Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (6 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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Laura no participaba en columnas políticas y, cuando tomaba la pluma para referirse a otros temas que no fueran sus folletines, escribía sobre la educación, en especial la de las mujeres, siempre tan postergada. De todos modos,
La Aurora
era un semanario de un claro sesgo político, que Mario Javier mantenía con coherencia a lo largo de las tiradas. Indiscutiblemente,
La Aurora
apostaba al liberalismo y al progreso, y en eso iba a tono con el gobierno, pero también denunciaba aquellas maniobras que minaban los derechos inalienables de los seres humanos. Por cierto, se había convertido en el más encarnizado enemigo de la aclamada conquista del desierto que tenía como paladín al general Roca.

El silencio del cuarto de Laura se rompió cuando un tropel de niños se precipitó sin anunciarse. Detrás apareció Eugenia Victoria, que, a gritos, impartía toda clase de amenazas a sus hijos menores. Purita, más femenina y recatada desde la proximidad de su fiesta de quince, entró junto a María Pancha, que escuchaba una confidencia. Laura soltó la pluma y recibió en un abrazo a sus sobrinos que, a coro, le pedían mil cosas. Les besaba las cabecitas y las mejillas y les decía que sí a todo.

—¡Basta, niños! ¡O se pasarán un mes sin postre! —amenazaba en vano Eugenia Victoria; a Laura, le explicó—. No pude evitar que corrieran hasta aquí cuando María Pancha les dijo que estabas escribiendo. Quieren saber cómo sigue la historia de
Paco y el elefante verde.

—¡Sí, tía! ¡Cuéntanos cómo sigue! —imploró Adela, una mocosa de cuatro años que obtenía de su tía Laura lo que se propusiese. Daba saltitos y levantaba las manos como en plegaria.

—Temo que tendrán que esperar al próximo número de
La Aurora
—expresó, con un mohín.

—Pero, tía —se quejó Rafael, de siete años—, nos iremos mañana a Carmen de Areco y no estaremos aquí cuando salga
La Aurora.
¡Nos perderemos la publicación!

—El problema es que aún no he terminado el capítulo —explicó Laura—. ¿Cómo se te ocurre que voy a permitir que pierdas la publicación? Le pediré a Mario Javier que guarde copia para cada uno de ustedes y se las haré llegar por tren a “La Armonía” —prometió, refiriéndose a la estancia de los Lynch.

María Pancha los engatusó con la sugerencia de limonada recién preparada y tarta de duraznos y crema pastelera, y los cuatro marcharon detrás de la criada hacia la cocina. Purita eligió quedarse con su madre y su tía, para nada interesada en las boberías que dirían y harían sus hermanos, a pesar de que había jugado con ellos y sus muñecas hasta pocos meses atrás. La inminencia de su fiesta de quince años le había cambiado la vida radicalmente.

—Aprovechamos este viaje a Buenos Aires por lo de Felicitas Guerrero e hicimos algunas compras —comentó Eugenia Victoria—. Fuimos a la tienda de Climaco Lezica y nos hicimos de entredós y puntillas para el vestido de Pura. Ya se los llevamos a madame Du Mourier.

—¿Encontraron todo lo que necesitaban? —se interesó Laura.

—¡Oh, sí! —se apresuró a contestar Eugenia Victoria—. El señor Lezica fue en extremo atento con nosotras. Él mismo nos ofreció la mejor mercadería y hasta me fió la compra.

—Eso sí que es inusual —admitió Laura, porque era sabido que Climaco Lezica vendía estrictamente al contado.

—¿Vio cómo me miraba el señor Lezica, mamá?

—No —se incomodó Eugenia Victoria—. No creo que te haya mirado de ninguna manera especial.

—Pues le digo que me miraba con ojos blandos y, cuando usted se entretenía con esos abanicos de seda, me aferró la mano. Por supuesto que se hizo el pavo, como que, mientras juntaba los galones y las puntillas, su mano tropezó con la mía, pero yo percibí que lo había hecho a propósito.

—¡Qué idea, Pura! —se exasperó Eugenia Victoria—. El señor Lezica es un gran amigo de tu padre, un hombre honorable, de las familias más reconocidas de Buenos Aires, ¿por qué querría hacer algo tan impropio como aferrarle la mano a una niña?

—¡No soy una niña!

—Por supuesto que no —terció Laura, que había escuchado el intercambio con atención—. Tu madre quiere decir que eres muy niña para Climaco Lezica, que es un cuarentón.

Eugenia Victoria contempló a su prima con gesto contrariado. Laura, que no indagaría en presencia de Pura, cambió el tema de conversación y preguntó por los detalles de la fiesta que, aunque tendría lugar a mediados de abril, requería una antelada preparación.

De ninguna manera iría al hospedaje “Los catalanes” en su landó con José Pedro en el pescante (Eusebio había conducido a San Isidro al cuarteto de brujas, como se las llamaba entre la servidumbre), pues tanto el coche como la librea de calicó azul y verde eran tan conocidos en Buenos Aires como el edificio del Cabildo. A sugerencia de María Pancha, tomó un coche de plaza cerca del mercado del pasaje de las Carabelas, que avanzó sin inconvenientes y a buena velocidad, pues las calles se encontraban prácticamente vacías. Adrede, Laura calculaba llegar unos quince minutos pasada la una de la tarde.

