Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (64 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—Sí, Nahuel —y, para cambiar de tema, le preguntó—: ¿Por qué no te casaste con ella? ¿Finalmente te arrepentiste?

—Ella me rechazó. Por fortuna, de los dos, Geneviéve conservaba el juicio y me dijo que no.

—¿Por qué? —se pasmó Laura—. Eduarda siempre remarcaba el interés que Geneviéve tenía en ti.

—Pero Geneviéve sabía de mi amor por ti. Me rechazó porque no habría soportado ser la segunda en mi vida. Ella está acostumbrada a brillar dondequiera que esté. Ella es la reina de París. No se habría permitido la humillación de unirse a un hombre que amaba a otra mujer del modo que ella deseaba ser amada.

No volvieron a hablar, absortos en cavilaciones que involucraban un pasado que deseaban enterrar para siempre. Un momento más tarde, Laura se dio cuenta de que Nahueltruz se había quedado dormido y, moviéndose sigilosamente, se desprendió de su abrazo y dejó la cama. Tenía que regresar a lo de Javier; era hora de amamantar. Encendió una lámpara y recolectó la ropa desperdigada por el piso. Se vistió y volvió junto a Nahueltruz, que aún dormía. Le tocó el cabello, grueso, lacio y negro, y pensó que la sangre ranquel era fuerte y predominante, como en Gabriel Mariano.

—Yo te prometo, Zorro Cazador de Tigres —susurró—, que algún día los restos de tu padre descansarán junto a los de tu madre en Leuvucó. Y para conseguirlo echaré mano a cuanto recurso se me presente, aunque a veces deba ocultártelo para que no te enfades conmigo.

Se casaron una tarde apacible de finales de julio, de cielo rosáceo y brisa fría y aromática. Laura llegó en la tartana que alquiló su padrastro y caminó junto a él hasta el altar de la capilla de San Francisco, en su mano el rosario de perlas de Magdalena y un ramo de azahares confeccionado por María Pancha. El vestido era sencillo, de seda blanca, con una pelliza emballenada que le remarcaba la cintura ya más afinada. Nahueltruz levantó el velo de gasa y, a pesar de conocerla de memoria, la belleza de Laura lo conmovió profundamente. Y él, que desde sus años con los dominicos de San Rafael no rezaba, pensó. «Señor, que esta felicidad nunca acabe».

Agustín celebró la misa y, más tarde, cuando Nahueltruz y Laura ya eran marido y mujer, el padre Donatti bautizó a Gabriel Mariano, que abrió los ojos y respiró aceleradamente cuando le derramaron agua bendita. La elección de los padrinos se resolvió rápidamente, un asunto en el que hubo consenso desde un principio: doña Generosa y el doctor Alvaro Javier, que insistieron en dar una pequeña recepción en su casa a la que concurrieron quienes habían acompañado a Laura a lo largo de su embarazo. Magdalena sabía que esas gentes se encontraban por debajo de ellos, pero se sentía a gusto igualmente. Mujeres y hombres sin mayor refinamiento, criados a la usanza de una ciudad chica, habituados a las actividades de campo, personas rústicas y sin ambiciones, que acogieron a su hija cuando en Buenos Aires la habrían destrozado. Departió con todos y, aunque la sorprendiera escuchar “pa' las casas” en vez de “a casa”, que la llamaran “doña Magdalena” —la hacía sentir vieja—, que se dijera haiga, usté, naides, apretó, la calor, que se marcara la r y otros modismos al estilo, no se sintió incómoda. En cuanto a su yerno, no hacía falta que María Pancha le confirmara que ese atildado caballero, vestido a la moda parisina, que hablaba varias lenguas y declamaba a Petrarca, era el salvaje que en el 73 le había arrumado la vida a su hija. «Nahueltruz» lo había llamado María Pancha la tarde del incidente en el hotel, la tarde que nació Gabriel Mariano. Su tozudez por apartarse del malhadado romance de Laura con un ranquel no la preservó de conocer ciertos particulares, entre ellos que el indio se llamaba Nahueltruz Guor y que era muy amigo del padre Agustín. Lo miró y sonrió con complacencia al pensar: «Se lo ve tan feliz». Ese día, con Gabrielito en brazos, su yerno le inspiró ternura de madre.

