Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (13 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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«Examinábamos todo lo que podíamos hacer para influir en el entorno de nuestro adversario, tanto político como militar, económico, social, cultural e institucional. Lo examinábamos todo a fondo», declaró el comandante del JFCOM, general William F. Kernan, a los periodistas en una rueda de prensa celebrada en el Pentágono poco después de la terminación del juego. «Las agencias disponen ahora de instrumentos que pueden incapacitar a la gente. Se pueden hacer cosas para interrumpir los sistemas de comunicaciones, la capacidad de dar suministro eléctrico a la gente o de influir en la voluntad nacional…, incluso retirarles la red eléctrica». Hace dos siglos, Napoleón escribió: «Un general nunca sabe nada con certeza, nunca ve al enemigo con claridad y nunca sabe con seguridad dónde está». La guerra estaba envuelta en niebla. La finalidad de Millennium Challenge era demostrar que explotando a fondo los satélites y sensores de alta potencia y los superordenadores, la niebla podía disiparse.

Por eso estuvo tan inspirada en muchos aspectos la elección de Paul van Riper para capitanear el equipo Rojo, porque, en efecto, él era la antítesis de esa postura. Van Riper no creía que se pudiera disipar la niebla de la querra. La biblioteca que tiene en el segundo piso de su casa de Virginia está llena de obras sobre la complejidad de la teoría y la estrategia militar. Su experiencia en Vietnam y la lectura del teórico alemán Cari von Clausewitz le habían convencido de que la guerra era esencialmente imprevisible, confusa y no lineal. En la década de 1980 tomó parte en numerosos ejercicios de entrenamiento y, según la doctrina militar, tuvo que aplicar distintas versiones del tipo de toma de decisiones analítica y sistemática que el JFCOM estaba probando en Millennium Challenge. Era algo que detestaba. Llevaba demasiado tiempo. «Recuerdo una ocasión en que estábamos haciendo uno de esos ejercicios», dice, «y el comandante de la división ordenó: "Alto. Vamos a ver dónde está el enemigo". Dedicamos ocho o nueve horas a averiguarlo, y al final estaba a nuestra espalda. Estábamos haciendo planes para algo que ya había cambiado». No es que Van Riper estuviera en contra de cualquier análisis racional, sino de hacerlo en plena batalla, cuando la incertidumbre de la guerra y la presión del tiempo impiden comparar opciones con detenimiento y tranquilidad.

A principios de la década de 1990, cuando Van Riper presidía la Universidad del Cuerpo de Marines en Quantico, Virginia, trabó amistad con un hombre llamado Gary Klein. Klein llevaba una consultoría en Ohio y había escrito un libro llamado
Sources of Power
[Las fuentes del poder], una obra clásica sobre la toma de decisiones. Klein había estudiado a enfermeras, personal de unidades de cuidados intensivos, bomberos y, en general, a personas que tomaban decisiones en situaciones en las que estaban sometidas a gran tensión. Una de las conclusiones a las que llegó fue que cuando los expertos toman decisiones, no comparan de forma lógica y sistemática todas las opciones posibles. Así es como se enseña a decidir, pero en la vida real es un método muy lento. Las enfermeras y los bomberos de Klein se hacían cargo de una situación casi inmediatamente y
actuaban
basándose en la experiencia, la intuición y en una especie de simulación mental esquemática. Para Van Riper, esto parecía reflejar con mucha más exactitud las decisiones que se adoptaban en el campo de batalla.

