la gente se ponía,
pues aunque les volvieran
el tejado papilla
en aquella Caracas
los zamuros servían
para que el vecindario
viéndolos ahí arriba
conociendo las causas
se muriera de envidia.
¡Que costumbre tan bella!
¡Que costumbre tan lírica!
Bastaba que en el techo
de la casa vecina
alguien viera un zamuro
comiéndose una tripa
para que de inmediato
corriera la noticia:
— ¿Te fijaste, fulana?
Voltea para arriba.
¿Qué tendrán las Mengánez
que mataron gallina?
O bien se lo callaban
porque eran gentes dignas,
pero viendo al zamuro
para sí se decían:
"En la casa de al lado
están dándose vida."
Pues bien, esta mañana,
recordando esos días
en busca de un zamuro
tendí al cielo la vista
y aunque busqué en los techos
e indagué en las cornisas,
al no hallar a ninguno
donde tantos había,
pensé casi llorando
con tristeza infinita:
O en Caracas la gente
ya no come gallina,
o a los techos ahora
nadie tira las tripas!
Allá, a principios de siglo,
cuando se andaba en landós
por calles que se alumbraban
con un trémulo farol;
cuando jugaban las niñas
con un galgo en el salón,
y los niños eran buenos
y se llamaban Gastón
y en bis-a-bis los amantes
citaban a Campoamor
o contemplaban postales
de la Gran Exposición;
aquel tiempo en que los viejos
de bigote y chaquetón
usaban una pantufla
para guardar el reloj
y hablaban de sobremesa
del audaz Santos Dumont;
el tiempo en que los maridos
llegaban como un cañón
rugiendo: — ¡Traición! ¡Traición!
Y la esposa, en una especie
de mortal retortijón,
agarraba a los dos niños
— pues casi siempre eran dos —
y de rodillas caía
gimiendo: — Edgardo, perdón!
y, después que él le soltaba
tres frases de relumbrón,
a hartarse de serpentina
se encerraba en un salón…
Fue en ese tiempo, repito,
cuando nació el culebrón,
ese tipo de monsergas
que llamaban folletón
cuyo argumento era siempre
un enredijo feroz
donde, a causa de una carta
que a su tiempo no llegó,
es víctima una muchacha
de cierta calumnia atroz
cuando ya para casarse
tiene comprado el trusó;
una espantosa calumnia
que se refiere a su honor
y a un niño que de un convento
fue dejado en el portón
por otra, gemela de ella,
que es la mala de las dos
y la cual, aprovechando
lo parecidas que son,
quiere culpar a su hermana
de un muerto que otro mató.
Aquellos tiempos pasaron:
ya no circulan landós;
las calles de nuestros días
se alumbran con gas neón;
ya los amantes no usan
bis-a-bis, sino chaise-longue,
y en la comida los viejos
no hablan de Santos Dumont,
ni tienen una pantufla
para guardar el reloj;
ni llegan ya los maridos
gritando: Traición, traición,
y entre los niños son pocos
los que se llaman Gastón...
Pero de aquel mundo cursi
que pasó a vida mejor,
hay una cosa que queda
y esa cosa es la peor:
¡La novela por entregas,
el temible culebrón,
los llorosos enredijos
que se arman sin son ni ton!
Culebrones que si entonces
eran tan malos como hoy,
al menos una ventaja
tenían en su favor,
y es que con ellos fue mucho
el que a leer aprendió,
mientras que los de hoy no cumplen
ni esa modesta misión;
que hoy cualquier analfabeta
seguir puede un culebrón
con sólo estirar tres dedos
y darle vuelta a un botón.
Señoras y señoritas
que en los autos de alquiler
—y no sólo en esos carros
sino en los otros también—
le lleváis echado el brazo
por los hombros al chofer,
a riesgo de que a un frenazo
que de pronto el tercio dé
os queden las naricitas
pegadas de una pared.
