Roic casi consiguió ocultar un respingo. Era un joven de impresionante estatura e intimidante anchura de hombros, y había descrito su camastro encima de la sala de máquinas del correo como más o menos igual que dormir en un ataúd, milord, si no fuera por los ronquidos.
—No quiero entregar el control de mis movimientos —añadió Miles—, por no mencionar mi suministro de aire, a ninguno de los bandos de esta disputa. Los camastros de la nave insignia no son mucho más grandes de todas formas, te lo aseguro, soldado.
Roic sonrió con pesar, y se encogió de hombros.
—Me temo que tendría que haber traído a Jankowski, señor.
—¿Por qué? ¿Porque es más bajito?
—¡No, señor! —Roic parecía levemente indignado—. Porque es un auténtico veterano.
La ley restringía a veinte el número de hombres que formaban el cuerpo de guardia de un conde de Barrayar. Los Vorkosigan, por tradición, reclutaban a la mayoría de sus hombres de armas entre los veteranos retirados tras veinte años en el Servicio Imperial. Por necesidad política, durante las últimas décadas habían sido principalmente antiguos hombres de SegImp. Formaban un grupo eficaz pero maduro. Roic era una interesante excepción nueva.
—¿Desde cuándo es eso un problema?
Los soldados del padre de Miles trataban a Roic como un novato porque lo era, pero si lo hubiesen tratado como a un ciudadano de segunda…
—Eh… —Roic indicó de manera un tanto inarticulada la nave correo, por lo que Miles dedujo que el problema estribaba en encuentros más recientes.
Miles, a punto de echar a andar por el estrecho pasillo, se apoyó en cambio contra la pared y se cruzó de brazos.
—Mira, Roic…, apenas hay un hombre en el Servicio Imperial de tu edad o más joven que se haya enfrentado a más acción al servicio del Emperador que tú en la Guardia Municipal de Hassadar. No dejes que los malditos uniformes verdes te asusten. Es una lucha inútil. La mitad de ellos se caerían desmayados si se les pidiera que se enfrentaran a alguien como ese lunático asesino que disparaba en la plaza de Hassadar.
—Yo ya había cruzado media plaza, milord. Es como terminar de cruzar a nado la mitad de un río, pensando que no lo conseguirás, o nadar de vuelta hasta la orilla. Era más seguro saltar sobre él que dar media vuelta y correr. Habría tenido el mismo tiempo para apuntarme hiciera lo que hiciese.
—Pero no para abatir a otra docena de peatones. Las agujas automáticas son un arma sucia. —Miles se enfurruñó.
—Es verdad, milord.
A pesar de su estatura, Roic tendía a ser tímido cuando se consideraba en inferioridad social, cosa que desgraciadamente parecía ser la mayor parte del tiempo al servicio de los Vorkosigan. Como la timidez aparecía en su rostro principalmente como una especie de sombría estolidez, tendía a pasar desapercibida.
—Eres un soldado Vorkosigan —dijo Miles firmemente—. El fantasma del general Piotr está entretejido en ese marrón y plata. Acabarán por tenerte miedo, te lo prometo.
La breve sonrisa de Roic mostró más gratitud que convicción.
—Ojalá hubiera conocido a su abuelo, señor. A pesar de todo lo que cuentan de él en el Distrito, era un gran tipo. Mi bisabuelo sirvió con él en las montañas durante la Ocupación Cetagandana, según cuenta mi madre.
—¡Ah! ¿Contaba buenas historias sobre él?
Roic se encogió de hombros.
—Murió de radiación después de que destruyeran Vorkosigan Vashnoi. Mi abuela nunca hablaba mucho de él, así que no lo sé.
—Lástima.
El teniente Smolyani asomó la cabeza en la esquina.
—Hemos abarloado junto a la
Príncipe Xav
, lord Auditor Vorkosigan. El tubo de transferencia está sellado y están esperando que suba usted a bordo.
—Muy bien, teniente.
Miles siguió a Roic, que tuvo que agachar la cabeza para pasar por el óvalo de la puerta, hasta la abarrotada bahía de atraque del correo. Smolyani se colocó junto a la compuerta. La placa de control chispeó y trinó; la puerta se abrió a la cámara estanca y el flexotubo situado más allá. Miles le hizo un gesto a Roic, quien tomó aire y avanzó. Smolyani se preparó para saludar; Miles le contestó con un ademán:
—Gracias, teniente. —Y siguió a Roic.
Un metro de mareante cero-ge en el flexotubo terminó en una compuerta similar. Miles se agarró a los asideros y entró rápida y firmemente de pie por la compuerta abierta. Desembocó en una zona de atraque mucho más espaciosa. A su izquierda, Roic le esperaba, en posición de firmes. La puerta de la nave insignia se cerró deslizándose tras ellos.
