Se volvió, suspirando. Le dolían las rodillas después de pasar tantas horas en cuclillas sobre la morrena terminal recogiendo muestras. Tenía las puntas de los dedos y la nariz medio congeladas y, por si fuera poco, la nieve se había convertido en una fina capa de aguanieve que penetraba lentamente en las tres capas de ropa que llevaba y se introducía en los más íntimos recovecos de su cuerpo. En esa época del año había poca luz diurna, y la ventana de la expedición se estaba cerrando deprisa.
Marshall tenía una conciencia muy clara del poco tiempo que le quedaba. Ya habría comida de sobra cuando regresase a Woburn, Massachusetts, y tiempo de sobra para comérsela.
Al volverse para recoger las bolsas de muestras oyó otra vez a Faraday.
—Cinco años atrás no me lo habría creído. Ni hace dos tampoco. Lluvia.
—No es lluvia, Wright. Es aguanieve.
—Da igual. ¿Lluvia en la Zona, a punto de empezar el invierno? Increíble.
«La Zona» era una vasta región del nordeste de Alaska, justo al borde del océano Ártico, embutida entre la Reserva Nacional del Ártico y el Parque Nacional Iwavik del Yukón. Era tan fría y desolada que todo el mundo la evitaba, con temperaturas que tan solo durante algunos meses sobrepasaban los cero grados.
Unos años atrás, el gobierno la había bautizado como Zona Federal de Fauna y Flora, el paso previo a olvidarse por completo de ella. Marshall pensó que en sus ochocientas mil hectáreas probablemente no debía de haber más de dos docenas de personas:
El equipo científico formado por ellos cinco, la pequeña dotación de la base, que sumaban otras cuatro personas, un grupito de nativos al norte y algún que otro mochilero o solitario demasiado curtido o excéntrico para desear otro lugar que no fuera el más aislado. Se le hacía raro pensar que hubiera más gente al norte del planeta aparte de su pequeño grupo.
De repente se oyó una detonación atronadora, una especie de cañonazo que hizo temblar el valle glaciar con la fuerza de un terremoto. El eco se propagó por la tundra, violando el profundo silencio y rebotando como una pelota de tenis; el sonido se fue debilitando hasta desaparecer en una distancia infinita.
La pared del glaciar se había desmoronado en parte; a los escombros helados que se amontonaban en el borde se añadían ahora varias toneladas de hielo y nieve. Marshall sintió que el corazón le daba un vuelco. La brutalidad de aquel sonido nunca dejaba de sobresaltarle, por muchas veces que lo hubiera oído.
Faraday lo señaló.
—¿Ves? Esto es exactamente lo que quería decir. Un valle glaciar como el Fear debería estrecharse hasta acabar en un fino frente de hielo, con el mínimo de agua de fusión y una zona de percolación como Dios manda, pero los desprendimientos de este parecen los de un glaciar de marea. He medido la fusión basal…
—Eso le toca a Sully, no a ti.
—… y se sale de los parámetros. —Faraday sacudió la cabeza—. Lluvia, fusión sin precedentes… Y también pasan otras cosas, como la aurora boreal de hace unas noches. ¿Te fijaste?
—Sí, claro. De un solo color. Era espectacular. E inusual.
—Inusual —repitió Faraday, pensativo.
Marshall no contestó. Sabía por experiencia que en todas las expediciones científicas había un agorero, incluso en una tan pequeña, y Wright Faraday, con sus conocimientos prodigiosos, su visión pesimista de la vida, sus oscuras teorías y sus desaforadas predicciones, daba el tipo a la perfección. Miró al biólogo con disimulo. Aunque eran colegas de universidad, ahora llevaba un mes siendo una presencia casi constante en su vida; sin embargo, Marshall seguía sin hacerse una idea muy clara de qué le motivaba.
De todos modos, pensó mientras llenaba y cerraba otra bolsa, anotaba la situación de la muestra en un cuaderno y medía y fotografiaba la localización exacta, en parte Faraday tenía razón. Y era la misma por la cual él estaba recogiendo muestras a un ritmo poco menos que frenético. Para aquel tipo de investigación, esos glaciares eran casi perfectos. A lo largo de su formación, mientras acumulaban nieve, retenían restos orgánicos: Polen, fibras vegetales y restos animales. Más tarde, al retirarse y derretirse lentamente, tenían la amabilidad de ceder sus secretos; lo cual, para un paleoecólogo, era un regalo ideal, un tesoro del pasado.
Pero la retirada de ese glaciar no tenía nada de lenta ni de amable. Se estaba desmenuzando a una velocidad alarmante y se llevaba consigo sus secretos.
Como si quisiera darle la razón, se oyó otro estallido ensordecedor en la pared del glaciar y cayó otra estremecedora cascada de hielo. Marshall miró hacia el origen del sonido con una mezcla de irritación e impaciencia. Esta vez se había desprendido un trozo mucho mayor de la pared. Suspirando, se agachó hacia los especímenes, pero luego se giró otra vez hacia el glaciar. Al mirar los bloques de hielo rotos de la base, vio que el desprendimiento había dejado a la vista una parte de la montaña. La observó un momento, entornando los ojos.
