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Authors: Dan Simmons

Ilión (69 page)

BOOK: Ilión
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—Entonces debes traernos algo que demuestre que has viajado al Olimpo —dice Hécuba.

Alzo las manos, las palmas hacia arriba.

—¿Qué? ¿El orinal de Zeus?

Las cinco mujeres vuelven a retroceder un paso, como si hubiera dicho alguna obscenidad. Recuerdo que (por buenos motivos) la blasfemia no es el deporte casual que era en mi época, a finales del siglo XX. Estos dioses son muy reales, e insultarlos tiene sus consecuencias. Miro las paredes y espero que el plomo nos proteja en efecto de la mirada del Olimpo... no por el chiste a costa de la escupidera, sino por lo que parece que planeamos decidir aquí.

—Cuando estuve con Afrodita durante el juicio de los dioses —dice Helena en voz baja—, vi a la diosa cepillarse el brillante cabello con un hermoso peine de plata forjado por algún dios de la artesanía. Ve a sus habitaciones en el Olimpo y tráelo.

Empiezo a recordarles lo que les he dicho ya, que Afrodita está ahora mismo flotando en una tina de curación, pero de pronto caigo en la cuenta de que eso da igual. Su peine no estará en el tanque con ella.

—Muy bien —digo, agarrando el medallón y recogiendo el Casco de Hades—. No os vayáis a ninguna parte mientras estoy fuera.

Me pongo la capucha antes de disparar el medallón, así que mi voz debe de llegarles desde el vacío en el segundo o dos que transcurren antes de que me TCee.

No sé con seguridad dónde están las habitaciones privadas de Afrodita (probablemente ocupa una de esas casas blancas del tamaño de un templo situadas a lo largo del cráter del lago de aquí arriba), pero recuerdo que en el momento en que me llevó aparte, casi seduciéndome, cuando me dijo que tenía que matar a Atenea, la musa me había llevado a ver a Afrodita a una cámara situada a la salida del gran salón de los dioses. Si no eran sus habitaciones privadas, mantenía por lo visto un apartamento en el gran salón, una especie de
pied-à-terre
olímpico.

Aparezco en el gran salón y contengo el aliento.

Los muchos niveles están vacíos, el salón casi oscuro y en la gigantesca piscina de visión holográfica sólo hay estática tridimensional. Pero varios dioses están aquí, incluido Zeus, a quien yo imaginaba lejos, sentado en el monte Ida contemplando la matanza en el campo de batalla de Troya. El rey de los dioses está sentado en su alto trono dorado. Cerca hay otros dioses varones, entre ellos Apolo. Todos son altos, de tres metros o más. Estoy a doce metros de distancia y soy invisible bajo el Casco de Hades, pero casi contengo el aliento, temeroso de que me oigan respirar. Pero su atención está fija en otra cosa.

Ante el trono, en el centro del círculo de dioses, incongruentes por decirlo de manera suave, se encuentran lo que parece ser un gigantesco cangrejo metálico, cascado y abollado, del tamaño de un Ford Expedition, un par de aparatos de aspecto futurista y un pequeño y brillante robot humanoide. El robot está hablando... en inglés. Los dioses lo escuchan, pero no parecen contentos.

38
Atlántida y órbita terrestre

—No comprendo por qué los posthumanos llamaron «Atlántida» a ese lugar al que nos dirigimos —dijo Harman.

Savi, a los controles del reptador, contestó:

—No puedo decir que haya comprendido jamás la mayoría de las acciones de los posts.

Daeman alzó la cabeza masticando despacio su tercio de la única barra nutritiva que les quedaba.

—¿Qué tiene de extraño el nombre «Atlántida»?

—En los mapas de la Edad Perdida —dijo Harman—, el océano Atlántico es el gran cuerpo de agua que se encuentra al oeste de aquí, tras las Manos de Hércules. Estamos en la cuenca de lo que solía ser el mar Mediterráneo. No está en el Atlántico.

—¿No?

—No.

—¿Y qué? —dijo Daeman.

Harman se encogió de hombros y guardó silencio.

—Es posible que los posts pusieran ese nombre por capricho a su base de aquí —dijo Savi—. Pero creo recordar que un escritor anterior a la Edad Perdida llamado Platón habló sobre una ciudad o un reino llamado Atlántida en estas regiones, cuando aquí había agua.

—Platón —murmuró Harman—. He encontrado referencias a él en los libros que he leído. Y con un dibujo extraño, una vez. Un perro.

Savi asintió.

—Casi todo el significado de la iconografía de la Edad Perdida se ha olvidado para siempre.

—¿Qué es un perro? —preguntó Daeman. Bebió de la botella de agua de Savi. La tercera parte de la barra nutritiva no había sido suficiente para satisfacer su hambre, pero no había más comida en el reptador.

—Era un mamífero pequeño que solía ser muy común, lo tenían como mascota —dijo Savi—. No se por que los posts permitieron que se extinguieran. Tal vez el virus Rubicón atacó también a los perros.

—¿Como a los caballos? —dijo Daeman. Había creído que los enormes y aterradores animales del drama turín eran pura fantasía hasta hacía muy poco.

