—Te presento a Efrit Espléndido —dijo Pai—. Me ha dicho, no te lo vas a creer, me ha dicho que su madre tiene sueños con hombres blancos sin vello y que le gustaría conocerte.
La sonrisa que se abrió paso a través del vello facial de Efrit era a la vez picara y encantadora.
—A ella le caerá bien —anunció.
—¿Estás seguro? —preguntó Cortés.
—¡Pues claro!
—¿Nos dará de comer?
—Por un blanco sin pelo, haría cualquier cosa —contestó Efrit.
Cortés le dedicó a Pai una mirada dubitativa.
—Espero que sepas lo que vamos a hacer —le dijo.
Efrit les mostró el camino sin dejar de parlotear y de hacer un montón de preguntas, la mayoría sobre Patashoqua. Según dijo, alimentaba la secreta ambición de contemplar la gran ciudad. En lugar de desilusionar al chico diciéndole que no había pasado de las puertas de la urbe, Cortés le contó que era un lugar de una magnificencia indescriptible.
—Sobre todo Merrow Ti' Ti' —dijo.
El chico sonrió y les dijo que le contaría a todos que había conocido a un blanco sin pelo que había visto Merrow Ti' Ti'. Las leyendas surgían de ese tipo de mentiras inocentes, pensó Cortés. Cuando llegaron a la puerta de la casa, Efrit se hizo a un lado para permitirle a Cortés que fuera el primero en traspasar el umbral. Su aspecto sorprendió a la mujer que había en el interior, la cual dejó caer el gato que estaba peinando y se arrodilló al instante. Avergonzado, Cortés le pidió que se levantara, pero le costó bastante convencerla de que lo hiciera y, a pesar de todo, la mujer mantuvo la cabeza gacha y se dedicó a mirarlo a hurtadillas con sus pequeños ojos oscuros. Era baja (de hecho, apenas un poco más alta que su hijo), y su rostro poseía una estructura elegante bajo el vello. Se llamaba Larumday, le dijo, y estaría encantada de extender la hospitalidad de su casa a Cortés y su dama (ya que dedujo que Pai era eso mismo). Su hijo menor, Emblema, se vio obligado a ayudarla a cocinar mientras Efrit les decía dónde encontrar a un posible comprador para el coche. Según les contó, ningún habitante de la aldea encontraría de utilidad semejante vehículo, pero en las colinas quizá hubiera un hombre a quien le interesara. Se llamaba Coaxial Tasko y a Efrit le asombró mucho que ni Cortés ni Pai hubieran oído hablar de él.
—Todo el mundo conoce a Tasko
el Miserable
—les dijo—. Antes era rey en el Tercer Dominio, pero su tribu desapareció.
—¿Me lo presentarás por la mañana? —le preguntó Pai.
—Para eso falta mucho —fue la respuesta de Efrit.
—Pues que sea esta noche —replicó Pai, sellando así el acuerdo.
Cuando llegó la comida, se dieron cuenta de que era menos elaborada que la que habían probado a lo largo de la carretera, pero no por ello menos sabrosa: carne de doeki marinada con vino de jengibre, acompañada por pan, una serie de alimentos en adobo (entre los que se encontraban huevos del tamaño de pequeñas hogazas) y una salsa que abrasaba la garganta como el chili y que hizo que a Cortés se le saltaran las lágrimas, para la manifiesta diversión de Efrit. Mientras comían y bebían (a pesar de que el vino era fuerte, los muchachos lo bebían como si fuera agua), Cortés hizo varias preguntas acerca del espectáculo de marionetas que había visto. Ansioso por demostrar su conocimiento, Efrit explicó que los titiriteros estaban de camino hacia Patashoqua para la vanguardia del invitado del Autarca, que cruzaría las montañas en los próximos días. Los titiriteros eran muy famosos en Yzordderrex, les dijo, y fue en ese momento cuando Larumday lo mandó callar.
—Pero, mamá… —comenzó.
