El propio fin de Jasker hubiera llegado al atardecer del día siguiente. El Charchad, al parecer, quería reservar algunas víctimas para ofrecer un ejemplo público a los indecisos y los incrédulos, y por eso lo encerraron, con dos compañeros apenas conscientes, en su propio templo. Cómo había escapado era algo que en aquellos momentos no podía recordar; lo único que sabía era que, de repente, se vio poseído por una furia como jamás había sentido, una furia enloquecida que aniquiló toda razón y todo temor. Había escapado de su prisión y había matado a dos hombres, quizá tres; a partir de ese instante su mente estaba en blanco hasta el momento en que recuperó el juicio en las montañas volcánicas, mientras el sol se ponía, a sus espaldas, con un enfurecido resplandor rojizo.
La matanza había tenido lugar hacía dos años, y desde entonces Jasker había vivido allí solo, proscrito y fugitivo. Las viejas montañas estaban acribilladas de cuevas, túneles y pozos, todos ellos excavados por la lava derretida en la época en que la actividad volcánica estaba al máximo. No había habido ninguna erupción durante las tres últimas generaciones y, por lo tanto, la red de pasillos y cavernas resultaba un refugio ideal y casi inexpugnable. No obstante, y según le contó a Índigo, los volcanes no estaban de ningún modo apagados. Existía vida en los pozos más profundos de las montañas de fuego —pozos como la fumarola que ella había visto—, pero estaba adormecida, dijo con una curiosa sonrisa. No estaban extinguidos; sólo inactivos. Era como si aguardaran a que algo interrumpiera su largo reposo.
No sabía si su presencia era conocida por los cabecillas del Charchad. Durante su exilio, sólo cuatro extraños antes que Índigo habían ido a parar a la zona donde tenía su fortaleza, y ninguno de ellos había vivido lo suficiente para que Jasker pudiera comprobar si su presencia era puro accidente o algo más siniestro. Ella le preguntó por qué permanecía en las montañas en lugar de intentar buscar una nueva vida en algún otro sitio, y la sonrisa que le dedicó a modo de respuesta la dejó helada.
—Por venganza. —Sus ojos brillaron en la penumbra de la cueva y advirtió un repentino resurgimiento de la vieja locura—. El mundo no tiene nada que ofrecerme. Índigo, ya que nada podría reemplazar lo que poseí y perdí. Por lo tanto, he dedicado mi vida a un solo propósito y sólo a éste: desquitarme. —Inconscientemente apretó un puño y los nudillos se pusieron totalmente blancos—. No puedo explicar el auténtico significado de la cólera a alguien que no ha experimentado sus mayores extremos. Pero me he disciplinado, preparado y endurecido, hasta el punto en que me he convertido en un arma viviente; como, bebo y respiro venganza, y la venganza se ha encarnado en mi carne, mis huesos, mi alma. Yo soy la venganza. —Aspiró con fuerza y miró en dirección al altar, añadiendo en un apagado murmullo—: ¡Ranaya me ha concedido ese don, y no le fallaré!
Índigo había bajado la vista hacia sus propias manos, que mantenía cruzadas, consciente de los inquietos pensamientos que corrían por la mente de
Grimya
y, también, de una extraña sensación en su interior que respondía involuntariamente a las palabras de Jasker. Ella había probado la cólera, había sentido su ardor en las venas; y las atrocidades que la habían provocado eran tales que no haría falta demasiado para dispararla otra vez. Compartía la cólera de Jasker, y aquello era peligroso; ya que, a pesar del cambio en su comportamiento, era muy consciente de que el hombre no estaba en su sano juicio. Puede que fuera inteligente y lúcido, pero su insaciable rabia contra el Charchad lo había desquiciado, y ahora alimentaba sus ya considerables habilidades en el campo de la hechicería. Resultaría muy fácil sucumbir a la misma oleada de emociones que lo empujaban, abandonar cautela y razonamiento y arrojarse de cabeza a su causa común. Eso. Índigo lo sabía, podría resultar un error fatal, ya que de una cosa estaba ahora segura: el odiado Charchad de Jasker y el demonio que ella buscaba para destruirlo eran la misma cosa.
Habían transcurrido algunos minutos ya sin que ninguno de ellos dijera nada. En aquella cueva era imposible saber la hora; Índigo supuso que en el exterior empezaría a hacerse de día, pero aquí el día y la noche eran la misma cosa, y la sensación de eternidad parecía formar parte de un sueño; era algo un poco fantástico.
Grimya
estaba sumida en un inquieto sopor; la loba seguía sin confiar en Jasker y, de vez en cuando, sus ojos ambarinos se abrían y le dirigía una mirada de desconfianza antes de volverse a dormir. También Chrysiva dormía, sobre el saco de tela áspera relleno de hojas secas y ramas que servía de cama al hechicero. Algunas horas antes, éste había estudiado el contenido de la bolsa de medicinas de Índigo y seleccionado dos hierbas con las que preparar una poción para aliviarle la fiebre a la muchacha. La decocción parecía haberla calmado y su sueño era más natural que antes. Pero Índigo seguía muy preocupada por Chrysiva, y ahora se volvió para contemplarla. Su piel mostraba una palidez cadavérica, casi del color de un pescado muerto. Y las señales de sus brazos y rostro, las manchas, las llagas, parecían estar empeorando.
