Inmunidad diplomática (34 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Ciencia ficción, Novela

BOOK: Inmunidad diplomática
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—Que alguien, por favor…

Entonces se detuvo. Iba a gritar «¡Que alguien me abra el agua!» y a meter las manos bajo el chorro del grifo, ¿pero adónde iba entonces el agua?

—Ayuda —terminó por decir con voz débil.

—¿Qué ocurre, milord Audi…? —empezó a decir el cirujano jefe saliendo del cuarto de baño; entonces vio las manos de Miles—. ¿Qué ha pasado?

—Creo que he caído en una trampa. En cuanto tenga un técnico libre, que el soldado Roic lo lleve a ingeniería y recoja una muestra del controlador remoto de los trajes de reparaciones. Parece que ha sido pintado con un poderoso corrosivo o una enzima y… y no sé qué más.

—Frotador sónico —ordenó el capitán Clogston al técnico que controlaba la improvisada mesa de laboratorio.

El hombre corrió a rebuscar entre los suministros. Volvió, conectando ya el aparato: Miles tendió las dos manos, que le ardían. La máquina rugió mientras el técnico dirigía el rayo de vibración por las zonas afectadas, su poderoso aspirador sorbiendo los detritos sueltos, macroscópicos y microscópicos, y acumulándolos en la bolsa de recolección sellada. El cirujano se acercó con un escalpelo y pinzas, para cortar y quitar los restos de los guantes, que también fueron guardados en el receptáculo.

El frotador resultó efectivo: Miles dejó de sentir que sus manos empeoraban, aunque siguieron doliéndole. ¿Se había quemado la piel? Se acercó las palmas al visor, ahora desnudas, molestando al cirujano, que susurró entre dientes. Sí. Gotas rojas de sangre crecían en las grietas del tejido hinchado. «Mierda. Mierda. Mierda…»

Clogston se enderezó y miró alrededor, con una mueca en los labios.

—Su traje bioprotector ya no sirve de nada, milord.

—Hay otro par de guantes en el otro traje —señaló Miles—. Podría aprovecharlos.

—Todavía no.

Clogston corrió a untar las manos de Miles con un misterioso líquido y las envolvió en barreras bioprotectoras que selló a la altura de sus muñecas. Era como poner mitones a un puñado de mocos, pero el ardiente dolor remitió. Al otro lado de la habitación, el técnico colocaba fragmentos del guante contaminado en un analizador. ¿Estaba el tercer hombre con Bel? ¿Seguía Bel en la bañera helada? ¿Todavía vivo?

Miles tomó aliento profundamente para tranquilizarse.

—¿Tienen ya algún tipo de diagnóstico sobre el práctico Thorne?

—Oh, sí, fue inmediato —dijo Clogston algo ausente, todavía sellando la segunda muñeca—. En el instante en que hicimos el primer análisis de sangre. Qué demonios podemos hacer al respecto no está claro todavía, pero tengo algunas ideas. —Volvió a enderezarse y miró con gesto preocupado las manos de Miles—. La sangre y los tejidos del herm están plagados de parásitos artificiales…, es decir, bioalterados genéticamente. —Alzó la cabeza—. Parece que tienen una fase inicial latente y asintomática, durante la cual se multiplican rápidamente y se extienden por todo el cuerpo. Luego, en algún momento (posiblemente debido a su propia concentración) pasan a crear dos productos químicos en diferentes vesículas con su propia membrana celular. Las vesículas se hinchan. Un aumento en la temperatura corporal de la víctima dispara el estallido de las bolsas, y los elementos químicos a su vez experimentan una violenta reacción exotérmica entre sí…, matan al parásito, dañan los tejidos cercanos del anfitrión y estimulan a más parásitos cercanos para que se disparen. Son bombas diminutas por todo el cuerpo. Es —su tono indicó su admiración a su pesar— enormemente elegante. De una manera horrible.