Los esperaban tres hombres uniformados de verde y un civil incómodamente envarados. Ninguno cambió de expresión al ver el poco barrayarés físico de Miles. Presumiblemente Vorpatril, a quien Miles recordaba de pasada de algún que otro encuentro en Vorbarr Sultana, lo recordaba a él más vivamente y había avisado prudentemente a su personal de la apariencia mutoide de la Voz más bajita, por no mencionar más joven y nueva, del Emperador.
El almirante Eugin Vorpatril era de mediana estatura, fornido, de pelo blanco, y sombrío. Avanzó un paso y dirigió a Miles un saludo cortante y adecuado.
—Milord Auditor. Bienvenido a bordo de la
Príncipe Xav
.
—Gracias, almirante.
No añadió «me alegro de estar aquí»; ninguno de aquel grupo parecía contento de verlo, dadas las circunstancias.
—Le presento al comandante de Seguridad de la Flota, el capitán Brun —continuó Vorpatril.
El hombre, esbelto y tenso, posiblemente aún más sombrío que su almirante, asintió cortante. Brun estaba a cargo de la aciaga patrulla cuya facilidad para el gatillo había hecho pasar la situación de altercado legal menor a incidente diplomático de importancia. No, no estaba nada contento.
—El jefe consignatario Molino, del consorcio de la flota komarresa.
Molino era también de mediana edad, y con el mismo aspecto dispéptico de los barrayareses, aunque vestido con una elegante túnica y pantalones oscuros al estilo de Komarr. Un jefe consignatario era el oficial ejecutivo y financiero de la entidad corporativa por tiempo limitado que era un convoy comercial y, como tal, tenía la mayoría de las responsabilidades de un almirante de la flota con una fracción de los poderes de éste. También tenía la poco envidiable misión de ser la conexión entre un puñado de intereses comerciales potencialmente muy dispersos y sus protectores militares barrayareses, lo cual era más que suficiente para provocar dispepsia incluso sin una crisis. Murmuró un educado:
—Milord Vorkosigan.
El tono de Vorpatril pareció ligeramente irritado.
—El oficial jurídico de mi flota, el alférez Deslaurier.
El alto Deslaurier, pálido y descolorido bajo un leve rastro de acné adolescente, consiguió asentir.
Miles parpadeó sorprendido. Cuando, bajo su antigua identidad dedicada a operaciones encubiertas, comandaba una flota mercenaria supuestamente independiente para las operaciones galácticas de SegImp, llevaba los asuntos jurídicos todo un departamento: negociar el tránsito pacífico de naves armadas era un trabajo a tiempo completo de complejidad diabólica.
—Alférez —Miles devolvió el ademán y eligió sus palabras con cuidado—. Usted, ah… parece que tiene una responsabilidad considerable, dados su rango y edad.
Deslaurier se aclaró la garganta y, con voz casi inaudible, dijo:
—Nuestro jefe de departamento fue enviado a casa, milord Auditor. Permiso por luto. Su madre murió.
«Creo que empiezo a comprender qué pasa aquí.»
—¿Es éste su primer viaje galáctico, por casualidad?
—Sí, milord.
Vorpatril intervino, posiblemente con intención compasiva.
—Mi personal y yo estamos enteramente a su disposición, milord Auditor, y tenemos nuestros informes preparados. ¿Quiere seguirme a nuestra sala de reuniones?
—Sí, gracias, almirante.
Después de dar vueltas y agacharse por los pasillos, el grupo llegó a la típica sala de reuniones militar: sillas y equipo de holovid atornillados al suelo, alfombra de fricción ocultando el leve olor mustio de una habitación sellada y poco iluminada que nunca disfrutaba de la luz del sol ni del aire fresco. El lugar olía a militar. Miles reprimió el deseo de inhalar nostálgicamente, recordando los viejos tiempos. A un gesto suyo, Roic montó guardia junto a la puerta, impasible. Los demás esperaron a que Miles se sentara y luego se repartieron por la mesa, Vorpatril a su izquierda, Deslaurier lo más lejos posible.
Vorpatril, con un claro dominio de la etiqueta que requería la situación, o al menos con un poco de sentido de la autoconservación, empezó a hablar.
—Bien. ¿En qué podemos servirle, milord Auditor?
Miles apoyó las manos sobre la mesa.
—Soy Auditor: mi primera tarea es escuchar. Por favor, almirante Vorpatril, descríbame el curso de los acontecimientos desde su punto de vista. ¿Cómo llegaron a esta situación?
—¿Desde mi punto de vista? —Vorpatril hizo una mueca—. Empezó como una simple y común metedura de pata tras otra. Se suponía que debíamos atracar en la Estación Graf durante cinco días, esperando el traslado del cargamento contratado y los pasajeros. Como entonces no había motivos para pensar que los cuadris fueran hostiles, di todos los permisos posibles, ya que es el procedimiento estándar.
Miles asintió. Los propósitos de las escoltas militares barrayaresas a las naves de Komarr oscilaban desde lo explícito pasando por lo sutil hasta lo nunca dicho. Declaradamente, las escoltas disuadían a los piratas de las naves de carga y suministraban a la parte militar de la flota una experiencia que era apenas más valiosa que los juegos de guerra. Más sutilmente, proporcionaban oportunidades para todo tipo de recopilación de inteligencia: económica, política y social, además de militar. Y proporcionaban a montones de jóvenes barrayareses, futuros oficiales y futuros civiles, los contactos necesarios con la amplia cultura galáctica. En la parte que nunca se mencionaba estaban las constantes tensiones entre barrayareses y komarreses, legado de, según el punto de vista de Miles, la conquista plenamente justificada de los segundos por parte de los primeros hacía una generación. Era política expresa del Emperador pasar de una situación de ocupación a otra de plena asimilación política y social entre los dos planetas. Ese proceso era lento y pedregoso.
—La nave
Idris
de la Corporación Toscane atracó para efectuar unos cuantos ajustes en la impulsión de salto y se encontró con complicaciones cuando desmontó el equipo —continuó Vorpatril—. Las partes reparadas no pasaron las pruebas de calibración cuando fueron reinstaladas y se enviaron a los talleres de la Estación para que volvieran a fabricarlas. Los cinco días se convirtieron en diez, mientras se iban pasando la pelota de unos a otros. Entonces el teniente Solian desapareció.
—¿Entiendo correctamente que el teniente era el oficial de relaciones de seguridad barrayarés a bordo de la
Idris
? —dijo Miles. El poli de la flota era el encargado de mantener la paz y el orden entre tripulación y pasajeros, echar un ojo a cualquier actividad ilegal o amenazadora o a cualquier persona sospechosa (bastantes actos de piratería se cometían desde dentro) y ser la primera línea de defensa de la contrainteligencia. En segundo plano, tenía que mantener los oídos abiertos en busca de desafectos potenciales entre los súbditos komarreses del Emperador. Estaba obligado a prestar toda la ayuda posible a la nave en emergencias físicas y a coordinar las evacuaciones o rescates con la escolta militar. El trabajo del oficial de enlace podía pasar de ser mortalmente aburrido a letalmente exigente en un abrir y cerrar de ojos.
El capitán Brun habló por primera vez.
—Sí, milord.
Miles se volvió hacia él.
—Uno de los suyos, ¿no? ¿Cómo describiría al teniente Solian?
—Acababan de asignarlo —respondió Brun, luego vaciló—. No tenía una relación personal estrecha con él, pero en todas las evaluaciones previas que se le hicieron le dieron notas altas.
Miles miró al consignatario.
—¿Lo conocía usted, señor?
—Nos vimos unas cuantas veces —dijo Molino—. Estuve casi todo el tiempo a bordo de la
Rudra
, pero mi impresión es que era amistoso y competente. Parecía llevarse bien con la tripulación y los pasajeros. El anuncio ambulante de la asimilación.
—¿Cómo dice? —Vorpatril se aclaró la garganta.
—Solian era komarrés, señor.
—Ah.
Ah. Los informes no mencionaban este detallito. A los komarreses se les había permitido hacía muy poco acceder al Servicio Imperial de Barrayar; la primera generación de esos oficiales era elegida con sumo cuidado, y hasta la fecha habían demostrado su lealtad y competencia. Los mimados del Emperador, había escuchado Miles decir a un compañero oficial, con claro disgusto. El éxito de esta integración era una prioridad personal de Gregor. El almirante Vorpatril sin duda lo sabía también. Miles subió el misterioso destino de Solian unos cuantos peldaños en su lista mental de prioridades más urgentes.
—¿Cuáles fueron las circunstancias de su desaparición?
—No hubo nada raro, señor —respondió Brun—. Firmó la salida del turno de la manera habitual y nunca volvió a aparecer para la siguiente guardia. Cuando se registró su camarote, faltaban sus efectos personales y su equipaje, aunque quedaban la mayor parte de sus uniformes. No había ningún registro de que hubiera abandonado la nave, pero claro… él sabría mejor que nadie cómo salir sin que nadie lo viera. Por eso lo considero deserción. Registramos la nave a conciencia después de eso. Ha tenido que alterar los registros, o ha escapado con la carga, o algo.
—¿Algún indicio de que no estuviera contento con su trabajo o su puesto?
—No… no, milord. Nada especial.
—¿Algo no especial?
—Bueno, estaban los comentarios habituales de ser komarrés y llevar este uniforme —Brun se señaló a sí mismo—. Supongo que, por su puesto, recibía críticas de ambos bandos.
«Ahora todos intentamos ser un solo bando.»
Miles decidió que aquél no era el momento ni el lugar adecuado para comentar las inconscientes deducciones que implicaban las palabras de Brun.
—Consignatario Molino…, ¿tiene más información al respecto? ¿Estaba Solian sometido a, hum, reproches por parte de sus camaradas komarreses?
Molino negó con la cabeza.