—Dormirá bastantes horas todavía —dijo Jasker con calma.
—Lo sé. —La joven se volvió hacia él—. Pero esas cicatrices que tiene... no muestran la menor señal de mejora.
—No. —Se detuvo, contemplándola con atención, y luego añadió—: No se curarán. Ya no. Si la hubiera encontrado hace dos días, quizás habría habido alguna esperanza, pero ya es demasiado tarde.
Índigo le miró con fijeza y sintió como si por su estómago se pasearan gusanos.
—¿Demasiado tarde?
—¿No os contó lo que le hicieron?
—No... Todo lo que sé es que a su esposo lo habían «enviado al Charchad» —sea lo que sea lo que esto signifique— y que ella había ido a las minas para interceder por él cuando la encontré.
—¡Ah! —Jasker juntó las manos, luego se las quedó mirando—. Hay muchas más cosas que debo contaros. Índigo, y la historia de esta pobre mujer es sólo una mínima parte de ello. —Levantó de nuevo los ojos hacia ella; éstos relucían como frío cristal—. Antes de que recuperaseis el conocimiento, hablé con Chrysiva y averigüé la parte de su relato que, al parecer, no os ha contado. —Se sirvió otra copa de agua y tomó un sorbo como si quisiera ahogar un mal sabor de boca—. «Enviado al Charchad»... ¡Ja! Ni siquiera tienen el valor o la honradez de llamarlo por su nombre:
¡asesinato!
—Qué... —empezó Índigo pero, antes de que pudiera continuar, Jasker extendió la mano y la sujetó por la muñeca, agarrándola con tal fuerza que sus dedos quedaron entumecidos. Se inclinó hacia adelante y el brillo de sus ojos se convirtió en una llamarada cuando las sombras dieron paso a la luz de las velas.
—¿Sabéis qué es lo que tiene esa mujer? ¿Lo sabéis?
—No...
Con su mano libre el hechicero señaló a Chrysiva, y todo su brazo empezó a temblar con una rabia que apenas si podía controlar.
—¡Se le ha concedido el honor y la gloria de alcanzar un estado de gracia! —Tiró de la muñeca de Índigo y casi le hizo perder el equilibrio—. ¡El estado de gracia según Charchad! ¿Sabéis lo que eso significa? No, no lo sabéis; sois forastera, una extranjera. Se os ha ahorrado la bendición de ese conocimiento, ¿no es así? ¡Orad a Ranaya para que nunca tengáis que averiguarlo en vuestra propia carne!
Su furiosa voz despertó a
Grimya,
que levantó la cabeza asustada. Al ver lo que sucedía, el animal se puso en pie de un salto, gruñendo, pero Índigo liberó su mano de la de Jasker e hizo un gesto apaciguador.
—No,
Grimya;
todo va bien. —Sus ojos no abandonaron el rostro del hechicero—. ¿Qué queréis decir, Jasker? ¿Qué le hicieron?
El hombre se calmó, pero le costó un gran esfuerzo. Durante algunos instantes intentó controlar su respiración. Por fin dijo:
—Los habéis visto. Si pasasteis una sola noche en aquella ciudad inmunda, tenéis que haberlos visto. Los exaltados; los favorecidos por Charchad. ¡Esos monstruos mutantes, llenos de cicatrices y supurantes llagas!
Los celebrantes de la carretera, las criaturas que la habían asaltado en la Casa del Cobre y el Hierro... Horrorizada. Índigo miró a Chrysiva, frenética.
—Pero ella no es...
—¿Uno de ellos? Oh, lo es. Índigo, lo es. ¡Pero no por voluntad propia! —Jasker cerró los ojos con fuerza y se pasó con ferocidad ambas manos por los cabellos; su sombra se balanceó enloquecida sobre la pared de la cueva. Índigo lo oyó aspirar con fuerza, luego hundió los hombros.
—Existe una sustancia —dijo, luchando por contener su furia—. Metal o piedra, no conozco su naturaleza. Pero resplandece.
Grimya
gruñó por lo bajo y su amiga le rodeó el lomo con un brazo.
—La hemos visto.
—Entonces sabréis, sin duda, que es un símbolo de poder para esos demonios de Charchad.
—¿Sus amuletos?
—Sí, sus amuletos. Un distintivo de categoría, de favor. Y mata. Índigo. Despacio, y con tanta certeza como que el sol sigue un recorrido concreto por el cielo. ¡Esa infernal abominación pervierte y corroe los cuerpos de todo lo que entra en contacto con ella, hasta que no queda más que la muerte!
Índigo abrazó a
Grimya
con más fuerza.
—Entonces las desfiguraciones que vimos, las mutaciones..., ¿las causaba esa... esa piedra, ese mineral?
—Visteis las menos terribles. Visteis a los que pueden andar, a los que todavía pueden hablar, a aquellos cuyas bocas aún no se han descompuesto de manera que se mueren de hambre incluso antes de que las últimas etapas de la enfermedad acaben con ellos. No habéis visto los horrores de esas etapas finales, la agonía, las convulsiones, los moribundos lanzando alaridos de dolor.. ¡Ah, Ranaya! —Se cubrió el rostro con las manos.
—Jasker. —Índigo se inclinó hacia él, posando una mano sobre su hombro y sintiéndose inútil ante su tormento—. Jasker, por favor...
Se la quitó de encima con suavidad, sin demostrar hostilidad.
—Perdonadme,
saia
—dijo con forzada formalidad—. Algunas veces es muy difícil no recordar.
—¿Recordar?
Él sacudió la cabeza, pero no para negar sino para aclarar sus ideas. La furia y la emoción estaban de nuevo bajo control, al menos por el momento.
—El esposo de esta criatura fue castigado por un supuesto crimen —continuó—. Pero el crimen fue una excusa, una invención. La verdad es que se lo castigó por negarse a jurar lealtad al Charchad. Existen todavía algunos que se resisten al culto, aunque deben de ser ya muy pocos.
Índigo recordó el «festival» en la plaza del pueblo, los rostros asustados, las mentes cerradas.
—Sí —repuso con forzada calma—. Muy pocos.
—Entonces esta mujer y su esposo han sido más valientes que la mayoría. Debieran de haber sabido que no podían hacerlo. Al hombre lo escogieron como cabeza de turco, como ejemplo para despertar el temor en los corazones de aquellos que pudieran haber pensado en seguir su ejemplo; pero su sufrimiento no fue suficiente para esos reptiles. Consideraron que su esposa debía compartir su estado de gracia. Y por lo tanto la obligaron... —Su voz titubeó hasta casi quebrarse; luego volvió a recuperar el control—. La obligaron a comer un pedazo de esa maldita piedra, a infectarse con la enfermedad que, para ellos, es una señal de la bendición del Charchad.
—Tierra bendita... —Índigo volvió rápidamente la cabeza para mirar a Chrysiva por encima del hombro—. Entonces, ¿morirá?
—Sí. La fiebre y las desfiguraciones no son más que el principio, pero una vez se han afianzado no hay esperanza. Chrysiva morirá. Índigo. Ellos la han asesinado. —Se interrumpió—. De la misma forma que asesinaron a mi esposa.
La muchacha volvió la cabeza en redondo y clavó los ojos en él.
—¿Es
así
como la mataron?
Jasker asintió con la cabeza.
—Puede hacerse en pocas horas —respondió, y la terrible y objetiva frialdad regresó a su voz—. Si tienen suficiente cantidad de la piedra, y se obliga a la víctima a... —Sacudió la cabeza violentamente, incapaz de decir más.
Índigo miró hacia el suelo con ojos nublados, al tiempo que sentía cómo las ardientes y amargas vibraciones de la cólera se agitaban en su interior de nuevo. La sola idea de que un ser vivo pudiera ser capaz de tales atrocidades, pudiera regocijarse en su ejecución, le provocaba náuseas en lo más profundo de su alma. ¿Y todo para qué? Poder. Poder, y una demencia tal que convertía, en comparación, la loca ansia de venganza de Jasker en apenas una débil e insignificante lucecita.
Sintió un suave contacto en su mente, y oyó el mudo pensamiento de
Grimya:
«En realidad no son hombres los que cometen estas atrocidades. Índigo. Es el demonio. Los hombres son tan sólo su... instrumento. »
Aquello era cierto. Pero...
«Son instrumentos bien dispuestos, Grimya. Eso es lo que resulta tan difícil de comprender y aceptar. »
«Lo sé. Pero estoy segura de que el demonio los ha corrompido. Sin su influencia, las cosas que han sucedido aquí no habrían existido. » Grimya
se detuvo, luego prosiguió:
«Tú y yo sabemos lo poderosa que puede ser esa corrupción. ¿No recuerdas a la criatura de los ojos plateados?».
—Némesis...
Una fría punzada interna hizo que Índigo olvidara la cautela, y pronunció el nombre en voz alta sin darse cuenta. La cabeza de Jasker se alzó.
—¿Qué?
—Na... nada —El rostro de Índigo había palidecido—. Una palabra sólo; sim... simplemente pensada en voz alta, por un momento...
—Dijisteis...
—Por favor. —Levantó las manos, con las palmas hacia fuera—. No tiene la menor importancia.
La miró pensativo, luego se encogió de hombros.
—Como deseéis,
saia.
Índigo y
Grimya
intercambiaron una secreta mirada, y cada una supo sin necesidad de palabras lo que la otra pensaba. Némesis. Era la amenaza siempre presente. El gusano en la envoltura de la propia alma de Índigo. Se había enfrentado a ella en dos ocasiones, y en la segunda tan sólo la intervención de
Grimya
la había salvado de cometer una estupidez que hubiera transformado en cenizas toda esperanza. Pero en la primera ocasión,
Grimya
no estaba allí; Índigo había caído víctima del orgullo, la arrogancia y la ambición que habitaban en su interior, todo lo cual había llevado al mundo al borde de la condenación.