En el interior de la volanta, zamarreada por los brincos a causa de las calles mal adoquinadas, Laura trataba de serenarse. La embargaba la habitual sensación de anticipación, entre incómoda y placentera, que la asaltaba cuando el general Roca se hallaba presente. Ahora no sólo se hallaría presente sino que estaría a solas con él. Una vez a merced de ese caballero, nadie impediría los acontecimientos. Se distrajo mirando por la ventanilla, la nariz cubierta con un pañuelo embebido en colonia debido a los malos olores que se levantaban del río. Como si su mente se negara a pensar en Roca y en lo que esa cita implicaba, se dejó encantar por el paisaje tan pintoresco como ajeno, ya que ella rara vez abandonaba el perímetro del centro.

Alrededor de la una y veinte, el coche se detuvo y el conductor dejó el pescante para abrir la portezuela. Laura le pagó y lo despidió. Sorprendida, pues en los últimos años ese lugar apartado de la capital había medrado considerablemente, no advirtió que la llamaban.

—¡Señora Riglos! —pronunció una voz masculina.

Laura, a un paso de cruzar el portal de “Los catalanes”, volteó para dar con la figura redonda y graciosa de un hombre de bigotes espesos y ojos chispeantes. Dijo llamarse coronel Artemio Gramajo.

—El general Roca me pidió que la lleve al lugar de vuestra cita —expresó el hombre con tanta naturalidad que Laura no consiguió fastidiarse, aunque sí incomodarse. Roca demostraba poca cortesía y menos aún tacto al enviar a un esbirro para concretar sus
affaires non sanctos.

Gramajo la condujo hasta una galera y subieron. En el trayecto, el coronel logró ganarse la buena predisposición de Laura. Fue prudente y no volvió a mencionar al general Roca o a la entrevista; habló de naderías y rió la mayor parte del tiempo, y hasta se permitió ser obsequioso al expresar que, aunque le habían advertido de la belleza de la viuda de Riglos, ninguna descripción le habría hecho justicia. El viaje no duró mucho pues el encuentro tendría lugar en una casa de la calle de Chavango, cerca de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, en el mismo barrio de la Recoleta. La casa, una construcción sólida, de estilo colonial, rodeada por campos y huertos, se hallaba en un paraje que le habría conferido el aspecto de completo aislamiento si la torre de Nuestra Señora del Pilar no se hubiese columbrado tan vividamente.

El mismo Roca abrió la puerta del vestíbulo y pronunció en un acento medido pero autoritario:

—Por fin llegas, Artemio.

—Disculpe el retraso, general.

—Fue mi culpa —intervino Laura—. Yo llegué tarde.

Roca aflojó el ceño y le extendió la mano.

—Por favor, señora Riglos, pase, no haga caso de mi mal humor Pensé que mi amigo Gramajo la había convencido de comer en “Los catalanes” y olvidarme aquí la tarde entera.

—De ninguna manera, general ¿Cómo se le ocurre? —se quejó Gramajo.

En la sala, los aguardaba la mesa puesta. Una doméstica de aspecto indígena recibió los guantes y el bolso de Laura y los acomodó sobre el
dressoir
del vestíbulo.

—Enséñame qué has preparado para comer, Lucila —pidió Gramajo a la muchacha, y partieron hacia los interiores de la casona.

—El apetito del coronel Gramajo es proverbial —expresó Roca, y sonrió con calidez.

—Pensé que comeríamos en “Los catalanes” —apuntó Laura, con malicia.

—Un pequeño engaño —admitió Roca—.
Mea culpa
—agregó, con la mano en el pecho—. Consideré que si la citaba en un lugar público obtendría su aceptación más fácilmente. Quizás se haya sorprendido, incluso molestado, al encontrar a Gramajo en la puerta de “Los catalanes”. Sepa que él es de mi más absoluta confianza. Pondría mi vida en sus manos sin pensarlo dos veces. Asimismo, estas medidas fastidiosas también las tomé para evitar poner en entredicho su reputación.

—Mi reputación, general, es algo de lo que usted no tiene que preocuparse. Está tan dañada como puede esperarse después de haber hecho y dicho lo que he querido toda mi vida. Siempre he creído —acentuó Laura— que lo que haga o deje de hacer sobre esta Tierra es un asunto que sólo nos concierne a Dios y a mí. De todos modos, no estoy molesta por su engaño y considero que las medidas que tomó están justificadas, no por mi reputación sino por la suya, que es un hombre de gobierno. ¿De quién es esta casa? —preguntó casi de inmediato, y miró en torno.

—Es de un hermano de Artemio, radicado en el Brasil. Artemio la cuida y administra.