Señoritas y señoras,
perdonad mi estupidez,
pero eso de que una dama
vaya abrazada a un chofer
para que todos sepamos
que está
pegada
con él,
eso, a juicio de vosotras,
muy bonito podrá ser,
pero yo, lo siento mucho,
yo soy de otro parecer.
Me diréis que esto es envidia
resentimiento, tal vez,
pues yo, cuando siento ganas
de abrazar a mi mujer,
como no tengo automóvil
tengo que abrazarla a pie...
El caso es que no hay estampa
que tan mala espina dé,
como esa que hacéis vosotras
creyendo lucir muy bien,
cuando os da por ir pegadas
como un chicle, del chofer,
con aquellos amapuches
y aquella desfachatez,
con los que a un mismo cochino
las tripas le revolvéis.
¿Qué fin perseguís con eso?
Con eso, ¿qué os proponéis?
Señoras y señoritas,
yo no sé por qué lo hacéis
pero esas son monerías
que en un carro no están bien;
porque una dama, una dama
que en verdad quiera a un chofer
debe escoger otro sitio
para abrazarse con él;
un lugar donde él le pueda
con calma corresponder,
donde no tenga un volante
ni un motor a qué atender,
"ni otro afán que el de adorarte"
como dijo el tercio aquel.
Pero, ¿en un carro, señoras,
y un carro a todo correr?
Eso es poner como dicen,
en tres y dos al chofer,
eso es plantearle un dilema
como el de ser o no ser,
y ante el cual, el pobrecito,
no encontrando qué escoger,
ni le atiende al automóvil,
ni le atiende a la mujer!
En la elegante mansión
de don Mamertino Plasta,
un gran juego de canasta
tuvo antenoche ocasión.
Su esposa doña Leonor
y su sobrina Pichicha,
amarraron una bicha
de las de marca mayor.
El juego duró tres horas
y fue dado a beneficio
del Comité pro señoras
que no pagan el servicio.
De la gente que allí había
recuerdo al Gocho García
y a la Nena Morgallete,
quien se casa el diez y siete
y el diez y ocho espera cría.
También vi a Ramiro Nava
y al doctor Hadgialy Divo
charlando sobre el cultivo
del gusano en la guayaba.
Puestas en los corredores
las mesitas de paleta,
allí hasta la camiseta
perdieron los jugadores.
Como agradable sorpresa
míster Plasta y su mujer
nos llamaron a la mesa
para echarnos de comer.
El menú fue delicado:
mute, mondongo, tequiche
y tapiramo picado
con conchas de arepa piche.
La mesa se vio asistida
por huéspedes ten despiertos
que al terminar la comida
ya no quedaban cubiertos.
Para animar el festín,
el joven Luis Bellorín,
que también era invitado,
contó un cuento colorado
con títulos en latín.
Pero la nota saliente
fue la rifa del colchón
en el que recientemente
se murió cierto pariente
del distinguido anfitrión.
(En colaboración con Roberto Mujica)
Allá, cuando era niño
ya un poco zagaletón,
de medias acordonadas
y gallitos en la voz,
cuando yo jugaba metras
— pepa uno y palmo dos —
y traicionaba a la escuela
para irme de manganzón
a atiborrarme de mangos
por esos mundos de Dios.
Cuando yo estaba chiquito
— chiquito, pero atacón —,
por ser entre mis hermanos
el hermanito mayor,
era a mi a quien le tocaba
cumplir con la obligación
de hacer los diarios mandados
o comprar al por menor.
Era el cliente cotidiano
de un pulpero rezongón,
de aquellos que todavía
usaban gorra y batón
y empleaban una cabuya
para picar el jabón;
y tenían siempre un gato
echado en el mostrador,
y una armadura repleta
de perolas de salmón,
de manillas de tabaco
y algún otro escobillón,
y un gancho lleno de "vales"
junto a un anciano jamón,
y un ramillete de escobas
ahorcadas junto al portón.