Laura estaba contenta, pero era la euforia de Nahueltruz lo que todos disfrutaban. Conversaba, reía y se preocupaba por mantener las copas llenas del champán traído de París, para la mayoría, una novedad. Sus ojos buscaban incansablemente a Laura y, si una sonrisa se cruzaba entre ellos, quien estuviera observándolos era testigo de cómo se iluminaba su rostro moreno. Le había perdido el miedo a Gabriel Mariano, que, con sus casi tres meses, ya no parecía desarmarse si lo cargaba en brazos, y se pavoneaba con su hijo para que todos lo elogiaran.

El doctor Javier los sorprendió al contratar a la orquesta del pueblo, la misma que amenizaba las veladas en el hotel de France, y bailaron hasta la medianoche. Era la primera vez que Laura lo hacía con Nahueltruz, y se admiró de su destreza en el vals. Nahueltruz invitó también a su suegra, a quien encontró especialmente afable, a su tía Carolita, a doña Generosa y, aunque le aseguró que sólo debía dejarse llevar, María Pancha se excusó diciendo que ella sabía hacer muchas cosas menos bailar, y regresó a la cocina.

Con la retirada de la orquesta a medianoche, la fiesta languideció. Laura se sentía cansada, le dolían los pechos y ansiaba un momento a solas con su esposo. Se marcharon antes de que el último de los invitados se hubiera despedido y, con Gabrielito en brazos de su padre, caminaron hasta la casa que Nahueltruz había alquilado tiempo atrás. A pesar de pequeña y sin lujos, contaba con la ventaja de encontrarse próxima a los lugares importantes para Laura. Aún olía a pintura fresca, los muebles bruñían a la luz de la lámpara al igual que los pisos de madera recién encerados. Al poner un pie en la sala, Laura experimentó una sensación tan agradable de bienestar y plenitud que la llevó a reflexionar: «Ya conseguí todo lo que ansiaba en esta vida». Se dio vuelta, y su mirada se detuvo en la figura de su marido que cargaba a Gabrielito profundamente dormido. Él la miraba con expectación, aguardando el veredicto por la casa.

—Es maravillosa —le aseguró.

—Es provisoria —se justificó Guor—, hasta que la casa grande esté terminada.

Laura se aproximó, sonriendo. Nahueltruz la abrazó y la atrajo hacia su pecho, le besó la coronilla a ella y luego al niño, embargado de felicidad. Había sufrido tanto que le costaba creer que era su adorada Laura quien descansaba sobre su pecho, y que era el hijo que ella le había dado el que dormía entre sus brazos. Y deseó que Laura ya no fuera conocida como “la viuda de Riglos” sino como señora Rosas, la señora de Lorenzo Dionisio Rosas.

Terminaron los tres en la cama. Aunque dormido, Gabrielito se alimentaba con fruición, y sus ruidos los hacían reír. En voz baja, Laura enumeraba sus avances precoces, y Nahueltruz se regocijaba al verla tan orgullosa. Recostaron al niño entre ellos y, por un buen rato, no hablaron; se limitaron a contemplarlo, a contemplarse, a entrelazar las manos, a acariciarse el rostro, el cuerpo. Algo más tarde, Nahueltruz mencionó su deseo de llevarla a Europa.

—Será nuestra luna de miel —añadió.

—No dejaré a Gabrielito.

—¿Cómo piensas que te pediría sacrificio semejante? —se ofendió Nahueltruz—. Iremos los tres, y llevaremos a María Pancha.

—¿Regresaremos algún día a Buenos Aires? —se animó a preguntar ella.