Comieron en un ambiente amistoso y relajado, que en parte se logró gracias a la compañía del coronel Gramajo, que no dudó en aceptar la invitación de la señora Riglos, a pesar de las señas que le lanzaba el general Roca. Con el tiempo, Laura llegó a encariñarse profundamente con Artemio Gramajo y a contarlo entre sus mejores amigos. Le gustaba porque era un hombre simple y en extremo bondadoso, y también porque la hacía reír. Solía mimarlo con regalos gastronómicos, y los buñuelos y las frutas de mazapán de María Pancha se convirtieron en la debilidad del coronel. A leguas se notaba que no padecía de dispepsia, por el contrario, su digestión resultaba asombrosa; no pasaba una hora de la última comida que ya vociferaba: «¡Estoy famélico!». Según el propio Gramajo, su secreto radicaba en beber vino tinto con las comidas

—Yo me retiro, general —anunció Gramajo, finalizado el postre—. Tengo muchos pendientes en el despacho.

Se despidió de Laura y marchó hacia el vestíbulo en compañía de su jefe, que le enumeraba una ringlera de encargos y diligencias. Roca volvió a la sala y Laura ya se colocaba los guantes de tafilete.

—Yo también me retiro, general.

Tomó el bolso del
dressoir
y caminó hacia la puerta. Pero Roca no le permitió pasar, y enfatizó su posición echándole llave. Se miraron fijamente, y Laura se dio cuenta de que perdía terreno segundo a segundo. Roca, compuesto y dueño de sí, acortó el paso que los distanciaba y la abrazó como si se hubiese propuesto absorber el cuerpo de ella con el suyo. Se miraron nuevamente, y él la besó en los labios. La sorprendió que no lo hiciera con la ferocidad con que la había abordado en la capilla de Santa Felicitas. Se trataba del beso de un amante paciente y benévolo, para nada relacionado con la imagen de tipo hosco y gruñón que se había formado.

Roca la despojó del bolso y de los guantes, que regresaron al
dressoir,
y la condujo de la mano al dormitorio. Él mismo la desvistió, prenda por prenda, con delicada pericia. Laura se mantenía quieta y callada y, aunque no colaboraba, como si quisiera oponerlo con el pensamiento hasta último momento, no lo resistía físicamente. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás al sentir las manos ásperas y curtidas de Roca cerrarse en torno a sus pechos apenas celados por la almilla de lino. La respiración de él, irregular y caliente, le golpeó la piel del escote cuando su boca le acarició los pezones a través de la delicada tela. Laura comenzó a gemir, y la paciencia y la benevolencia del general acabaron en ese instante. La recostó sobre la cama y la poseyó rápidamente, sin dudas de que la encontraría preparada para recibirlo.

Durante su matrimonio con Julián Riglos, Laura no había reparado en su postergada índole de mujer. Insensible a causa de la pena, se olvidó de lo que la pasión y la virilidad de un hombre podían obrar en ella. Había rechazado a muchos, algunos que se decían amigos de Riglos, incluso al mismo Alfredo Lahitte, cuando aún vivía Amelita Casamayor. Con Roca, sin embargo, no había encontrado la determinación para rehuir a la fuerza con que, finalmente, le quebró la voluntad.

Roca cayó exánime sobre el pecho de Laura y, mientras le bañaba el rostro de besos, le confesó que la había deseado desde la primera vez que la vio, aquella primera vez en el invierno del 73, cuando entró en la sala de “La Paz”, la estancia de su suegro en Ascochinga, y la divisó entre sus cuñados y cuñadas, flanqueada por su padre, el general Escalante, y doña Eloísa, su suegra. Le dijo también que, en contraste con el resto, él había recibido la impresión de que ella brillaba, como si de su pelo rubio y de su piel tan blanca manara luz. Y no se lo dijo para no romper la magia del momento, pero en aquella oportunidad, además de golpearlo la contundencia de su belleza, lo sorprendió la profunda tristeza que trasuntaban sus ojos negros.

Aunque Roca calló esto último, Laura de inmediato volvió al 73, esa época de labios apretados y ojos enrojecidos en la que se dormía llorando, en la que no concillaba el sueño fácilmente, en la que no comía, no hablaba, no rezaba, no leía, no escribía, sólo sentía lástima de sí; esa época en la que su padre, María Pancha, incluso su tía Selma creyeron que terminaría por perder la razón. Se acordó de esa época y también del hombre inexorablemente relacionada con ella.

Roca percibió que el encanto se había esfumado y, aunque contrariado porque no sabía qué había provocado esa mudanza en Laura, le permitió que abandonase la cama y se vistiera.

Laura no se detuvo en la sala, donde un batallón de domésticas a cargo de María Pancha pulía la platería, limpiaba vidrios, rasqueteaba pisos y lustraba los muebles de caoba. La familiaridad del lugar, el aroma a cera de abejas, el bullicio de las criadas y las órdenes vociferadas de María Pancha la hicieron sentir a gusto. Marchó a su habitación a paso quedo, donde se encerró con llave. Necesitaba estar sola. María Pancha la vio pasar y no intentó seguirla o detenerla. Cuando llegase el momento, Laura le contaría. Dejó el plumero sobre la mesa y enfiló hacia la cocina a preparar una lavativa, porque, si bien la entusiasmaba que su niña tuviera un amante, para nada la divertía pensar que tuviera un bastardo.

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