Después llamó a Faraday.
—¿Tienes los prismáticos?
—Sí, aquí.
Marshall se acercó. El biólogo había sacado los prismáticos de un bolsillo y los llevaba en la mano, cubierta por un guante grueso. Marshall los cogió, echó el aliento en los cristales para calentarlos, los desempañó y los levantó hacia el glaciar.
—¿Qué pasa? —preguntó Faraday, con una chispa de emoción—. ¿Qué ves?
Marshall se humedeció los labios y miró fijamente lo que había revelado el hielo al caer.
—Es una cueva —contestó.
Una hora después estaban frente a los escombros helados de la pared delantera del glaciar Fear. La lluvia gélida había dejado de caer y un sol débil se esforzaba por agujerear las nubes de bronce. Marshall se frotó enérgicamente los brazos para entrar en calor. Miró al pequeño grupo. Sully había vuelto acompañado de Ang Chen, el doctorando del equipo. Toda la expedición estaba reunida en la morrena terminal, excepto Penny Barbour, la ingeniera informática.
La cueva estaba justo delante de ellos: una boca negra contra el azul claro del hielo glacial. A Marshall le recordó el cañón de una pistola monstruosa. Sully la miraba fijamente, absorto, mordisqueándose el labio inferior.
—Un cilindro casi perfecto —dijo.
—No cabe duda de que es un conducto lateral —dijo Faraday—. Los hay por todo el monte Fear.
—Sí, en la base —corroboró Marshall—, pero a esta altura son muy poco frecuentes.
De pronto se desprendió otro pedazo de hielo, aproximadamente medio kilómetro al sur, y se deshizo en bloques azules del tamaño de una casa que levantaron una nube de esquirlas en la base. Chen dio un respingo. Faraday se tapó las orejas por el ruido. Marshall hizo una mueca al sentir cómo vibraba la montaña bajo sus pies. Los ecos tardaron varios minutos en apagarse. Por último, Sully gruñó y miró la pared de hielo, la boca de la cueva y a Chen.
—¿Llevas la cámara de vídeo?
Chen asintió con la cabeza, palpando la bolsa que llevaba al hombro.
—Pues enciéndela.
—No pensarás entrar, ¿verdad? —dijo Faraday.
En vez de contestar, Sully se irguió en todo su metro sesenta y cinco de estatura, metió la barriga y se ajustó la capucha de la parka, dispuesto a posar ante el objetivo de la cámara.
—No es buena idea —añadió Faraday—. Ya sabes qué quebradizas son las formaciones de lava.
—Pero, además —dijo Marshall—, ¿no has visto lo que acaba de ocurrir? En cualquier momento podría caer más hielo y tapar la entrada.
Sully volvió a mirar la cueva, indeciso.
—Ellos querrían que entrásemos.
Por «ellos» se refería a Terra Prime, el canal de televisión por cable sobre ciencia y naturaleza que financiaba la expedición.
Sully se frotó la barbilla con una de sus manos enguantadas.
—Evan, Wright, vosotros dos quedaos. Ang me seguirá con la cámara; si pasa algo, que venga el ejército a sacarnos.
—Y una mierda —dijo inmediatamente Marshall, con una sonrisa burlona—. Si descubrís un tesoro enterrado, yo quiero mi parte.
—Acabas de decir que es peligroso.
—Razón de más para que os eche una mano —contestó Marshall.
Sully sacó agresivamente el labio inferior. Marshall dejó que el silencio se alargara, hasta que el climatólogo cedió.
—De acuerdo. Wright, volveremos lo antes posible. Faraday no dijo nada, aunque sus ojos desvaídos parpadearon.
Sully se quitó algunos copos de nieve de la parka y carraspeó. Tras echar una mirada cautelosa a la pared de hielo, se puso delante de la cámara.
—Estamos en la faz del glaciar —dijo en voz baja, con tono melodramático—. El hielo, al retirarse, ha dejado a la vista una cueva en el flanco de la montaña. Ahora nos preparamos para explorarla.
Hizo una pausa teatral e indicó a Chen que dejara de filmar.
—¿Has dicho «faz»? ¿He oído bien? —preguntó Marshall.
Sully no le hizo caso.
—Vamos. —Sacó una linterna grande del bolsillo de la parka—. Ang, fílmame cuando entre.
Se puso en cabeza, obedientemente seguido por el desgarbado Chen. Al cabo de un momento, Marshall sacó su linterna y se les unió. Avanzaron despacio y con cuidado entre los derrubios. Algunos bloques de hielo tenían el tamaño de un puño, y otros el de un dormitorio. Bajo la débil luz del sol, el brillo azul claro era el de un cielo de octubre. Había arroyuelos de agua de fusión. De repente se les echó encima la sombra del glaciar. Marshall miró con temor el gran muro de hielo, pero no dijo nada. De cerca, la boca de la cueva aún parecía más negra. Exhalaba un aliento gélido que irritó la nariz medio congelada de Marshall. Era muy redonda, como había dicho Sully: la típica chimenea secundaria de un volcán extinto. El glaciar había alisado la pared de roca, dándole un acabado casi como de espejo. Sully clavó en la oscuridad la luz de su linterna y se volvió hacia Chen.