En cierta ocasión, movidos por la curiosidad, Van Riper, Klein y alrededor de una docena de generales del Cuerpo de Marines volaron a Nueva York para visitar el patio de operaciones de la Bolsa de Materias Primas. Van Riper pensó para sí que sólo había visto un caos parecido en la guerra en un puesto de mando militar, y que algo podría enseñarles. Cuando la campana puso fin a la jornada, los generales entraron al parqué y participaron en algunos juegos de mercado. A continuación llevaron a varios agentes de bolsa de Wall Street al puerto de Nueva York y los trasladaron a la base militar de Governor's Island, donde participaron en varios juegos de guerra informatizados. Los financieros se comportaron con brillantez. En los juegos de guerra hay que tomar decisiones rápidas en condiciones de mucha presión y poca información, que es precisamente lo que ellos hacían en su trabajo. Después, Van Riper llevó a los agentes de bolsa a Quantico, los metió en tanques y realizó un ejercicio con fuego real. Para Van Riper estaba cada vez más claro que estos tipos «gordos, descuidados y con el pelo largo» se dedicaban básicamente a lo mismo que los mandos del Cuerpo de Marines. Sólo se diferenciaban en que unos apostaban con dinero y los otros con vidas.

«Recuerdo la primera vez que los financieros se reunieron con los generales», comenta Gary Klein. «Fue en un cóctel, y vi algo que me sorprendió de verdad. Por un lado estaban todos esos marines, esos generales de dos y tres estrellas, y ya sabe cómo es un general del Cuerpo de Marines: algunos jamás habían estado en Nueva York. Por otro lado estaban los agentes de bolsa, veinteañeros y treintañeros de Nueva York con un gran desparpajo. Pero cuando me fijé en el ambiente del salón, vi que había grupos de dos y tres personas y que en todos ellos había gente de los dos bandos. Y no hablaban sólo con cortesía: lo hacían animadamente, cambiaban impresiones y parecían llevarse bien. Y me dije que eran almas gemelas, que se trataban con absoluto respeto».

Millennium Challenge, en otras palabras, no era sólo una batalla entre dos ejércitos. Era una batalla entre dos filosofías militares minuciosamente opuestas. El equipo Azul tenía sus bases de datos, matrices y metodologías para conocer sistemáticamente las intenciones y la capacidad del enemigo. El equipo Rojo estaba mandado por un hombre que veía un alma gemela en un agente de bolsa de pelo largo, descuidado y dado a improvisar, que negociaba con materias primas gritando, empujando y tomando miles de decisiones instantáneas por hora.

El primer día del juego de la guerra, el equipo Azul desembarcó a decenas de miles de soldados en el golfo Pérsico. Colocaron un grupo de batalla con un portaaviones justo frente a las costas del país del equipo Rojo. A continuación, con todo el peso de su poderío militar bien a la vista, el equipo Azul lanzó a Van Riper un ultimátum de ocho puntos, el último de los cuales era la exigencia de rendición. Actuaron con la mayor arrogancia, pues sus matrices de Evaluación de la Red Operativa les habían dicho cuáles eran los puntos vulnerables del equipo Rojo, cuál sería su respuesta más probable y qué opciones tenía. Ahora bien, Paul van Riper no se comportó como habían previsto los ordenadores.

El equipo Azul atacó las torres con enlaces de microondas y cortó las líneas de fibra óptica, dando por supuesto que el equipo Rojo tendría que utilizar la comunicación por satélite y los teléfonos celulares y que, por tanto, podrían intervenir sus conversaciones.

«Dijeron que eso sorprendería al equipo Rojo», recuerda Van Riper. «¿Que lo sorprendería? Cualquier persona moderadamente informada sabe lo suficiente para no confiar en esas tecnologías. Ése es el modo de pensar del equipo Azul. ¿Quién va a usar teléfonos celulares y satélites después de lo que le pasó a Osama bin Laden en Afganistán? Nos comunicamos mediante mensajeros con moto y mensajes ocultos en oraciones. Me preguntaron: "¿Cómo conseguiste que tus aviones despegaran sin la habitual charla entre los pilotos y la torre?". Y yo les respondí: "¿Se acuerda alguien de la II Guerra Mundial? Usamos sistemas de luces"».