—He dicho que te calles. No permitiré que se hable de ese lugar en esta casa. Tu padre fue allí y no regresó. Tenlo siempre presente.
—Quiero ir allí después de ver Merrow Ti' Ti', como el señor Cortés —replicó Efrit desafiante, lo que le valió un fuerte manotazo en la cabeza por su comportamiento.
—Ya basta —dijo Larumday—. Ya hemos tenido bastante charla por esta noche. Un poco de silencio sería de agradecer.
La conversación decayó después de eso; no fue hasta que se terminó la comida y Efrit empezó a prepararse para llevar a Pai a la colina, para su encuentro con
Tasko
el Miserable,
que el chico recuperó su buen humor y el caudal de su entusiasmo apareció de nuevo. Cortés estaba listo para acompañarlos, pero Efrit le explicó que su madre, que no estaba en ese momento en la estancia, deseaba que se quedara.
—Deberías complacerla —le recalcó Pai cuando el chico salió—. Si Tasko no compra el coche, tal vez tengamos que vender tu cuerpo.
—Creía que tú eras el experto en ese campo, no yo —replicó Cortés.
—Vamos, vamos —dijo Pai con una sonrisa—, pensé que habíamos acordado olvidar mi turbio pasado.
—Vete, entonces —fue la respuesta de Cortés—. Déjame a merced de sus tiernos cuidados. Pero serás tú quien me limpie la pelusa de entre los dientes.
Encontró a mamá Espléndido en la cocina, amasando el pan para el día siguiente.
—Ha honrado nuestra morada al entrar en ella y compartir nuestra mesa — le dijo mientras trajinaba—. Y, por favor, no piense mal de mí por preguntar, pero… —su voz se convirtió en un susurro atemorizado—, ¿qué quiere?
—Nada —replicó Cortés—. Ya ha sido más que generosa.
La mujer lo miró con tristeza, como si fuera cruel de su parte el jugar con ella de aquella forma.
—He soñado con que alguien venía —le dijo—. Blanco y sin pelo, como usted. No estaba segura de si era hombre o mujer, pero ahora que está usted aquí, sentado a mi mesa, sé que se trataba de usted.
Primero, Acaro Bronco; ahora, mamá Espléndido, pensó Cortés. ¿Qué tenía su cara que hacía creer a la gente que lo conocían? ¿Es que tenía a un doble dando vueltas por el Cuarto Dominio?
—¿Quién cree que soy? —le preguntó.
—No lo sé —fue su respuesta—. Pero sabía que, cuando llegara, todo cambiaría.
De repente, sus ojos se llenaron de lágrimas a medida que hablaba; lágrimas que corrieron por sus mejillas de sedoso vello. Contemplar su angustia provocó la misma reacción en Cortés, no tanto porque él fuera el causante, sino porque desconocía la razón. No cabía la menor duda de que había soñado con él (la mirada desconcertada de reconocimiento en su rostro cuando traspasó el umbral había sido prueba suficiente), ¿pero qué quería decir eso? Pai y él se encontraban en aquel lugar por casualidad. Por la mañana ya se habrían marchado, habrían abandonado el oasis de Beatrix sin apenas dejar huella. Su presencia no tendría importancia alguna en la vida de los Espléndido, sería tan solo otro tema de conversación una vez que se hubieran ido.
—Espero que su vida no cambie —le dijo Cortés—. Parece que este lugar es muy agradable.
—Lo es —respondió al tiempo que se secaba las lágrimas—. Es un lugar seguro. Un buen lugar para criar hijos. Sé que Efrit se marchará pronto. Quiere ver Patashoqua y no seré capaz de detenerlo. Pero Emblema se quedará. A él le gustan las colinas y cuidar de los doeki.
—¿Y usted también se quedará?
—Claro que sí. Yo ya he visto mundo —contestó—. Viví en Yzordderrex, cerca de Oke T'Noon, cuando era joven. Allí fue donde conocí a Alejo. Nos mudamos en cuanto contrajimos matrimonio. Es una ciudad horrible, señor Cortés.