—Apágala un momento.
—De acuerdo. El estudiante bajó la cámara.
—Faraday no hablaba por hablar. Toda esta montaña es una acumulación de lava fracturada. Estad atentos, por si veis puntos débiles. A la menor señal de que el tubo es un poco inestable, daremos media vuelta.
Volvió a mirar a Chen y le indicó con la cabeza que siguiera grabando.
—Vamos a entrar —declaró a la cámara. Y, dando media vuelta, penetró en la cueva.
El techo no era particularmente bajo; tres metros, como mínimo, pero Marshall bajó la cabeza de forma maquinal cuando entró detrás de Chen. La cueva se adentraba en la montaña en línea recta, con una ligera bajada. Avanzaban con mucho cuidado, iluminando con las linternas las paredes de lava. Hacía aún más frío que en el campo de hielo. Marshall se ciñó la capucha alrededor de la cara.
—Un momento. El haz de su linterna había encontrado una fractura fina como un pelo en las trenzas de lava. Tras iluminarla en toda su longitud, la apretó cautelosamente con una mano.
—Parece sólido —dijo.
—Entonces sigamos —contestó Sully—. Con cuidado.
—Parece mentira que este túnel no se haya venido abajo por el peso del glaciar —observó Chen.
Se internaron en la cueva, pisando con precaución. Cuando hablaban lo hacían en voz baja, casi susurrando.
—Debajo de la nieve hay una capa de hielo —dijo Sully al cabo de un minuto—. Cubre todo el suelo. Llama la atención lo lisa que es.
—Y cada vez es más profunda —añadió Marshall—. Este conducto lateral debió de estar lleno de agua en otra época.
—Debió de helarse a una velocidad increíble —dijo Sully—, porque…
En ese momento el climatólogo resbaló y cayó al suelo con un grito de sorpresa.
Marshall se encogió, con el alma en vilo, esperando que cayera el techo sobre ellos, pero al ver que no pasaba nada y que Sully no estaba herido, su alarma se convirtió en diversión.
—Lo has grabado, ¿verdad?
Una sonrisa animó la repentina palidez del estudiante de pos grado.
—¡Desde luego!
Sully se puso en pie con dificultad, frunciendo el ceño y quitándose la nieve de las rodillas. Odiaba tanto como los gatos perder la dignidad.
—Es un momento importante, Evan. Recuérdalo, por favor.
Siguieron todavía más despacio, en un profundo silencio, sin otro ruido que el crujir de sus pasos sobre la capa de nieve. Las antiguas paredes de lava que les rodeaban estaban oscuras. Sully abría la marcha, cauteloso, apartando la nieve con las botas mientras paseaba la luz de la linterna por el suelo.
Chen escrutó la oscuridad.
—Parece que al fondo la cueva se ensancha.
—Afortunadamente —contestó Sully—, porque la capa de hielo se está haciendo más profunda, y…
De repente volvió a caerse, pero no fue otra muestra de torpeza. Marshall comprendió de inmediato que el científico se había caído de sorpresa. Sully empezó a apartar nieve del suelo frenéticamente, hundiendo la luz de la linterna en el hielo de debajo.
Chen se puso de rodillas a su lado, olvidándose de la cámara.
Marshall se acercó enseguida y miró el hielo.
Al ver lo que había encontrado Sully, sintió un escalofrío que no tenía relación alguna con el aire frío de la cueva. Desde debajo del suelo de hielo le miraban implacables dos ojos grandes como puños, amarillos, con las pupilas negras y ovaladas.
Todo lo que había tenido de locuaz la subida, lo tuvo de silenciosa la bajada.
Marshall intuyó lo que pensaban los demás: que aquel descubrimiento cambiaría una expedición que hasta entonces había sido tranquila y poco apasionante, por no decir monótona. Ninguno de los científicos podía decir en qué sentido cambiarían las cosas, pero en adelante todo sería distinto.
Al mismo tiempo, como bien sabía Marshall, todos se preguntaban en su fuero interno: «¿Qué diablos era aquello?».
Finalmente Sully rompió el silencio.
—Deberíamos habernos llevado un testigo de sondeo, para analizarlo.
—¿Cuánto tiempo creéis que lleva en ese sitio? —preguntó Chen.
—El Fear es un glaciar MIS2 —contestó Marshall—. La cueva lleva como mínimo doce mil años enterrada; tal vez mucho más.
Volvieron a enmudecer. Finalmente, el sol había logrado perforar las nubes bajas con su fuego y mientras bajaba sobre el horizonte hacía arder y brillar con intensidad la cubierta de nieve. Ausente, Marshall sacó del bolsillo unas gafas de sol y se las puso. Estaba pensando en la insondable negrura de los ojos muertos de debajo del hielo.