Súbitamente, el enemigo al que el equipo Azul creyó un libro abierto se hizo un poco más misterioso. ¿Qué hacía el equipo Rojo? Se suponía que Van Riper estaba acobardado y abrumado ante un enemigo más numeroso. Pero era demasiado pendenciero para eso. El segundo día de guerra hizo que una flotilla de pequeñas embarcaciones siguiese por el golfo Pérsico a los barcos de la marina del equipo Azul invasor. A continuación, y sin previo aviso, los bombardearon durante una hora con misiles de crucero. Cuando terminó el ataque por sorpresa del equipo Rojo, dieciséis barcos americanos yacían en el fondo del golfo Pérsico. Si Millennium Challenge hubiese sido una batalla real en lugar de un juego, veinte mil soldados estadounidenses habrían muerto antes de que su ejército hiciese un solo disparo.

«Como jefe de las fuerzas Rojas, me di cuenta de que el equipo Azul había declarado que adoptaría una estrategia preventiva», señala Van Riper. «Por tanto, golpeé primero. Calculamos cuántos misiles de crucero podían neutralizar sus barcos, y nos limitamos a lanzar más desde muchos puntos distintos, desde la costa y desde el interior, desde el aire y desde el mar. Probablemente liquidamos la mitad de sus barcos. Escogimos los que queríamos: el portaaviones, los cruceros más grandes… Tenían seis buques anfibios, y destruimos cinco».

En las semanas y los meses que siguieron, los analistas del JFCOM dieron numerosas explicaciones sobre lo que había ocurrido ese día de julio. Algunos afirmaron que se trataba de un resultado característico de la forma especial en que se hacen los juegos de guerra. Otros, que en la realidad los buques no serían tan vulnerables como lo habían sido en el juego. Ahora bien, ninguna de las explicaciones cambió el hecho de que el equipo Azul sufrió una derrota catastrófica. El general rebelde hizo lo que hacen los generales rebeldes: contraatacar. Ahora bien, por alguna razón esto pilló por sorpresa al equipo Azul. En cierto modo, se parece mucho al fracaso del Museo Getty cuando examinó el kurós: hicieron un análisis racional y riguroso que abarcaba todas las contingencias imaginables, pero ese análisis pasó por alto una certeza que debería haberse captado por instinto. En el momento de la batalla del Golfo, la capacidad de cognición rápida del equipo Rojo estaba intacta, aunque no así la del equipo Azul. ¿Cómo había ocurrido?

Estructurar la espontaneidad

No hace mucho, un sábado por la tarde, un grupo de teatro de la improvisación llamado Mother subió al escenario de una pequeña sala construida en el sótano de un supermercado del West Side de Manhattan. Era justo después del día de Acción de Gracias y estaba nevando, pero la sala estaba llena. El grupo Mother tenía ocho componentes, tres mujeres y cinco hombres que estaban en la veintena o la treintena. En el escenario no había nada, salvo media docena de sillas plegables. Mother iba a interpretar lo que en el mundillo del teatro de la improvisación se llama un «Harold». Consiste en salir a escena sin tener la menor idea del personaje o la obra que se va a representar, aceptar una sugerencia al azar del público y, tras conferenciar brevísimamente, hacer una representación de media hora a partir de cero.

