Homicidio (109 page)

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Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
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—¿Para qué fue a su tienda?

—Se pasó a ver si podía ayudar después del incendio.

Pellegrini duda. ¿Está mintiendo para compensar las pruebas químicas, pensando que una visita anterior a la tienda quemada podría explicar las manchas en los pantalones? ¿O había mentido en los interrogatorios anteriores para tratar de distanciarse al máximo de la chica muerta? ¿Está diciendo ahora la verdad porque no se acuerda de lo que había dicho antes? ¿Se ha confundido? ¿Se acaba de acordar ahora de esa visita?

—Las otras veces que hablamos dijiste que no habías visto a Latonya desde dos semanas antes de que desapareciera —dice Pellegrini—. Ahora resulta que la viste el domingo antes.

—¿Dos semanas?

—Dijiste que no la habías visto en dos semanas.

El Pescadero niega con la cabeza.

—Eso es lo que nos dijiste en todas las ocasiones anteriores. Lo tenemos por escrito.

—No me acuerdo.

Algo sucede. Lenta, cuidadosamente, Foster lleva al tendero al borde del abismo, regresa al informe de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego y a la persistente lógica de las muestras químicas.

—Si no fue usted quien la llevó a la tienda —pregunta el interrogador—¿Quién fue?

El Pescadero niega con la cabeza. Pellegrini mira su reloj y se da cuenta de que llevan cinco horas enteras dándole. El tiempo es importante: una confesión obtenida en seis o siete horas de interrogatorio tiene mucho más valor probatorio que otra extraída tras diez o doce horas.

Ahora o nunca, piensa Pellegrini, sacándose de la manga su último truco. De un bolsillo de su chaqueta sale la fotografía de la niña de la calle Montpellier, tan parecida a Latonya, que desapareció en la década de 1970. Pellegrini había conservado una de las fotografías que había encontrado en el archivo del periódico hace unos meses y la había guardado para un momento como este.

—Dime —dice Pellegrini, entregándole la vieja fotografía al sospechoso— ¿sabes quién es?

Tocado por el acoso de Foster, el Pescadero baja la vista hacia la fotografía y de repente parece venirse abajo. Pellegrini ve como se inclina hacia adelante, baja la cabeza y se aferra con ambas manos al borde de la mesa de reuniones.

—¿Conoce a esta chica?

—Sí —dice el Pescadero en voz baja—. La conozco. —Asiente, con visible dolor. Aquel hombre, que en todos los encuentros anteriores se ha mostrado imperturbable como una roca está viniéndose abajo ante sus ojos. Ahora esta al borde del precipicio mirando hacia abajo, listo para saltar.

—¿De qué la conoces?

El Pescadero duda unos instantes, aferrado con las manos al borde de la mesa.

Luego, tan rápidamente como había llegado, el momento se va. Toda la conmoción que había provocado la vieja fotografía se evapora abruptamente. El Pescadero se echa hacia atrás en su silla, se cruza de brazos y durante un instante mira a Pellegrini directamente a los ojos con una expresión que clara amenaza. Si quieres atraparme, parece decir con los ojos, vas a tener que tirar de mí todo el camino.

—Me pareció —dice el Pescadero— que era una fotografía de Latonya.

Y una mierda, piensa Pellegrini. Los interrogadores cruzan la mirada y Foster se lanza a un nuevo asalto, esta vez con la voz reducida a poco más que un suspiro y con el rostro a sólo unos centímetros del rostro del tendero.

—Escúcheme. ¿Me está usted escuchando? —dice Foster—. Voy a decirle la verdad. Voy a decirle lo que sé…

El Pescadero clava la mirada en él.