—Regresaremos cuando pueda delegar en alguien de confianza la construcción de la casa y de las caballerizas. Hace unos días le envié un telegrama a Miguelito anunciándole nuestra boda y pidiéndole que viajara en tren hasta acá, y que trajera a mi
cucu
y a su familia. Él será mi mano derecha como lo fue de mi padre. No sabe de caballos, pero sí de sementeras y manejo de peones. Será perfecto para lidiar con los míos, que tienen sus mañas y vicios, como todos. De la cría de caballos me encargaré exclusivamente yo. En definitiva, creo que, a lo largo del año, pasaremos una temporada en Buenos Aires y otra acá.

Nahueltruz interpretó el silencio de Laura como desacuerdo y se apresuró a explicar:

—No podré ausentarme mucho tiempo de la estancia sin el riesgo de encontrarme con grandes problemas a mi regreso. Verás, Laura, yo inicié esta empresa cuando lo nuestro había terminado, y lo hice movido por la culpa que albergo por haber abandonado a mi gente. Me pareció el único modo de paliar mis faltas del pasado. Ahora no puedo echarme atrás, desampararlos, dejarlos a la deriva. Están sufriendo hambre y enfermedades, vagan por el desierto sin rumbo, no saben qué hacer.
Debo
ayudarlos, es mi deber, se lo debo a mi padre.

—Pongo mi vida y la de nuestro hijo en tus manos, Nahueltruz Guor. Mi confianza es ciega; mis pasos seguirán los tuyos adonde sea que nos lleven y respaldaré tus decisiones confiada en tu sensatez.

Ante la declaración de Laura, Guor se quedó mudo, incapaz de hallar las palabras que expresaran su gratitud La promesa pronunciada lo insufló de una energía que lo hizo sentir invencible, y se dijo también que la confianza de su esposa se convertiría en su fuerza, y el amor que los unía, en el motor para cumplir el plan que había trazado, su compañerismo sería su refugio, su sonrisa sería su solaz, su cuerpo, una fuente inagotable de placer, la inteligencia y valentía de su mujer, su orgullo. De pronto, le vino a la mente y recitó.

—Bendito sea el día, y el mes, y el año, y la estación, y el tiempo y la hora, y el punto, y el encantador pueblo, y el sitio en el cual tus hermosos ojos negros me encadenaron.

EPÍLOGO.

Promesa cumplida

LEY 25.276 (publicada en el Boletín Oficial el 28 de agosto de 2000)

Artículo 1º.- El Poder Ejecutivo, a través del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, procederá al traslado de los restos mortales del cacique Mariano Rosas o Panguitruz Gour, que actualmente se encuentran depositados en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata “Florentino Ameghino”, restituyéndolos al pueblo Ranquel de la Provincia de La Pampa.

Artículo 2º.- A tal fin se trasladarán sus restos a Leuvucó, Departamento de Loventuel, de la Provincia de La Pampa.

Artículo 3º.- La Subsecretaría de Cultura del Ministerio de Cultura y Educación de la provincia de La Pampa, en consulta con las autoridades constituidas de la comunidad ranquelina, fijará el lugar donde serán depositados en sepultura.

Artículo 4º.- Al momento de cumplirse con lo ordenado por esta ley, se rendirá homenaje oficial al cacique y se declarará de interés legislativo la ceremonia oficial que se realizará en reparación al pueblo ranquel.

Artículo 5°.- Comuniqúese al Poder Ejecutivo Nacional.

Diario
La Gaceta de Río Cuarto

Victorica, La Pampa, 24 de junio de 2001

DEVUELVEN LOS RESTOS DE UN CACIQUE RANQUEL

El 22 de junio pasado, por la noche, tuvo lugar, en el salón municipal de Victorica, el velatorio de un conocido cacique ranquel, Mariano Rosas, muerto 124 años atrás. El día 21 sus descendientes viajaron a La Plata para buscar sus restos que por años se expusieron en una vitrina del Museo de Ciencias Naturales “Florentino Ameghino”. Luego de la profanación de su tumba en 1879, ordenada por el coronel Eduardo Racedo, el primer destino de los huesos fue la colección del doctor Estanislao Zeballos, estudioso de los indios del sur. A la muerte de éste, los herederos donaron los restos al museo, donde permanecieron hasta que una ley del Congreso Nacional (la ley 25.276) ordenó su devolución al pueblo ranquel.

El cráneo de Mariano Rosas se veló a lo largo de la noche y sus parientes tuvieron oportunidad de despedirlo. Dos jefes del pueblo ranquel (en araucano son llamados
loncos
),Carlos Campú y Adolfo Rosas, sobrino bisnieto del cacique, presidían el velatorio y se mantenían firmes a ambos lados de la calavera. La reunión presentaba un aspecto abigarrado de funcionarios de traje y corbata y de ranqueles de poncho, vincha y lanzas. La solemnidad del acto se reflejaba en los rostros serios y en las lágrimas que rodaban por las mejillas morenas y acartonadas de algunas ranqueles.

Antes de marcharse, el intendente de Victorica pronunció un corto discurso y remarcó la generosidad de Osvaldo Ramón Borthiry, que había donado la tierra para el camino que conduce al descanso final de Mariano Rosas. Una mujer, claramente ranquel, expresó: «¿Que las donó? ¡Las devolvió!», poniendo de manifiesto de este modo la percepción general de la comunidad indígena que sostiene que, a lo largo del siglo XIX, fueron salvaje y cruelmente despojados de sus tierras y que recibieron un trato vejatorio por parte del blanco.

Al amanecer del día de ayer, 23 de junio, cuatro ranqueles condujeron a caballo la urna con los restos hasta la localidad de Leuvucó, distante a veinte kilómetros de Victorica, que, en tiempos de Mariano Rosas, fue la capital del País de los Ranqueles, estratégicamente ubicada en el punto de convergencia de las rastrilladas o caminos más importantes de Tierra Adentro. Los concurrentes llegaban en todo tipo de vehículos: camionetas, automóviles, carretas, caballos y mulas. Se lo sepultó cerca de la laguna de Leuvucó que, según expresa el coronel Lucio V. Mansilla en su
Excursión a los indios ranqueles,
tenía una relevancia preponderante en la vida de la comunidad que habitó esas tierras yermas e inhóspitas. Su aspecto es triste y desolado, pero se afirma que en el siglo XIX presentaba más vegetación y agua.

Para el descanso final del cacique Rosas se preparó un catafalco de troncos de caldén (la madera típica de la zona) de dos metros de largo sobre el que descansa una pirámide cuyos lados están orientados a los puntos cardinales. Cada lado representa a las dinastías más importantes del pueblo ranquel: la cara que mira hacia el norte corresponde a los Carripilún, la del oeste a los Pluma de Pato, la del este a los Zorros, a la cual perteneció Mariano Rosas, y la del sur a los Tigres. En la cara de los Zorros se encuentra la abertura por donde se colocó la urna sobre tierra de Leuvucó. Cerca de la pirámide se levantó un palco para los funcionarios y las autoridades del pueblo ranquel; en torno, los demás ranqueles, los abanderados de las escuelas de la zona, los periodistas y otros invitados, entre ellos la cantante Gabriela Epumer, descendiente del hermano menor de Mariano Rosas, el cacique Epumer, que lo sucedió en el trono.

La ceremonia empezó con una melodía de notas lánguidas, tristes y arrastradas, proveniente de instrumentos ranqueles, algunos como cornetas, que las llaman
trutukas,
otros se asemejan a flautas
(pifilkas);
había también grandes cascabeles, los
cascahuillas,
y los más tradicionales, los
kultrunes,
que son tambores mapuches Después bailaron la danza del ñandú o
choique purrún,
agitando la cabeza, dando pasitos cortos y luciendo mucho el poncho de colores y dibujos estridentes y atractivos.

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