Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (30 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—Wilde se declara “laurista” —comentó—, aunque asegura que en público lo desmentirá. Dice que teme que José Camilo lo rete a duelo.

—Que Wilde no se preocupe —expresó Eduarda—. Eso de retar a duelo parece ser una costumbre privativa de mi hermano Lucio Victorio —aclaró en referencia a la propensión del coronel a resolver disputas con las armas.

Más tarde, Eduarda comentó a Laura que las matronas se extrañaban por la prolongada ausencia de doña Luisa del Solar y que empezaban a sospechar de su confinamiento en la quinta de Barracas.

—Ya lo había previsto —aseguró Laura—. Le mandé a decir que se presentara al estreno de
La Traviata
en el Teatro Colón; será en pocos días. Estará en mi palco. De todos modos —añadió con soltura—, no creo que este capricho de Lezica dure demasiado tiempo. La reclusión de Pura y la separación de su adorado Blasco llegarán a su fin antes de lo que todos imaginan.

Eduarda le lanzó un vistazo confundido, pero no pudo preguntar: una ovación atrajo su interés cuando Roca y Clara Funes, junto al presidente Avellaneda, entraron en la sala. En repetidas ocasiones se escuchó: «¡Viva Roca, futuro presidente de los argentinos!».

En tanto el gentío pugnaba por saludarlo, Laura mantuvo distancia. Conversó con el escritor francés Paul Groussac, un hombre que, no obstante su genio cortante y antipático, demostraba un afinado discernimiento. Esbozó una acertada descripción de la realidad política y terminó por pronosticar la secesión de Buenos Aires si Roca no se avenía a aceptar la candidatura de Carlos Tejedor.

—¿Qué opina del general Roca? —se interesó Eduarda.

—Aunque lo he tratado poco, me atrevo a decir que es un iluminado de su generación. Como militar ha demostrado una aptitud poco común entre los de su clase: intuición que, sumada a un respeto por la estrategia y la planificación, lo ha llevado a consecutivas victorias. Como político, creo que sabe lo que la Argentina necesita y cómo llevarlo a cabo. Me gusta Roca —dijo, con la mirada en el grupo que circundaba al general—. Es un pensador taciturno, frío y reservado. Tiene un don: prefiere escuchar antes que hablar. Estoy seguro de que no disfruta de las reuniones numerosas, de las ceremonias ni de las fiestas públicas. Si ha venido esta noche es porque, como dije antes, sabe cómo conseguir lo que se propone. Y sin lugar a dudas se ha propuesto ser presidente de los argentinos. No importa cuánta sangre corra: él lo logrará.

Laura se dijo que nadie había trazado una semblanza más acertada del general y se sintió orgullosa de haber inspirado el interés de un hombre tan superior. Volteó para mirarlo y sus ojos dieron con los pardos de él. Se trató de un momento efímero que sólo existió para ellos. Roca movió las comisuras y Laura supo que ese remedo de sonrisa era un obsequio para ella.

El coronel Gramajo, con sus mejores galas militares, se acercó a saludar, y Laura lo recibió con júbilo. Se apartaron y, mientras ella pedía detalles de la expedición, Gramajo se interesaba en los “lauristas” y los “lynchistas”

—¿Para qué quiere que le cuente de la expedición, doña Laura? —se quejó Gramajo—. Pasamos hambre y frío y no nos topamos con un indio ni para muestra.

—¿Es cierto, entonces, que el general nunca entró en batalla con los malones?

—Tan cierto como que ahora tengo un hambre digna de Pantagruel.

Laura le pasó su plato con
hors-d'oeuvre
y siguió indagándolo. Entre bocado y bocado, Gramajo detallaba los vaivenes de la expedición que más tenían que ver con falta de provisiones, pestes y tedio que con batallas, muertos y heridos.

—El que debió enfrentar a los últimos alzados fue el coronel Racedo. A él le tocó vérselas con indios bravos como Baigorrita, el ahijado de ese coronel unitario que se volvió salvaje en época de Rosas, Manuel Baigorria se llamaba. Murió hace unos años en su ciudad natal, San Luis. No sé si ha escuchado hablar de él.

—Algo sé de su historia

—El general Roca lo conoció en el tiempo en que estuvo destacado allá, en el Fuerte Sarmiento. Era un personaje interesante, según el general. A pesar de ser cristiano, de madre y padre blancos, podría haber pasado perfectamente por salvaje. Tenía el rostro cruzado por un sablazo que, según cuentan, ligó en una escaramuza contra los hermanos Saá, los caudillos de San Luis. Eso dicen, no sé. Pues sí —retomó Gramajo—, Racedo y otros oficiales debieron enfrentar a los últimos alzados, que preferían morir a rendirse. Pero nadie los combate como Racedo, que les tiene un odio ciego a esos pobres miserables ¿Sabe? Hace años un ranquel le mató a un tío, el coronel Hilario Racedo. Lo acuchilló, el muy cretino. Por eso Racedo ha jurado vengarse.