Uno de los miembros del grupo pidió una sugerencia a los presentes. «¡Robots!», gritó alguien desde atrás. En el teatro de la improvisación, las sugerencias raramente se toman al pie de la letra y, en este caso, Jessica, la actriz que empezó la acción, comentó más tarde que lo que le había sugerido la palabra «robots» era el distanciamiento emocional y la forma en que la tecnología afecta a las relaciones. Así que, sin pensárselo dos veces, avanzó hacia el escenario haciendo como que leía la factura de una empresa de televisión por cable. En el escenario había otra persona, un hombre sentado en una silla, que le daba la espalda. Empezaron a hablar. ¿Sabía él qué personaje estaba representando en ese momento? En absoluto; y tampoco lo sabían ella ni ninguno de los espectadores. Aunque de algún modo se daba a entender que ella era la mujer y él el marido, y que ella estaba consternada porque había descubierto que en la factura había cargos por películas pornográficas. Él respondió culpando a su hijo adolescente y, tras un enérgico intercambio de acusaciones, entraron en escena otros dos actores que representaban a dos nuevos personajes. Uno era un psiquiatra que ayudaba a la familia a superar la crisis. En otra escena, un actor se dejó caer en una silla encolerizado. «Estoy cumpliendo condena por un delito que no he cometido», dijo. Se trataba del hijo de la pareja. Ninguno de los actores se atrancó, se quedó sin palabras o pareció perdido en ningún momento de la representación. La acción fue avanzando tan suavemente como si los actores hubiesen ensayado durante días. A veces, alguien decía algo que no casaba bien con lo que se hacía. Pero con frecuencia los diálogos eran extraordinariamente divertidos, y el público aplaudía encantado. El espectáculo era fascinante: un grupo de ocho personas estaba creando una obra ante nuestros ojos, en el escenario y sin red.

El teatro de la improvisación es un ejemplo magnífico del tipo de pensamiento del que trata este libro. En él intervienen personas que toman decisiones muy elaboradas sobre la marcha, sin contar con ninguna clase de guión o trama. Esto es lo que lo hace tan atractivo y, para ser sincero, tan aterrador. Si les pidiese que actuasen en una obra escrita por mí, ante un público real, y les dejase ensayar durante un mes, creo que casi todos me dirían que no. ¿Y si les entrara pánico escénico? ¿Y si se olvidaran del diálogo? ¿Y si los espectadores les abuchearan? Pero al menos una obra convencional está estructurada. Todas las palabras y todos los movimientos están en el guión. Todos los actores ensayan. Hay un director que le dice a cada uno de ellos lo que tiene que hacer. Imaginen ahora que les pido de nuevo que hagan una representación ante un público real, aunque esta vez sin guión, sin ninguna clave de lo que se va a representar ni de lo que han de decir, y con la agravante de que se espera que sea divertido. Estoy seguro de que preferirían caminar sobre tizones ardientes. Lo que más aterroriza de la improvisación es que parece algo totalmente aleatorio y caótico. Da la impresión de que hay que salir a escena y solucionarlo todo allí mismo.

Pero lo cierto es que la improvisación no tiene nada de aleatorio ni de caótico. Si tuviesen la oportunidad de sentarse con los miembros del grupo Mother y hablar con ellos largo y tendido, se darían cuenta enseguida de que no son los comediantes impulsivos, ajenos a los convencionalismos y un tanto payasos que probablemente habían imaginado. Algunos de ellos son muy serios y hasta algo pazguatos. Todas las semanas se reúnen para un largo ensayo. Después de cada representación también se reúnen, y cada uno critica brevemente la actuación de los otros. ¿Por qué practican tanto? Porque la improvisación es un arte regido por reglas y quieren estar seguros de que, cuando salen a escena, todos se atienen a esas reglas. «Creemos que lo nuestro se parece mucho al baloncesto», declara uno de los actores, y la analogía es acertada. El baloncesto es un juego complicado y rápido, lleno de decisiones espontáneas que se toman en una fracción de segundo. Aunque esta espontaneidad sólo es posible si todos los jugadores han pasado antes muchas horas de entrenamiento repetitivo y estructurado —perfeccionando lanzamientos, regates y pases; repitiendo jugadas una y otra vez—, y aceptan desempeñar en la cancha una función meticulosamente definida. He aquí el aspecto esencial de la improvisación y la clave que sirve para entender el misterio de Millennium Challenge: la espontaneidad no es el azar. El equipo Rojo de Paul van Riper no resultó vencedor en el juego del Golfo porque en ese momento fuesen más listos o más afortunados que los del equipo Azul. Lo acertado de las decisiones tomadas en las condiciones de cambio veloz y estrés elevado propias de la cognición rápida depende de la formación, de las reglas y del entrenamiento.

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