—Más pequeños y más peludos que los caballos —dijo Savi—. Pero igualmente extintos.

—¿Por qué recuperaron los posts a los dinosaurios y no a esos maravillosos caballos del turín y a esos perros? —preguntó Daeman, con un auténtico escalofrío.

—Como decía —repitió Savi—, gran parte de la conducta de los posts era difícil de comprender.

Habían despertado poco después del amanecer y condujeron hacia el noroeste todo el día por la carretera de barro rojo flanqueada por todo tipo de cultivos que Daeman conocía y muchos otros que no había visto jamás. Dos veces habían llegado a ríos poco profundos y una vez a un hondo canal vacío de permasfalto. El reptador los cruzó con facilidad gracias a sus enormes ruedas y sus puntales articulados.

Había servidores en los campos, y su aspecto corriente tranquilizó a Daeman hasta que se dio cuenta de que muchos de esos servidores eran enormes (algunos de tres metros y medio o cuatro de alto y la mitad de ancho, mucho más grandes que las máquinas a las que estaba acostumbrado) y, a medida que se internaban en la Cuenca, tanto los cultivos como los servidores iban volviéndose mas extraños.

El reptador avanzaba entre altas paredes verdes de lo que Savi dijo era caña de azúcar. La carretera no era lo bastante ancha para la maquina, que aplastaba los tallos verdes con las seis ruedas. Harman advirtió entonces a los humanoides gris verdoso que se deslizaban por los sembrados de ambos lados. Las formas se movían fluida y graciosamente para no perturbar las cañas, como cadáveres fantasmales que atravesaran los altos tallos.


Calibani
—dijo Savi—. No creo que nos vayan a atacar.

—¿No habías dicho que seguro que no nos atacarían? —dijo Daeman—. Ya sabes, todo eso del A de N del pelo que nos robaste a Harman y a mí.

Savi sonrió.

—Los tratos con Próspero no son nunca seguros. Pero sospecho que si los
calibani
fueran a detenernos, lo habrían hecho anoche.

—¿No los repelerá el campo de fuerza de la esfera? —preguntó Daeman.

La anciana se encogió de hombros.

—Los
calibani
son más listos que los voynix. Podrían sorprendernos.

Daeman se estremeció y contempló los campos, captando sólo atisbos de las pálidas figuras. El reptador salió del camino entre los campos de caña y escaló una baja colina. La carretera cruzaba extensos sembrados de trigo de invierno. Los tallos, de treinta o treinta y cinco centímetros, se agitaban con la brisa que soplaba del oeste. Los
calibani
(al menos había una docena a cada lado de la carretera) salieron de los campos de caña que dejaban atrás y trotaron entre el trigo, manteniéndose a una distancia de unos sesenta metros. Una vez al descubierto, corrieron a cuatro patas.

—No me gusta su aspecto —dijo Daeman.

—Probablemente te gustará aún menos el aspecto de Calibán —dijo Savi.

—Creí que éstos eran los
calibani
—dijo Daeman. La vieja nunca parecía hablar con sentido durante demasiado tiempo.

Savi sonrió, hizo que el reptador cruzara por encima de una hilera de seis tuberías que transportaban algo de este a oeste o de oeste a este.

—Se dice que los
calibani
son clonados a partir del Calibán único, el tercer elemento de la Trinidad Galáctica, junto con Ariel y Próspero.

—Se
dice
—se mofó Daeman—. Contigo todo son rumores. ¿No sabes nada de primera mano? Estas viejas historias son absurdas.

—Algunas lo son —reconoció Savi—. Y aunque llevo viva mil quinientos años o más, eso no significa que haya estado por aquí todo ese tiempo. Así que os tengo que contar cosas que no sé de primera mano, cosas que oigo y leo.

—¿Qué quieres decir con eso de que no has estado por aquí todo el tiempo? —preguntó Harman. Parecía interesado.

Savi se echó a reír, pero a Daeman le pareció que no estaba muy alegre.

—Estoy mejor nanoequipada para las reparaciones que vosotros,
eloi
—dijo—. Pero nadie vive eternamente. Ni durante mil cuatrocientos años. Ni siquiera mil. Me paso la mayor parte del tiempo como Drácula, durmiendo en criocunas en lugares como el Puente de la Puerta Dorada. Salgo de vez en cuando, intento enterarme de lo que pasa, trato de averiguar un modo de sacar a mis amigos del rayo azul. Luego vuelvo al congelador.

Harman se inclinó hacia delante.

—¿Cuánto tiempo llevas... despierta?

—Menos de trescientos —dijo Savi—. Y eso es más que suficiente para cansar cualquier cuerpo. Y cualquier mente. Y cualquier espíritu.

—¿Quién es Drácula? —preguntó Daeman.

Savi, sin responder, siguió conduciendo el reptador rumbo al noroeste.