En un rincón apartado, cerca de la puertaventana que conducía a la terraza, Guor bebía y observaba. La emoción por la llegada de Roca había pasado. Los invitados querían bailar. La orquesta tocaba uno de esos valses vieneses tan de moda. Laura no bailaba, seguía en el sillón conversando con el militar panzón, de bigote espeso y cara bonachona. Esa noche, ni siquiera se habían saludado, lo evitaba, incluso había aguardado a que él se alejara para dirigirse a Armand y a Saulina.

Alguien se aproximó a Laura, pidió disculpas al militar bonachón y extendió la mano, que Laura aceptó, marcharon a la pista de baile. Se trataba de un hombre joven, atractivo, que Guor ya había visto en otras ocasiones. Laura se dejaba conducir con abandono.

Como solía ocurrirle con frecuencia, se llenó de interrogantes. Últimamente, su presente era una incógnita. No podía engañarse, nada de lo que emprendía en Buenos Aires justificaba su estadía. Ya había recuperado a su abuela Mariana y a Lucero y Miguelito. Cierto que aún restaba su tío Epumer Guor, a quien, en ocasiones, temía enfrentar. Después de todo, lo había traicionado al abandonar Leuvucó y elegir una cómoda vida en París. ¿Cómo lo arrostraría con tanta vergüenza y culpa? Dejaría el asunto de Epumer en manos de Agustín y se marcharía de esa ciudad que hasta había terminado por quitarle a Blasco. Él no pertenecía al mundo de los blancos, al cual su madre se había empeñado en integrarlo haciéndolo educar por los dominicos de Mendoza; menos aún al ranquel, porque había llegado a despreciar el primitivismo en que vivían; jamás habría podido regresar a las tolderías. De todos modos, de ese mundo de aduares y caciques ya no quedaba nada.
Él
no era nada, ni humea ni ranquel. Gustaba del mundo civilizado, pero la culpa le impedía disfrutar; despreciaba el salvajismo de los ranqueles, pero, después de todo, eran su gente. Su gente, que agonizaba y él no movía un dedo para salvarla. Porque su vida, en resumidas cuentas, pasaba por la mujer que bailaba a pocos metros de él y que lo había convertirlo en un hombre sin raíces. ¿Qué hacía en esa celebración donde se festejaba el triunfo del general Roca sobre su pueblo? Debería odiar a Roca y a esos militares con alamares brillantes y condecoraciones, pero ni arrestos para eso le quedaba. Parecía insensible a todo lo no que fuese Laura Escalante, como si su capacidad de sentir se limitara a ella.

Armand Beaumont se acercó e insistió en presentarle a unos amigos. Caminaron en dirección al grupo en el que departía Roca. Nahueltruz se detuvo, dudó, pero Armand, que se había adelantado, le indicó que se le uniera, y no tuvo alternativa. Recibió apretones de manos y escuchó nombres que no retuvo hasta terminar frente al general. La primera impresión lo hizo sentirse gigantesco. No obstante, el gesto ceñudo de Roca le dio la pauta de que no trataba con un pusilánime. De mirada dura e inteligente, se le notaba el hastío que le provocaban los adulones. El general se adelantó y, extendiendo su mano, dijo:

—Soy Julio Roca.

Hubo un instante en que Nahueltruz se quedó mirando la mano ofrecida.

—Lorenzo Rosas —contestó, y la apretó con firmeza. Nahueltruz se dio cuenta de que la mirada atenta de Roca había sufrido un brevísimo momento de desconcierto a la mención de su nombre y que sus cejas se arquearon ligeramente. Lo adjudicó a su apellido, que siempre provocaba ése efecto entre quienes recordaban a Juan Manuel de Rosas.

—¿Algo del antiguo gobernador de Buenos Aires?

—No, soy de Córdoba —respondió Guor evasivamente.

El intercambio había sido breve y formal, y el general no lucía inclinado a departir. Aunque la polémica lo tenía como protagonista, él guardaba silencio y contemplaba en otra dirección. Nahueltruz siguió la línea de su mirada que lo condujo hasta la figura de Laura, ahora en los brazos del coronel Mansilla. Notó que el ceño del general se pronunciaba y que sus labios gruesos se fruncían imperceptiblemente bajo los bigotes. Al término de la pieza, sin excusarse, Roca se alejó en dirección al centro del salón y, contra todo pronóstico, invitó a bailar a la viuda de Riglos.

Mansilla se inclinó en una reverencia histriónica antes de ceder a su “deliciosa compañera”. La concurrencia no perdía detalle del momento más escandaloso de la velada. Ya había corrido la voz de que Laura defendía la candidatura de Roca y que ponderaba sus cualidades con sospechoso ahínco; que el general la invitara a bailar sobrepasaba el límite de tolerancia. Clara Funes simulaba ignorar la imprudencia de su esposo y continuaba platicando con las primas de Laura, Iluminada y María del Pilar. Más allá de que la música acallaba las murmuraciones, los impetuosos cierres de abanico y los rápidos movimientos de ojos y labios los denunciaban.

—Es una desfachatada —se quejó Mercedes Castellanos de Anchorena, una señora que, aunque joven, inspiraba respeto.

