constelación de la Cabellera de Berenice existe una gran acumulación elipsoidal de galaxias, cuyo diámetro es de unos 8 millones de años luz. La «acumulación de la Cabellera» encierra unas 11.000 galaxias, separadas por una distancia media de sólo 300.000 años luz (frente a la media de unos 3 millones de años luz que existe entre las galaxias vecinas nuestras).

Nuestra Galaxia parece formar parte de una «acumulación local» que incluye las Nubes de Magallanes, la galaxia de Andrómeda y tres pequeñas «galaxias satélites» próximas a la misma, más algunas otras pequeñas galaxias, con un total de aproximadamente 19 miembros. Dos de ellas, llamadas «Maffei I» y «Maffei II» (en honor de Paolo Maffei, el astrónomo italiano que informó sobre las mismas por primera vez) no se descubrieron hasta 1971. La tardanza de tal descubrimiento se debió al hecho de que sólo pueden detectarse a través de las nubes de polvo interpuestas entre las referidas galaxias y nosotros.

De los grupos locales, sólo nuestra Galaxia, la de Andrómeda y las dos de Maffei son gigantes; las otras son enanas. Una de ellas, la IC 1613, quizá contenga sólo 60 millones de estrellas; por tanto, sería apenas algo más que un cúmulo globular. Entre las galaxias, lo mismo que entre las estrellas, las enanas rebasan ampliamente en número a las gigantes.

Si las galaxias forman cúmulos y cúmulos de cúmulos, ¿significa esto que el Universo se expande sin límites y que el espacio es infinito? ¿O existe quizás un final, tanto para el Universo como para el espacio? Pues bien, los astrónomos pueden descubrir objetos situados a unos 10 mil millones de años luz, y hasta ahora no hay indicios de que exista un final del Universo. Teóricamente pueden esgrimirse argumentos tanto para admitir que el espacio tiene un final, como para decir que no lo tiene; tanto para afirmar que existe un comienzo en el tiempo, como para oponer la hipótesis de un no comienzo. Habiendo, pues, considerado el espacio, permítasenos ahora exponer el tiempo.

Nacimiento del Universo

Los autores de mitos inventaron muchas y peregrinas fábulas relativas a la creación del Universo (tomando, por lo general, como centro, la Tierra, y calificando ligeramente lo demás como el «cielo» o el «firmamento»). La época de la Creación no suele situarse en tiempos muy remotos (si bien hemos de recordar que, para el hombre anterior a la Ilustración, un período de 1.000 años era más impresionante que uno de 1.000 millones de años para el hombre de hoy).

Por supuesto que la historia de la creación con la que estamos más familiarizados es la que nos ofrecen los primeros capítulos del Génesis, pletóricos de belleza poética y de grandiosidad moral, teniendo en cuenta su origen.

En repetidas ocasiones se ha intentado determinar la fecha de la Creación basándose en los datos de la Biblia (los reinados de los diversos reyes; el tiempo transcurrido desde el Éxodo hasta la construcción del templo de Salomón; la Edad de los Patriarcas, tanto antediluvianos como postdiluvianos). Según los judíos medievales eruditos, la Creación se remontaría al 3760 a. de J.C., y el calendario judío cuenta aún sus años a partir de esta fecha. En el 1658 de nuestra Era, el arzobispo James Ussher, de la Iglesia Anglicana, calculó que la fecha de la Creación había que situarla en el año 4004 a. de J.C., y precisamente a las 8 de la tarde del 22 de octubre de dicho año. De acuerdo con algunos teólogos de la Iglesia Ortodoxa Griega, la Creación se remontaría al año 5508 a. de J.C.

Hasta el siglo XVIII, el mundo erudito aceptó la interpretación dada a la versión bíblica, según la cual, la Edad del Universo era, a lo sumo, de sólo 6 o 7 mil años. Este punto de vista recibió su primer y más importante golpe en 1785, al aparecer el libro
Teoría de la Tierra
, del naturalista escocés James Hutton. Éste partió de la proposición de que los lentos procesos naturales que actúan sobre la superficie de la Tierra (creación de montañas y su erosión, formación del curso de los ríos, etc.) habían actuado, aproximadamente, con la misma rapidez en todo el curso de la historia de la Tierra. Este «principio uniformista» implicaba que los procesos debían de haber actuado durante un período de tiempo extraordinariamente largo, para causar los fenómenos observados. Por tanto, la Tierra no debía de tener miles, sino muchos millones de años de existencia.

Los puntos de vista de Hutton fueron desechados rápidamente. Pero el fermento actuó. En 1830, el geólogo británico Charles Lyell reafirmó los puntos de vista de Hutton y, en una obra en 3 volúmenes titulada
Principios de Geología
, presentó las pruebas con tal claridad y fuerza, que conquistó al mundo de los eruditos. La moderna ciencia de la Geología se inicia, pues, en este trabajo.

La edad de la Tierra

Se intentó calcular la edad de la Tierra basándose en el principio uniformista. Por ejemplo, si se conoce la cantidad de sedimentos depositados cada año por la acción de las aguas (hoy se estima que es de unos 30 cm cada 880 años), puede calcularse la edad de un estrato de roca sedimentaria a partir de su espesor. Pronto resultó evidente que este planteamiento no permitiría determinar la edad de la Tierra con la exactitud necesaria, ya que los datos que pudieran obtenerse de las acumulaciones de los estratos de rocas quedaban falseados a causa de los procesos de la erosión, disgregación, cataclismos y otras fuerzas de la Naturaleza. Pese a ello, esta evidencia fragmentaria revelaba que la Tierra debía de tener, por lo menos, unos 500 millones de años.

Otro procedimiento para medir la edad del Planeta consistió en valorar la velocidad de acumulación de la sal en los océanos, método que sugirió el astrónomo inglés Edmund Halley en 1715. Los ríos vierten constantemente sal en el mar. Y como quiera que la evaporación libera sólo agua, cada vez es mayor la concentración de sal. Suponiendo que el océano fuera, en sus comienzos, de agua dulce, el tiempo necesario para que los ríos vertieran en él su contenido en sal (de más del 3 %) sería de mil millones de años aproximadamente.

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