—Si es tan mala, ¿por qué volvió su marido?
—Su hermano se alistó en el ejército del Autarca, y cuando Alejo se enteró, regresó para intentar que desertara. Dijo que era una vergüenza para la familia que un hermano se uniera a las huestes de un creador de huérfanos.
—Un hombre de principios.
—Desde luego que sí —dijo Larumday con cariño—. Es un buen hombre. Tranquilo, como Emblema, pero con la curiosidad de Efrit. Todos los libros que hay en la casa son suyos. Lee todo lo que cae en sus manos.
—¿Cuánto lleva fuera?
—Demasiado —respondió—. Me temo que es posible que lo matara su hermano.
—¿Hermanos que se matan entre sí? —comentó Cortés—. No, no puedo creerlo.
—Yzordderrex tiene efectos extraños sobre las personas, señor Cortés. Incluso los buenos hombres pierden el norte,
—¿Solo los hombres? —inquirió Cortés.
—Fueron los hombres quienes crearon este mundo —respondió—. Las Diosas han desaparecido y los hombres hacen lo que les da la gana en todas partes.
No era una acusación, sino la mera constatación de un hecho; y Cortés no tenía pruebas para refutarlo. La mujer le preguntó si deseaba un poco de té, pero rechazó el ofrecimiento y le dijo que tenía que salir para tomar el aire, quizá para encontrar a Pai'oh'pah.
—Es muy hermosa —dijo Larumday—. ¿También es inteligente?
—Sí —contestó—, sí que lo es.
—Eso no es muy habitual en las bellezas, ¿verdad? —le preguntó—. Es extraño que en mi sueño no apareciera ella también sentada a la mesa.
—Puede que lo hiciera y lo haya olvidado.
La mujer negó con la cabeza.
—No, de verdad; he tenido ese sueño muchas veces y siempre es el mismo; alguien blanco y sin pelo sentado a mi mesa y comiendo con mis hijos y conmigo.
—Me hubiera gustado ser un invitado más rutilante —le dijo.
—Pero usted es solo el principio, ¿no es así? —inquirió—. ¿Qué vendrá después?
—No lo sé —respondió—. Tal vez su marido, de vuelta de Yzordderrex.
Ella lo miró con expresión dubitativa.
—Algo —dijo ella—. Algo que nos cambiará a todos.
Efrit había dicho que el ascenso sería sencillo y, en términos de inclinación, así fue. Sin embargo, la oscuridad convertía una ruta sencilla en una difícil, incluso para alguien tan ágil como Pai'oh'pah. No obstante, Efrit era un guía comprensivo que aminoraba el ritmo cada vez que se daba cuenta de que Pai se quedaba rezagado y le señalaba aquellas zonas en las que el terreno era inestable. No tardaron mucho en encontrarse bastante por encima de la aldea, con los picos nevados de la cordillera del Jokalaylau visibles más allá de las colinas en las que se asentaba Beatrix. A pesar de lo altas y majestuosas que parecían estas montañas, las laderas de las cumbres más bajas, si bien más impresionantes, se veían al otro lado, con las cimas perdidas entre los cúmulos. Ya no quedaba muy lejos, dijo el muchacho, y en aquella ocasión sus palabras sí fueron acertadas.
A pocos metros, Pai divisó una construcción recortada contra el cielo, con una luz encendida en el porche.
—¡Oye, Miserable! —comenzó a gritar Efrit—. ¡Hay alguien que quiere verte! ¡Alguien quiere verte!
Sin embargo, no recibió respuesta alguna, y cuando llegaron a la casa el único ocupante vivo era la llama del farol. La puerta estaba abierta y había comida en la mesa; pero no había ni rastro de Tasko. Efrit salió a buscarlo por los alrededores y dejó a Pai en el porche. Los animales del corral que había tras la casa comenzaron a moverse de un lado a otro y a bufar en la oscuridad. La inquietud del ambiente era palpable.