—He visto antes a los de su calaña. Me los he cruzado muchas, muchas veces. Sé de qué va usted. Todos lo sabemos. Tom lo sabe. Todos nosotros lo sabemos porque nos las hemos visto antes con los de su ralea. A usted le gustan las chicas jóvenes y usted les gusta a ellas, ¿verdad? Y le va bien por el momento, porque mientras ellas mantengan la boca cerrada usted no tiene de qué preocuparse…

Pellegrini mira a su sospechoso y se sorprende al ver que el Pescadero asiente lentamente con la cabeza, al parecer de acuerdo con lo que oye.

—Pero tiene usted una regla, ¿verdad? Tiene usted una regla que tiene que seguir, y esa regla debe respetarse en todo momento y los dos sabemos cual es, ¿verdad?

De nuevo, el Pescadero asiente.

—Si gritas, mueres —dice Foster—. Si gritas, mueres.

El Pescadero permanece en silencio.

—Esa es la única regla que tiene usted, ¿no es así? Si gritan, tienen que morir. A usted le gustan mucho y le gusta cuando a ellas les gusta usted, pero si gritan, las mata. Y eso es lo que pasó con Latonya y lo que pasó con esta chica de aquí —dice Foster, señalando a la vieja fotografía—. Gritó y murió.

A Pellegrini le parece que pasa una eternidad hasta que el sospechoso recupera la compostura, antes de que deje de asentir con la cabeza en respuesta a lo que dice Foster. Cuando por fin lo consigue, su postura es definitiva, inamovible.

—No —dice el hombre con firmeza—. Yo no le hice nada a Latonya.

El frío tono de la voz del Pescadero obliga a Pellegrini a hacer su propia confesión: se ha acabado. Lo han perdido. Se habían acercado mucho, Pellegrini lo sabía. El método, los secretos y el talento de Foster eran poderosos y el plan que habían fijado estaba bien pensado y había sido ejecutado fielmente, pero al final, el expediente del caso era el que era. No existe, Pellegrini comprende ahora, ninguna bala mágica, ninguna ciencia oculta que deba aprenderse. Al final, la Respuesta está siempre en las pruebas, así de claro y simple.

Antes de que empezara el interrogatorio, de hecho, Foster había intentado que Tim Doory cambiara el cargo a asesinato en base solamente al informe de la OATAF, argumentando que una vez se viera acusado de asesinato el Pescadero se sentiría más inclinado a confesar. Era posible pero, ¿qué sucedería si no confesaba? ¿Qué harían entonces con el cargo? ¿Retirarlo antes de ir a juicio? ¿Pedir una suspensión? Este era un caso muy mediático, del tipo al que a ningún fiscal le gusta perder. No, le dijo Doory, le acusaremos cuando tengamos pruebas. Foster aceptó la decisión, pero el hecho de que pidiese el cargo había preocupado a Pellegrini y Landsman; era la primera señal de que el interrogador no podía caminar sobre las aguas. Ahora Doory pasea con Landsman arriba y abajo por el pasillo al que da la sala de reuniones, consultando su reloj a cada tanto. Seis horas y pico.

—Eh, Jay —dice el fiscal—. Llevan más de seis horas. Me quedaré por aquí una hora y pico más, pero más allá no creo que nos sirva de mucho una confesión.

Landsman asiente y luego se acerca a la sala de reuniones y escucha las voces que salen del interior. Por los largos silencios deduce que las cosas ya no van bien.

Después de siete horas seguidas de interrogatorio, Pellegrini y Foster salen a hacer un cigarrillo y tomarse un descanso de veinte minutos. Doory coge su abrigo y, mientras camina con Pellegrini hacia el ascensor, le dice al inspector que le llame a casa si sucede algo.

Landsman y el técnico de la OATAF substituyen a los interrogadores principales en la sala de reuniones y se esfuerzan por retomar el hilo.

—Deja que te haga una pregunta —dice Landsman.

—Adelante.

—¿Crees en Dios?

—¿Que si creo en Dios? —pregunta el Pescadero.

—Sí. No quiero decir si eres religioso o no. Quiero decir si crees que existe un Dios.

—Oh, sí, creo que existe un Dios.

—Sí —dice Landsman—. Yo también.

El Pescadero asiente.

—¿Qué crees que le hará Dios a la persona que mató a Latonya?

Es un disparo a ciegas de Landsman, pero el Pescadero es ya un veterano de los interrogatorios y la treta le parece débil y muy previsible.

—No lo sé —dice el Pescadero.

—¿Cree que él siente que Dios le castigará por lo que le hizo a esa niña?

—No lo sé —dice el Pescadero—. Tendría que preguntárselo a él.

Cuando Pellegrini y Foster regresan a la sala de reuniones, Landsman sigue disparando cañonazos al azar. Pero toda la tensión que se había creado durante las primeras seis horas ha desaparecido completamente. A Pellegrini le fastidia ver que Landsman está fumando un cigarrillo y, lo que es peor, que el Pescadero está fumando su pipa.

Aún así le dedican el resto de la tarde y hasta que empieza a anochecer —un total de catorce horas— y presionan a su sospechoso más fuerte y más tiempo de lo que la mayoría de los jueces permitirían. Y lo saben, frustrados, enfadados y seguros de que no habrá ninguna otra oportunidad, lo hacen igualmente. Cuando el interrogatorio finalmente se detiene por agotamiento, al Pescadero se le envía primero a la pecera y luego a una mesa de la oficina de homicidios, desde donde mira la televisión sin prestarle atención mientras espera a que llegue un coche patrulla del distrito Central que lo lleve a la calle Whitelock.

—¿Estás viendo ese programa? —le pregunta a Howard Corbin, que levanta la vista y ve que están haciendo una telecomedia.

—No, para nada —dice Corbin.

—¿Puedo cambiar de canal? —pregunta el tendero.

—Desde luego —dice Corbin—. Adelante.

Corbin se siente cómodo con aquel hombre; siempre se ha sentido cómodo con él. A pesar de los muchos meses trabajando en el caso de Latonya Wallace, el viejo inspector jamás creyó que el Pescadero tuviera nada que ver con el asesinato. Tampoco lo creía Eddie Brown e incluso Landsman había compartido sus dudas durante un tiempo. Al final, el Pescadero se había convertido en una obsesión únicamente para Pellegrini.

—¿Puedo encenderme la pipa —pregunta el tendero.

—A mí no me importa —dice Corbin, volviéndose hacia Jack Barrick, que está al otro lado de la habitación—. Jefe, ¿te importa si fuma?

—No —dice Barrick—. Me da absolutamente igual.

No hay ninguna escena final para Pellegrini y el Pescadero, no existe ningún último intercambio de frase ni ninguna escena dramática. Cuando gana, un inspector puede ser divertido y elegante, incluso generoso; cuando pierde, se esforzará al máximo en fingir que no estas ahí. El largo día termina en dos habitaciones distintas y con dos escenas distintas. En una habitación un hombre celebra su libertad cambiando canales en el televisor y fumando tabaco barato en su pipa. En la otra, un inspector quita de su mesa un expediente hinchado y muy usado, recoge su arma, su maletín y su chaleco y sale con pasos pesados hacia un pasillo que sólo lleva a un ascensor y a una oscura calle de la ciudad.

SÁBADO 31 DE DICIEMBRE

Les perteneces.

Desde el momento en que se te ocurrió, les perteneces, te convertiste en su propiedad. Puede que no lo creas; diablos, puede que ni siquiera lo imagines. Estabas seguro de que no te atraparían nunca, seguro de que podrías ver sangrar dos corazones y salirte con la tuya. Pero te podrías haber ahorrado problemas llamando tú mismo al 911. Desde el principio, fuiste como un regalo.

Pero eh, te pareció buena idea cuando lo hiciste, ¿verdad? Te llevaste a Ronnie al dormitorio de atrás, le apuñalaste en una docena de sitios con el cuchillo de cocina antes de que comprendiese qué sucedía. Ronnie gritó un poco, pero su hermano no oyó nada con la música tan alta que tenía puesta en el otro dormitorio. Sí, tuviste a Ronnie para ti solo y cuando fuiste por el pasillo hacia el otro dormitorio, te imaginaste que el hermano de Ronnie se merecía más de lo mismo. El chico estaba todavía en la cama cuando saltaste sobre él, y miró el cuchillo como si no entendiera para qué lo traías.

Así que te los cargaste a los dos. Te cargaste a Ronnie y al hermano de Ronnie y cargártelos significaba que te quedabas todo el paquete. Sí, te quedaste aquella mierda a la antigua, tío, mataste por ella, y ahora mismo ya deberías haber salido por la puerta y estar muy lejos de allí fumando un poco del producto que te habías ganado a pulso.

Pero no, sigues allí, mirando tu mano asesina. La has jodido, te has hecho un corte muy grande mientras Ronnie estaba desangrándose a chorros y el cuchillo estaba mojado y resbaladizo. Estabas clavándoselo cuando la mano simplemente te resbalo por el mango y la hoja te cortó profundamente la palma. Así que ahora, cuando deberías estar al otro lado de la ciudad ensayando el discurso de «yo no sé nada», estás aquí, sentado en una casa llena de hombres muertos, esperando que te deje de sangrar la mano.

Intentas limpiártela en el baño, poniéndola bajo un chorro de agua fría. Pero no sirve de nada, sólo hace que sangres un poco más despacio. Tratas de envolverte la mano en una toalla de baño, pero la toalla pronto es un bulto carmesí que tiras al suelo del baño. Caminas hasta la sala de estar, con la mano dejando un rastro rojo en la pared de las escaleras, la barandilla y el interruptor de la luz del piso de abajo. Luego envuelves la mano derecha en la manga de tu sudadera, te pones encima el abrigo y sales corriendo.

Corres hasta la casa de tu novia, las pulsaciones que sientes en la mano te dicen que no tienes elección, que vas a seguir sangrando a menos que te arriesgues. Escondes el paquete y te cambias de ropa, pero sigues sangrando. Cuando llegas a West Belvedere está a punto de amanecer y corres hacia el hospital pensando en qué historia vas a contar.

Pero no importa. Les perteneces, colega.

Tú no lo sabes, pero eres suyo desde el momento en que vinieron temprano a relevar al turno de noche del viernes conforme amanecía el último día de este condenado año. No habían ni siquiera cambiado el café de la cafetera cuando sonó el teléfono, y fue el mayor, el policía con el pelo blanco, el que apuntó los detalles en una tarjeta usada de una tienda de empeños. Un asesinato doble, les había dicho el operador, así que los tres decidieron acercarse a Pimlico a ver tu obra.

Para el pálido italiano de pelo negro, el más joven, eres una bendición. Trabaja tu escena del crimen como le hubiera gustado trabajar otra: sigue hasta el último rastro de sangre y toma muestras de todas las habitaciones; se toma su tiempo con los cuerpos antes de que los envuelvan en sábanas para preservar las pequeñas pruebas que puedan contener. Trabaja aquella escena como si fuera la última escena del crimen que va haber en la tierra, como si aquellos no fueran los hermanos Fullard sino dos víctimas que le importasen a alguien. Vuelve a tener mono, colega, y necesita resolver un caso como tú necesitabas esa cocaína.

Estás a punto de convertirte en propiedad de ese otro, también, ese policía que parece un oso con pelo blanco y ojos azules. Se apunta como inspector secundario y ayuda con la escena del crimen ante de acercarse a la gente para empezar a trabajar a los posibles testigos. Le gusta investigar asesinatos y está contento de volver al Noroeste para un caso. El Gran Hombre empezó este año en un agujero del que salió trepando con sus propias garras, y tienes la mala suerte de encontrarte en el que para ti es el peor lado de esa gráfica.

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