—La viuda de Riglos ya se imagina querida del presidente de la República —acicateó la joven Enriqueta Lacroze, a quien no la salvaban ni su dinero ni su estirpe; sin remedio, se había quedado para vestir santos.

—Reparen en su gesto —indicó Bernarda Lavable, pariente del general unitario asesinado en Jujuy—. A ella no la inmutan ni el escándalo ni la desaprobación social. Luce tan a gusto como en la sala de su casa.

—Queridas —intervino doña Joaquina Torres—, ¿debo recordarles lo que decía nuestro señor Jesucristo? «No juzguéis y no seréis juzgados».

—Las enseñanzas de Cristo, señora Torres —señaló Esmeralda Balbastro—, se reservan para la misa. El resto del tiempo corre la ley del Talión.

Los hombres tampoco se privaban de verter un poco de veneno.

—No se lo puede culpar —esgrimió Saturnino Unzué, ferviente propulsor de la candidatura de Roca—. La viuda de Riglos es, sin lugar a dudas, la mujer más hermosa esta noche.

—Me pregunto si algún hombre, alguna vez, le habrá desarmado esa trenza —expresó Estanislao Zeballos, un muchacho a quien Guor tenía entre ceja y ceja.

—El doctor Zeballos —intervino Mansilla, que se unía al grupo— da por sentado que no fue Julián Riglos.

—Señores, por favor —se quejó Armand Beaumont—, estamos hablando de una dama a quien tengo en mi mayor estima. Entiendo que, hasta el momento, lo único que puede achacársele es su indiscutible belleza. Y de eso, señores, no podemos culparla.

Laura no se encontraba menos sorprendida que el resto de los invitados. Había dado por sentado que el general no se aventuraría en medio de tanta gente, con Clara Funes presente. Roca, sin embargo, volvía a demostrarle que hacía lo que quería. Temió que armara otra escena como aquella vez en lo de doña Joaquina Torres, cuando le exigió que plantara a Cristian Demaría y que le explicara por qué no había ido a la casa de la calle Chavango. Por cierto, se negaría si se lo pedía ahora.

—Todos los ojos están puestos en sus labios, general —advirtió Laura—. No diga nada impropio. Lo sorprendería enterarse de las dotes de algunas de nuestras eximias porteñas que pueden escuchar sin oír.

—De seguro puedo decir que luce usted magnífica esta noche sin riesgo a comprometerla.

—En realidad, general —interpuso Laura—, usted no puede decirme absolutamente nada. Es más, usted no debería haberme invitado a bailar.

—¿Por qué aceptó, entonces?

—¿Tenía alguna otra alternativa si quería evitarle a usted una situación bochornosa?

—Supongo que no —admitió Roca, y su gesto abandonó la ironía para evidenciar una sincera admiración por su compañera—. Necesitaba tenerte de nuevo entre mis brazos —confesó, en un acto de inusual romanticismo.

—Insisto, general —se incomodó Laura—, guarde la compostura o el escándalo terminará por perjudicarlo más de lo que se imagina. El antagonismo de los porteños hacia su figura ya es manifiesto para darles verdaderos motivos. Hablemos, en cambio, de su conquista del desierto. O, como dicen algunos, de su conquista del poder.

—Es usted implacable, señora Riglos —se quejó Roca—. Me pregunto si es una cualidad que cultiva sólo para atormentarme a mí o a todos sus admiradores.

—Es usted un vanidoso, general, si cree que me paso el día pensando cómo atormentarlo con mis decires.

Roca bajó la cara para esconder la risa, y Laura notó que la presión de sus manos aumentaba en torno a su cintura.

—No me has preguntado —retomó el general un momento después— por cuál bando simpatizo, si por el “laurista” o por el “lynchista”.

—Parece muy inclinado a decírmelo y yo no tengo objeciones de escucharlo.

—Sólo a ti te diré que soy laurista —admitió—. Para el resto, opino como la mayoría.

—Cobarde.

—Ahora soy un político, debo cuidarme.

—Siempre serás un militar. Aunque no te costará remedar a un político de pura cepa. Según María Pancha, eres un zorro, un bribón redomado. Creo que tiene razón.

Lo miró directamente a los ojos y se solazó en la sonrisa divertida que él le dirigió.

—Julio —dijo Laura, repentinamente seria—, ¿qué harás si consigues la presidencia?

—Haré un país.

Nahueltruz Guor seguía con ojos atentos el intercambio entre Laura y Roca. Que el general la deseaba era una verdad expresada a viva voz. En cuanto a los sentimientos de ella, no surgían tan claros; sí podía entreverse que, como a los demás, lo enredaba en su juego de seducción, ése que él conocía tan bien.

—No te atormentes —le susurró Esmeralda con evidente condescendencia—. A nadie Laura mira como a ti.

Esa noche, sin embargo, Laura no lo había mirado, ni con odio ni con pasión. Simplemente, lo había ignorado. Esa indiferencia lo estaba matando.

—¿Quién es ese joven? —se indignó Guor—. Es la segunda vez que la invita a bailar.

Esmeralda se cubrió con el abanico para ocultar la risa.

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