Más lo que a mi me gustaba
de aquel pulpero, lector,
es que era el representante
de una noble institución
que, como muchas otras cosas,
hace tiempo se acabó:
¡La institución de las ñapas,
las ñapas de papelón,
o bien las ñapas de queso
o bien las de ambos a dos
que integraban el binomio
de Judas con San Simón.
A veces no daban ñapa,
mas daban algo mejor;
apartaban un frasquito
propiedad del comprador,
y por compra que éste hacia
le metían un frijol,
y al estar tan lleno el frasco
que no le entraba el tapón,
ah señores, que golilla,
señores, que golillón,
¡le daban a usted tres lochas
o un regalo a su elección!
(Lo que en verdad no era nada,
porque tres lochas, ¿qué son?,
pero que a un niño de entonces
le llenaba el corazón
igual que el aire, que es menos
llena un globo de color.)
Hoy ya no existen pulperos
de cachucha y chaquetón
(los últimos que quedaban
Rockefeller los barrió);
en las antiguas bodegas
se puso por siempre el sol
y hace muchísimos años
que la ñapa de acabó.
¡Adiós, ñapas infantiles
de grata recordación;
adiós, mis líricas ñapas;
adiós, mis ñapas, adiós!
Al pensar en nuestro eclipse
se me vuelve el corazón
como un niño de diez años
que, de portón en portón,
va pidiendo inútilmente
¡su ñapa de papelón!
Hay una gallina
norteamericana
que a la ciencia yanki
tiene alborotada,
pues es la gallina
sin duda más rara
que ha visto la especie
de las gallináceas.
No sé si es piroca,
no sé si es enana,
no sé si es papuja,
no sé si es jabada.
(¡Dirán los lectores
que yo no sé nada!.)
Lo cierto es que dicen
que al ave de marras,
queriendo su dueño
comérsela horneada,
cortóle el pescuezo
y así degollada,
en un calderito
la dejó tapada,
tal vez para luego
venir a pelarla.
Algunos minutos
dejó que pasaran
y cuando ya estuvo
bien caliente el agua,
volvió al sitio donde
la gallina estaba.
Mas, ¡vaya sorpresa!,
que cosa tan rara,
cuando del caldero
levantó la tapa,
vio que allí no había
gallina ni nada.
¿Qué es esto? — se dijo —
¿Qué es esto, caramba?
¿Quién fue el vagamundo
que me echó esa lava?
Yo no tengo perro,
yo no tengo gata,
yo no tengo zorro,
yo no tengo nada;
lo que tengo es novia
y es vegetariana!
Como un detective
por toda la casa,
jorungó cajones,
registró las camas,
levantó la alfombra,
rajó las almohadas,
y no halló ni huellas
del ave extraviada.
Compungido entonces,
al corral se marcha,
y allí de sorpresa
casi se desmaya,
pues la tal gallina
que por muerta daba,
no estaba tan muerta
como él la dejara:
así, sin cabeza,
sin pico ni nada,
la bicha, señores,
no sólo escarbaba,
sino que la bicha
también cacareaba.
No ha habido en el mundo
gallina tan rara:
el cuello le cortan
y sigue encantada
En cambio, lo mismo
le hicieron en Francia
a toda una Corte
con todo y monarca,
¡y a los diez minutos
nadie cacareaba!
«Si los líquidos para momificar se hallan en todas las casas, si su adquisición es tan fácil, ¿quién nos dice que un día no lleguen a inyectárnoslos? Muchas trágicas equivocaciones han ocurrido y ocurren todos los días.»
ENRIQUE BERNARDO NUÑEZ
Los que cultivan la egiptología
deben de estar que brincan de alegría,
pues lo que en ese gremio más se encomia
que es tener una momia,
será en lo sucesivo tan factible
como tener hoy día un "convertible";
bastará con llegarse a la botica
y comprar la inyección que momifica
y el resto será cosa de encontrar
a quien momificar.
Figúrate, lector, que mantequilla: