Veo el daño que le causan mis palabras. Me avergüenza admitir que esperaba que fuera así.
—Sí, ya, todo eso lo sé. Pero por el amor de Dios, es mi mujer. Y Johnny es mi hijo. La quiero, lo quiero. Los quiero.
—Pues tendrías que haberlo pensado antes de liarte con otra —le espeto, permitiéndome cierta libertad emocional—. Y ¿se puede saber con quién te liaste? —le suelto.
No dice nada, desvía la mirada. No lo presiono. Alguna francesa, sin duda. Si Maddy quiere saberlo, ya lo averiguaré. Tenemos a gente que hace cosas. Ahora no es importante.
Harry me mira, los ojos encendidos, la voz baja.
—Necesito hablar con Maddy, Walter. Si no te dejas de bobadas, iré directamente a tu casa a verla.
Suspiro pacientemente.
—Mira, Harry, sé que sabes dónde vivo, pero ¿por qué crees que me estás viendo a mí primero en vez de a ella? Si Maddy quisiera verte, estarías hablando con ella, no conmigo. La cuestión es que no quiere verte.
—No te creo.
Con mi voz más tranquila, contesto:
—Sinceramente, me importa una mierda lo que creas. Maddy me pidió que hiciera de intermediario. No de manera oficial, claro está. Lo mío no son los divorcios, pero soy su abogado, como bien sabes, y su amigo.
—¿Divorcios? ¿Se está planteando el divorcio?
—La verdad es que no lo sé, pero tampoco lo descartaría.
—¿Qué quieres decir exactamente con eso?
—Quiero decir que la has cagado. Pero bien.
—Lo sé, Walt. Por eso estoy aquí. ¿Qué puedo hacer? Necesito verla, hablar con ella.
—Así no vamos a llegar a ninguna parte. Has admitido que tuviste una aventura,
ergo
mentiste a Maddy.
Ergo
faltaste a la promesa que hiciste al casarte y, lo que es más importante, te has cargado su confianza y le has roto el corazón.
Allegans suam turpitudinem non est audiendus
—añado pedantemente.
—¿Qué?
—La traducción es: «Nadie puede alegar en su favor su propia torpeza.»
Sé que me he pasado, pero no puedo evitarlo.
Él me mira, medio sorprendido, medio desdeñoso.
—Así que me estás diciendo que no tengo derecho a hablar con mi mujer.
Veo que los músculos se le tensan bajo el abrigo, cierra los puños. Sé lo que está pensando.
—Yo no he dicho eso.
Harry se levanta bruscamente.
—Esto es de locos.
No me muevo. Nada le gustaría más que pegarme. Pero yo prefiero echar balones fuera.
—Esto no tiene nada que ver con la locura. Mira, si a alguien le desagrada este giro de los acontecimientos es a mí —aseguro, con cierta falsedad—. Lo último que querría yo es veros a vosotros dos en esta situación, pero así son las cosas. Y, hablando en plata, la culpa la tienes solamente tú. Así que, ya que mencionas la locura, deja que te diga, y no tiene nada que ver con la medicina, que lo que hiciste fue una gran insensatez.
Se vuelve a sentar, derrotado. Sin ganas de pelea ya.
—Lo sé. —Al cabo de un rato levanta la cabeza y pregunta—: Entonces ¿qué me sugieres que haga?
En ese momento me veo en un dilema: podría aconsejarle, consolarle incluso. O no.
—Lo siento. No lo sé. Yo sólo te puedo decir que si Maddy cambia de opinión, te lo hará saber.
Encaja el golpe.
—¿Y Johnny? ¿Es que no tengo derecho a verle?
—Te repito que no soy yo quien tiene que decidir eso.
Harry no se mueve, sus manazas colgando entre las rodillas.
—Dios mío… —musita.
—Escucha, Harry, siento no poder ser de más ayuda, pero tengo otra cita —miento.
Él me mira, aturdido.
—Ah, sí, claro. —Se levanta y me ofrece la mano, que yo estrecho sin pensar—. Gracias por recibirme. Te lo agradezco de veras. Ya me imagino lo difícil que debe ser esto para ti.
—De nada —contesto, risueño—. Ojalá pudiera ser de más ayuda.
—Pero le dirás a Maddy que he venido, ¿verdad? Dile que quiero verla.
—Claro.
Da media vuelta para marcharse.
—Una cosa, Harry. Si ella, o yo, necesitamos ponernos en contacto contigo, ¿dónde podemos localizarte?
Me sonríe a medias.
—No lo sé, Walt. La verdad es que no lo he pensado. Supongo que esperaba estar con Maddy y Johnny, pero ahora no lo sé. Te llamaré, ¿de acuerdo?
Veo salir sus anchas espaldas. Siempre estuve celoso de él. Ya no.
Esa noche, de nuevo, espero hasta después de cenar, después de abrir la segunda botella y de lavar y recoger los platos. Le pregunto a Maddy si quiere saber cómo me ha ido con Harry. Supongo que así se sentirá el médico cuando ha de darle malas noticias a un paciente. Esa mancha en la radiografía es lo que nos temíamos. Éstas son las opciones, ninguna especialmente buena. Y el paciente, por su parte, no quiere saber la verdad: esas palabras cambiarán su vida para siempre, causarán un daño irreparable, desgarrarán familias. No es algo que querían, sino algo que les han hecho. Han sido traicionados por algo en lo que siempre han confiado. Incluso ha habido momentos de esperanza, de creer que, a pesar de lo que temían en el fondo, todo ha sido un gran error. Un error humano. Las pruebas iniciales estaban mal, se han librado. Requiere mucho valor escuchar, no taparse los oídos, no revolverse contra ello, sino aceptarlo y actuar.
—Lo siento —digo, después de confirmarle lo peor.
Ella tiene los codos apoyados en las rodillas. Desvía la mirada, como si lo de haberse enterado de que Harry es culpable le hubiese pasado a otro y estuviéramos hablando de dos personas distintas cuyas vidas están destrozadas.
—Gracias, Walter —dice al cabo—. Supongo que eso elimina cualquier sombra de duda. —Se enciende otro cigarrillo—. Me gustaría que me hicieras un favor.
—Lo que sea.
—¿Podrías decirle a Harry que agradezco que haya sido sincero contigo? Estoy segura de que no le fue fácil.
—Claro.
—Pero también que aún no quiero hablar con él.
Asiento.
—No podrás seguir evitándole siempre y lo sabes, ¿verdad? ¿Qué hay de Johnny? No para de preguntar por su padre.
Ella suspira.
—Lo sé. Sólo unos días más. Es todo lo que pido.
A pesar de que hago lo posible para que se quede en mi casa, ella y Johnny se mudan a la suya a principios de mes. Es un día frío y húmedo, llueve. Supongo que es lo que deben hacer, pero me siento muy solo sin ellos. La noche siguiente, insisto en ir a verlos. Sé que Maddy me necesita.
Se me hace extraño estar aquí. La vivienda comprende las dos primeras plantas de una vieja casa señorial. Más el jardín, que siempre se me antojó un auténtico lujo en muchos sentidos, aunque recuerdo que Harry no paraba de quejarse. Se instalaron allí poco después de que naciera Johnny, y el jardín estaba bastante mal. Maddy lo mandó arreglar, puso sillas de hierro forjado y una mesa de comedor, así como redes y torres para trepar y un arenero para Johnny. «Es la peor idea que hemos tenido en la vida —refunfuñaba Harry—. Una invitación para todos los gatos del vecindario. Debería poner un letrero que dijera: BIENVENIDOS AL GRAN CENTRO GATUNO WINSLOW, y cobrarles a los dueños de los gatos un cuarto de dólar cada vez que lo utilicen.» Al final quitaron el arenero.
Aparte de eso, recuerdo muchas veladas agradables tomando algo mientras Maddy hacía parrilladas de carne. Incluso tenían un calefactor que nos permitía sentarnos fuera casi todas las noches, salvo las más frías. Unas veces sólo estábamos nosotros; otras, amigos de Harry, gentes de círculos literarios principalmente. A Harry le encantaban las fiestas.
La casa es sencilla: una construcción de piedra rojiza típicamente neoyorquina, el acceso por debajo de la escalera de entrada, pasando un pequeño patio. A la derecha de la puerta principal se abre un espacio para los desayunos, donde Johnny solía comer. Hay una cocina alargada, abierta al comedor, con un magnífico juego de sillas estilo reina Ana y una mesa maciza con las patas en forma de garra que Maddy heredó de su abuela. A continuación, bajando unos peldaños, un salón en un nivel inferior, diáfano; a lo largo de la pared izquierda, un biombo del período Edo enorme, precioso, con una escena de
La novela de Genji
. Maddy lo compró cuando Harry estuvo destinado en Japón. Al otro lado del salón, separado por una cristalera inmensa, el jardín. El efecto es sorprendente, y resulta agradablemente espacioso y moderno.
Una noche, en una fiesta especialmente tumultuosa, un actor amigo de ellos que estaba borracho fue directo a la cristalera. Se rompió la nariz y, según él, eso le costó el papel protagonista en una película. De no haberlo visto con mis propios ojos no lo habría creído. El actor afirmaba que ni la había visto, y Harry repuso bromeando que lo que pasó fue que era tan presumido que no pudo dejar de mirar su propio reflejo.
Arriba están el dormitorio principal, que da a la calle, y dos habitaciones en la parte de atrás que se asoman al jardín; una es la de Johnny; la otra, el despacho de Harry. En el sótano, inacabado, hay una vieja mesa de ping-pong, una lavadora y una secadora, estanterías con libros, una caldera. Me pregunté qué sentiría Maddy allí ahora, con la ropa de Harry en el armario, fotografías, libros, su taza de café preferida. Una cosa habría sido volver a la casa de Long Island, que, al igual que la mía, fue construida por su familia. Allí no había vivido nunca nadie más. Los fantasmas de allí eran sus fantasmas. Pero la cosa cambiaba en esa casa, que era la de ella y de Harry. Si se elimina un miembro de la ecuación, la operación no tiene sentido.
Harry, Harry, Harry. Ni siquiera ahora puedo evitar mencionarle. Lo llenaba todo.
Maddy me abre la puerta. Cuelgo el impermeable mojado en el perchero. Parece cansada.
—Hola, Walter —saluda—. Pasa.
En la casa reina una calma extraña, como en una iglesia los lunes por la mañana. Hay algo distinto, y no es la ausencia de Harry. No, es otra cosa. No caigo hasta que Maddy apunta:
—Espero que no te importe que no haya preparado nada de cenar. No tengo ganas.
—Claro que no. Podemos pedir algo.
Entonces lo sé: no huele a comida, no hay actividad en la cocina. Ir a casa de Maddy siempre era una tentación para los sentidos, los aromas que salían de las distintas cazuelas seducían al afortunado invitado. Ella siempre estaba de cara a los fogones, charlando alegremente mientras partía zanahorias en dados o reducía salsas. Sin embargo, desde que se había enterado de lo de Harry, casi ni calentaba una taza de café. Echo un vistazo a la cocina: parece un perro triste esperando que vuelva su amo.
—Hola, tío Walt —me saluda Johnny, y baja atropelladamente la escalera, recién bañado y con el pijama puesto, seguido de la canguro de toda la vida.
—Te acuerdas de Gloria, ¿no, Walter?
—Claro —contesto al tiempo que le doy la mano a la mujer guatemalteca que se ocupa de Johnny desde que era muy pequeño.
—Señor
[2]
Walter —dice ella, ruborizándose. Su inglés no es muy bueno.
Maddy habla español con bastante soltura. Yo, además de mi lengua materna, sólo hablo francés, gracias a una institutriz francesa que tuve durante años de pequeño. En consecuencia, mi relación con Gloria se reduce a poco más que unas sonrisas y movimientos de cabeza por ambas partes.
—Tengo un sorpresón para ti —le digo a Johnny.
—¿Cuál?
Le enseño dos entradas para un partido que jugarán los Rangers la semana que viene.
—Tú y yo, amigo. El viernes de la otra semana. En el centro. Los Rangers contra los Penguins —le cuento.
Él coge las entradas y las mira, disimulando su decepción.
—Genial, tío Walt.
Los niños mienten fatal.
—¿Qué se dice? —le recuerda su madre con un empujoncito.
—Gracias, tío Walt. —Me da un abrazo poco entusiasta y le pregunta a su madre—: ¿Me puedo ir ya a la cama?
—Claro, cariño —le responde ella—. Ahora mismo subo.
Gloria sigue a Johnny escaleras arriba.
—Ha sido una estupidez —admito.
—No. La intención era buena.
—Me acabo de acordar de que Harry solía llevar a Johnny a ver a los Rangers. Creí que sería divertido.
—Tú no eres Harry, Walter.
No pretende ofenderme, pero así y todo es un golpe.
Me acerco al mueble bar y me sirvo un whisky generoso.
—Lo sé. Y no pretendo serlo. Sólo intento hacerle sonreír. Al fin y al cabo es mi ahijado.
—Lo sé, pero habría estado bien que me lo hubieras comentado antes.
—Echa de menos a su padre.
Maddy asiente.
—Normal. ¿Has hablado con él?
—Me llama todos los días —contesto. Y añado—: ¿Y si fuera con Johnny al partido la semana que viene? Sabe Dios que no me interesa lo más mínimo el hockey. Podría venirles bien a los dos.
—Deja que lo piense.
Ese día también había hablado con Harry. Estaba desesperado por saber cómo se encontraba Maddy de ánimos y quería saber cuándo podría verles, a ella y a Johnny. Como de costumbre, le di largas, desviando las preguntas más imperiosas y haciendo cuanto pude para mantenerlo lo más informado y desconcertado posible.
—¿Cuándo podré verla?
—Pronto, espero. Creo que se ha dado cuenta de que tiene que hablar contigo.
—Gracias a Dios.
—No estoy seguro de que eso sea necesariamente bueno. Para ti, me refiero.
—Me da igual. Me estoy volviendo loco. Por favor, tienes que decirle cuánto lo lamento y lo mal que me siento.
—Ya lo he hecho. No creo que sirva de mucho.
Silencio. A continuación:
—Ya.
—Por cierto, ¿tienes ya un sitio donde quedarte?
—En casa de Ned y Cissy. Pero me puedes llamar al móvil a cualquier hora.
—Muy bien. Espero que la próxima vez que hablemos te pueda dar mejores noticias.
—Gracias, Walt. Eres un gran amigo.
Cierto, lo soy. Lo irónico del asunto es que él cree que soy amigo suyo. Al igual que el galán trasnochado, siempre que oye aplausos presupone que van dirigidos a él.
Una semana después, mientras cenamos en la mesa del comedor sushi y cerveza que hemos ido a buscar a un restaurante, Maddy me anuncia:
—Creo que estoy lista.
—¿Para qué exactamente?
—Para ver a Harry.
—Ya. ¿Para hacer qué?
—Aún no estoy segura. En este momento sería muy fácil tirarlo todo por la borda, ¿sabes? Una parte de mí quiere hacerlo, igual que un niño no puede evitar darle una patada al castillo de arena que se ha pasado horas construyendo.