Efrit regresó poco después.
—Lo he visto subir la colina. Casi ha llegado a la cima.
—¿Y qué está haciendo? —preguntó Pai.
—Observar las estrellas, tal vez. Vamos a subir. No le importará.
Así que continuaron el ascenso, solo que en esa parte de la subida su presencia fue detectada por una figura que permanecía en la cima de la colina.
—¿Quién es? —les preguntó.
—Soy yo, Efrit, señor Tasko. Me acompaña un amigo.
—Hablas demasiado alto, chico —le respondió el hombre—. Baja la voz, ¿quieres?
—Quiere que no hagamos ruido —susurró Efrit.
—Entendido.
A esa altura soplaba un fuerte viento que le recordó al místico que ni Cortés ni él mismo contaban con ropas adecuadas para el viaje que tenían por delante. Era evidente que Coaxial tenía la costumbre de subir allí: vestía un abrigo de pelo largo y un sombrero con orejeras. A todas luces, no era un lugareño. Harían falta tres aldeanos para igualar tanto su volumen como su fuerza, y su piel era casi tan oscura como la de Pai.
—Este es Pai'oh'pah, un amigo —le musitó Efrit cuando llegaron a su altura.
—Eres un místico —dijo Tasko de inmediato.
—Sí.
—Ah. ¿Así que eres un extranjero?
—Sí.
—¿De Yzordderrex?
—No.
—Una cosa buena, al menos. Pero son ya demasiados extranjeros en una sola noche. ¿Qué podemos sacar en conclusión?
—¿Hay más? —preguntó Efrit.
—Escucha… —le indicó Tasko, que dejó vagar la vista por el valle hacia las cimas que había más allá—. ¿No escuchas las máquinas?
—No, solo el viento.
Por toda respuesta, Tasko agarró al muchacho y lo obligó a situarse en la dirección de donde provenía el ruido.
—¡Escucha bien! —le dijo torvamente.
El viento traía el eco de un rumor sordo que bien podría haber sido un trueno lejano, pero que se mantenía constante. Con toda seguridad, su origen no se hallaba en la aldea de más abajo, ni tampoco parecía provenir de alguna construcción en las colinas. Se trataba del sonido de unos motores que avanzaban por la noche.
—Se acercan al valle.
Efrit dio un grito de alegría, pero Tasko lo acalló al instante al taparle la boca con una mano.
—¿De qué te alegras tanto, chico? —le dijo—. ¿Nunca has aprendido a tener miedo? No, supongo que no. Pues ahora lo aprenderás. —Sujetaba a Efrit con tanta fuerza que el muchacho comenzó a luchar para liberarse—. Esas máquinas proceden de Yzordderrex. Del Autarca. ¿Lo entiendes ahora?
Gruñó su descontento y lo dejó ir. Efrit se apartó de él, tan asustado de Tasko como lo estaba de las máquinas de la lejanía. El hombre carraspeó para eliminar una flema y la escupió hacia el sonido.
—Tal vez pasen de largo —comentó—. Hay muchos otros valles que podría elegir. Tal vez no crucen el nuestro. —Volvió a escupir—. Demonios, no tiene sentido quedarnos aquí arriba. Si van a venir, vendrán. —Se giró hacia Efrit—. Me disculpo si fui brusco, chico —le dijo—. Pero es que ya he escuchado esas máquinas antes. Son las mismas que asesinaron a mi gente. Confía en mí, no hay motivo alguno para alegrarse. ¿Lo comprendes?
—Sí —contestó Efrit, a pesar de que Pai dudaba que lo hiciera.
Al chico no le daba ningún miedo la idea de una visita por parte de esas cosas atronadoras; más bien, le resultaba divertida.
—Dime lo que quieres, místico —le pidió Tasko cuando empezaron a bajar la colina—. No has subido hasta aquí solo para observar las estrellas. O tal vez sí. ¿Estás enamorado?