Les había dicho que el sitio al que se dirigían estaba situado a unos quinientos kilómetros de la costa por donde habían entrado en la Cuenca, la tierra que se llamaba Israel, una palabra que Daeman no había escuchado nunca. Pero la expresión «quinientos kilómetros» significaba muy poco para Harman y nada en absoluto para Daeman, ya que los viajes en carruajes tirados por voynix o droshky nunca duraban más de dos o tres kilómetros. Cualquier distancia superior a ésa, y Daeman faxeaba. Todo el mundo faxeaba.

Sin embargo, habían cubierto la mitad de esa distancia a mediodía, cuando la carretera de barro rojo terminó, el terreno se volvió abrupto, y el reptador tuvo que moverse mucho más despacio, a veces desviándose kilómetros antes de regresar al rumbo que Savi mantenía usando un pequeño instrumento que llevaba en la mochila y comprobando las distancias sobre un mapa muy gastado y plegado, dibujado a mano.

—¿Por qué no utilizas la función de localización de tu palma? —preguntó Daeman.

—Lejonet y todonet funcionan en la Cuenca —dijo Savi—, pero cercanet no, y el lugar al que nos dirigimos no consta en ningún banco de datos. Estoy usando una brújula, el mapa y una cosa antigua llamada GPS. Pero funciona.

—¿Cómo funciona? —preguntó Harman.

—Magia —respondió Savi.

Esa fue respuesta suficiente para Daeman.

Siguieron descendiendo, dejando la Cuenca por encima y por detrás de ellos, las ordenadas hileras de cultivos sustituidas por pedregales, barrancos y esporádicos grupos de bambúes o altos abetos. Los
calibani
ya no estaban a la vista, pero había empezado a llover poco después de que llegaran a la zona más escarpada, y era posible que las criaturas estuvieran ocultas por la cortina de agua.

El reptador dejó atrás extraños artefactos: los cascos de numerosos barcos hechos de madera y acero, una ciudad de columnas jónicas caídas, viejos objetos de plástico que brillaban en el sedimento gris, los huesos blanqueados de numerosas criaturas marinas, y varios tanques enormes y oxidados a los que Savi llamó «submarinos».

Por la tarde la lluvia amainó un poco y los tres vieron aparecer una meseta al noroeste. Era alta, ancha y redondeada en la cima, más montaña que meseta, verde en el pico, irregular en las faldas, con acantilados empinados y estriados.

—¿Es ahí donde vamos? —preguntó Daeman.

—No —respondió Savi-—. Eso es Chipre. El martes que viene hará mil cuatrocientos ochenta y dos años que perdí allí la virginidad.

Daeman intercambió una mirada de disimulo con Harman. Ambos hombres tuvieron el sentido común de no decir nada.

A última hora de la tarde el terreno se hizo más llano y suave y los campos de cultivo reaparecieron a ambos lados de una burda carretera de barro rojo. Servidores de extrañas formas trabajaban en los campos, pero ninguno alzó la cabeza para ver pasar al reptador. La mayoría de las máquinas parecían no tener ojos. Una vez les bloqueó el camino un río de al menos doscientos metros de anchura y además profundo. Savi selló la puerta corredera, aislándolos del aire fresco que habían estado respirando, se aseguró de que el campo de fuerza de la esfera estuviera activado y acercó el reptador a la orilla. El agua era profunda (dieciocho metros o más en el centro), y ni siquiera los faros del reptador alcanzaban a iluminar a través del sedimento y la penumbra. La corriente era más fuerte de lo que Daeman esperaba en un río tan ancho y profundo, y el reptador se agitó tan violentamente que Savi tuvo que hacerse con los controles virtuales y obligar a la máquina a recuperar el rumbo. Daeman supuso que una máquina con ruedas más pequeñas, puntales menos flexibles o menos potencia en los motores habría sido arrastrada por la corriente.

Cuando emergieron en la orilla norte, con el reptador arrojando barro a diez metros por detrás y el agua chorreando de los puntales de araña como una cascada, Harman dijo:

—No sabía que el reptador pudiera avanzar bajo el agua.

—Ni yo tampoco —contestó Savi. Enfiló rumbo al noroeste y siguió conduciendo.

Los primeros aparatos energéticos aparecieron poco después y Harman fue el primero en reparar en ellos.

El primer aparato titilaba y se agitaba treinta metros a la izquierda de la carretera de barro, en un claro, tras un macizo de bambúes. Savi se detuvo para que pudieran salir a ver, aunque a Daeman no le apetecía en absoluto salir del reptador, a pesar de que hacía varias horas que no veían ningún
calibani
. Pero a Harman se le antojó verlo y Daeman no quería quedarse solo en la esfera, así que acabó siguiendo a los otros dos por la escalerilla y cruzando el campo hacia el brillante objeto. A Daeman se le hizo extraño caminar de nuevo después de pasar tantas horas sentado.

La primera construcción energética era pequeña, de unos cinco metros de largo por unos dos de alto, amarillo y naranja con venas verdes móviles, un burdo esferoide con pseudópodos en la parte superior, reabsorbidos por la masa central. La cosa flotaba a unos dos metros del suelo y Daeman no quiso acercarse a menos de veinte pasos, aunque Savi y Harman se encaminaron directamente hacia ella.

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