—¿Mi… mi tratamiento con el baño de agua helada ayudó entonces a Thorne?

—Sí, desde luego. La caída de la temperatura detuvo temporalmente el crecimiento en cascada. Los parásitos casi habían alcanzado la concentración crítica.

Miles cerró los ojos, en un breve gesto de gratitud. Y los volvió a abrir.

—¿Temporalmente?

—Todavía no he descubierto cómo deshacernos de los malditos bichos. Estamos tratando de modificar una derivación quirúrgica en un filtro sanguíneo para eliminar mecánicamente los parásitos de la sangre del paciente, y al mismo tiempo enfriar la sangre hasta un grado controlado antes de devolverla al cuerpo. Creo que podemos conseguir que los parásitos respondan de manera selectiva a un gradiente de electroforesis aplicado al tubo de deriva, y sacarlos de la corriente sanguínea.

—¿No bastará eso entonces?

Clogston negó con la cabeza.

—No llega a los parásitos alojados en otros tejidos, reservas de reinfección. No es una cura, pero podría conseguirnos tiempo. La cura debe matar de algún modo hasta el último de los parásitos del cuerpo, o el proceso volverá a empezar. —Sus labios se retorcieron—. Sería arriesgado usar pesticidas internos. Inyectar algo para matar parásitos ya engordados dentro de los tejidos tan sólo liberará sus cargas químicas. Causará un absoluto caos en la circulación, sobrecargará los procesos de reparación, causará un dolor intenso… Es… es arriesgado.

—¿Destruirá el tejido cerebral? —preguntó Miles, sintiéndose enfermo.

—Con el tiempo. No parece que crucen con facilidad la barrera sangre-cerebro. Creo que la víctima estaría consciente hasta, hum, las últimas fases de la disolución.

—¡Oh! —Miles trató de decidir si eso sería bueno o malo.

—En el aspecto positivo —ofreció el cirujano—, puede que consiga reducir la alarma por biocontaminación de Nivel Cinco a Nivel Tres. Los parásitos necesitan un contacto directo de sangre a sangre para efectuar la transferencia. No parecen sobrevivir mucho tiempo sin un anfitrión.

—¿No pueden viajar a través del aire?

Clogston vaciló.

—Bueno, tal vez no hasta que el anfitrión empiece a toser sangre.

«"Hasta", no "a menos que".» Miles advirtió la elección de las palabras.

—Me temo que hablar de reducir el grado de alarma es prematuro de todas formas. Un agente cetagandés armado con bioarmas desconocidas… Bueno, desconocidas menos ésta, que se está haciendo demasiado familiar, anda todavía suelto por ahí. —Inhaló, cuidadosamente, y obligó a su voz a conservar la calma—. Hemos encontrado algunas pruebas que sugieren que ese agente puede estar todavía ocultándose a bordo de esta nave. Tiene usted que asegurar su zona de trabajo ante una posible intrusión.

El capitán Clogston maldijo.

—¿Habéis oído eso, chicos? —llamó a sus técnicos a través del comunicador de su traje.

—¡Oh, magnífico! —fue la disgustada respuesta—. Justo lo que necesitábamos ahora.

—Eh, al menos es algo a lo que podemos disparar —recalcó tristemente otra voz.

«Ah, los barrayareses.» Miles sintió que su corazón se reconfortaba. Eran médicos militares; todos llevaban armas, benditos fueran.

Contempló el pabellón y la sala de enfermería más allá, controlando puntos débiles. Sólo una entrada, ¿pero eso era una debilidad o una fortaleza? La puerta exterior era decididamente la posición que había que defender, pues protegía el pabellón: Roic se había situado allí de manera automática. Sin embargo, los ataques tradicionales con aturdidor, arco de plasma o granada explosiva parecían… insuficientemente imaginativos. El lugar seguía conectado a la circulación del aire y la energía de la nave, pero aquella sección debía de tener sus propias reservas de emergencia de ambas cosas.

Los trajes bioprotectores militares de Grado Cinco que los médicos llevaban también funcionaban como trajes de presión, pues su circulación de aire era completamente interna. Eso no se cumplía en el caso del traje más barato de Miles, ni siquiera antes de que hubiera perdido los guantes; su equipo extraía aire del entorno, a través de filtros y drenajes. En el caso de una pérdida de presión, se convertiría en un globo tieso e incómodo, quizás incluso se rompería por algún punto débil. Había unicápsulas en las paredes, por supuesto. Miles se imaginó atrapado en una unicápsula mientras la acción continuaba sin él.

Teniendo en cuenta a lo que ya había quedado expuesto…, fuera lo que fuese, quitarse el traje bioprotector el tiempo suficiente para ponerse algo más eficaz no iba a empeorar las cosas, ¿no? Se miró las manos y se preguntó por qué no estaba ya muerto. ¿Podría el mejunje que había tocado ser simplemente un corrosivo?

Miles sacó el aturdidor del bolsillo de su muslo, torpemente, con las manos vendadas, y se acercó a las barras azules de luz que marcaban la biobarrera.

—Roic. Quiero que vuelvas a ingeniería y me traigas el traje de presión más pequeño que puedas encontrar. Yo protegeré este punto hasta que vuelvas.

—Milord… —empezó a decir Roic dubitativo.

—Desenfunda el aturdidor; ten mucho cuidado. Todos estamos aquí, así que si ves moverse algo que no vaya de verde cuadri, dispara primero.

Roic tragó saliva con aplomo.

—Sí, bien, pero quédese aquí, milord. ¡No se vaya por ahí sin mí!

—No se me ocurriría —prometió Miles.

Roic partió al galope. Miles reajustó su torpe presa sobre el aturdidor, se aseguró de ponerlo a máxima potencia y se apostó en el lugar, protegido parcialmente por la puerta. Vio cómo su guardaespaldas avanzaba por el corredor central. Frunció el ceño.

«No entiendo esto.»

Algo no encajaba, y si podía disponer de diez minutos seguidos sin que se produjera ninguna nueva crisis táctica letal, tal vez se le ocurriera… Trató de no pensar en el picor de sus palmas y en qué aquel ingenioso ataque a traición microbiano podría estar haciendo ahora por todo su cuerpo, tal vez incluso camino de su cerebro.

Un sirviente imperial ba corriente tendría que haber muerto antes de abandonar un cargamento como aquellos replicadores llenos de haut. Y aunque éste hubiera sido entrenado como una especie de agente especial, ¿por qué perder un tiempo tan vital tomando muestras de los fetos que iba a abandonar o incluso destruir? Todos los niños haut jamás creados tenían su ADN archivado en los bancos genéticos centrales del Nido Estelar. Sin duda podrían crear más. ¿Qué hacía que esta hornada fuera tan insustituible?

Sus pensamientos se desviaron cuando imaginó a los pequeños parásitos artificiales multiplicándose frenéticamente por su corriente sanguínea, blip-blip-blip-blip. «Cálmate, maldición.» No sabía con certeza que hubiera sido inoculado con el mismo mal que Bel. Sí, podría ser algo aún peor. Sin embargo, cualquier neurotoxina de diseño cetagandana (o incluso un veneno ordinario) actuaba mucho más rápido. «Aunque si es una droga que vuelve paranoica a la víctima está actuando con mucha eficacia.» ¿Era limitado el repertorio de pociones infernales del ba? Si tenía algunas, ¿por qué no muchas? Fueran cuales fuesen los estimulantes o hipnóticos que había usado en Bel no tenían por qué ser nada fuera de lo común, según las normas de las operaciones encubiertas. ¿Cuántos otros biotruquitos tenía guardados en la manga? ¿Iba Miles a demostrar personalmente cuál era el siguiente?

«¿Voy a vivir lo suficiente para despedirme de Ekaterin?» Un beso de despedida quedaba descartado, a menos que apretaran los labios en lados opuestos de un cristal realmente grueso. Tenía tantas cosas que decirle…; era imposible saber por dónde empezar. Aún más imposible expresarlo por un enlace de comunicaciones público. «Cuida de los niños. Bésalos por mí cada noche al acostarlos y diles que los amé aunque nunca llegué a verlos. No estarás sola…, mis padres te ayudarán. Diles a mis padres… diles…»

¿Estaba haciendo efecto ya aquella maldita cosa, o el pánico y las lágrimas que se le atragantaban eran completamente autoinducidas? Un enemigo que te atacaba de dentro afuera… Podías intentar volverte de dentro afuera para combatirlo, pero no tendrías éxito. ¡Sucia arma! «Con canal abierto o no, voy a llamarla…»

En cambio, la voz de Venn resonó en su oído.

—Lord Vorkosigan, pase al Canal Doce. Su almirante Vorpatril quiere hablar con usted. Urgentemente.

Miles siseó entre dientes y pulsó el comunicador de su casco.

—Aquí Vorkosigan.

—¡Vorkosigan, idiota…! —La sintaxis del almirante se había despojado de unos cuantos grados honoríficos en la última hora—. ¿Qué demonios está pasando ahí? ¿Por qué no responde a su comunicador de muñeca?

—Está dentro de mi traje bioprotector y es inaccesible ahora mismo. Me temo que voy a tener que quitarme el traje rápidamente. Tenga en cuenta que este enlace es un canal de acceso abierto y no es seguro, señor.

Maldición, ¿de dónde había salido aquel señor? Costumbre, la pura fuerza de la costumbre.

—Puede pedirle un breve informe al capitán Clogston en su enlace militar por tensorrayo, pero que sea breve. Ahora mismo es un hombre muy ocupado y no quiero que le distraigan.

Vorpatril maldijo (si fue en general o al Auditor Imperial fue algo que quedó ambiguo) y cortó la comunicación.

Por toda la nave llegó el sonido que Miles había estado esperando: los distantes chasquidos y chirridos de las compuertas cerrándose, sellando la nave en secciones estancas. ¡Los cuadris habían llegado al puente, bien! Excepto que Roic no había regresado todavía. El hombre de armas tendría que ponerse en contacto con Venn y Greenlaw y hacer abrir y volver a sellar aquel pasillo para…

—Vorkosigan. —La voz de Venn sonó de nuevo en su oído, forzada—. ¿Es usted?

—¿Soy yo qué?

—El que está sellando los compartimentos.

—No. —Miles trató, y falló, de reducir su voz a un tono menos agudo—. ¿No están ustedes en el puente de mando?

—No, nos desviamos hasta la Cabina Número Dos para recoger nuestro equipo. Estábamos a punto de salir.

La esperanza ardió en el nervioso corazón de Miles.

—Roic —llamó urgentemente—. ¿Dónde estás?

—En el puente no, milord —contestó la voz de Roic.

—Pero si nosotros estamos aquí y él está allí, ¿quién está haciendo esto? —se oyó decir a la triste voz de Leutwyn.

—¿Y usted quién cree? —replicó Greenlaw. Su voz sonó angustiada—. Cinco personas, y a ninguna se le ocurre cerrar la puerta al salir, ¡maldición!

Un pequeño gruñido, como el de un hombre alcanzado por una flecha o que advertía algo, sonó en el oído de Miles: Roic.

—Quien domine el puente tiene acceso a todos los canales de comunicación de la nave, o lo tendrá, dentro de poco —dijo apresuradamente Miles—. Vamos a tener que desconectar.

Los cuadris tenían enlaces independientes con la Estación y con Vorpatril a través de sus trajes; igual que los médicos. Miles y Roic serían los únicos arrojados al limbo de las comunicaciones.

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