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Authors: David Simon

Homicidio (103 page)

BOOK: Homicidio
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—Así que llevamos a unos cuantos testigos a la oficina y nos contaron que
Mocos
Boogie participaba en partidas ilegales y que luego siempre se escapaba con el dinero de las apuestas, y que se habían cansado.

Dave Brown conduce en silencio, siguiendo apenas la digresión histórica.

—Así que le pregunté a uno, claro, que por qué dejaban al Mocos meterse en la partida una y otra vez si siempre intentaba quedarse la pasta.

McLarney hace una pausa para causar efecto.

—¿Y? —dice Brown.

—Me miró con una expresión extrañada —dice McLarney—. Y dijo: «Teníamos que dejarle jugar… Esto es América».

Brown se echa a reír a carcajadas.

—Me encanta —dice McLarney, satisfecho.

—Es genial. ¿De verdad te dijo eso?

—Joder, pues claro que sí.

Brown vuelve a reírse. El buen humor de McLarney es contagioso, aunque la excursión de la noche no esté dando sus frutos.

—No creo que haya salido esta noche —dice Brown, recorriendo la avenida Pennsylvania por quinta o sexta vez.

—No sale jamás —dice McLarney.

—Joder con la puta de marras —dice Brown, dando un golpe al volante—. Estoy hasta las narices de esta mierda.

McLarney mira a su compañero, casi encantado, como si quisiera animarle.

—Quiero decir que somos la unidad de homicidios, la policía criminal, la élite de investigadores altamente entrenados que siempre caza al puto culpable…

—Joder, ves con cuidado, me estás poniendo cachondo —dice McLarney.

—¿Y quién es ella? Una adicta de a veinte pavos el polvo en la avenida Pennsylvania que lleva tres meses escabulléndose. Es jodidamente embarazoso, esa es la verdad.

Lenore, la Puta Misteriosa. El único testigo del apuñalamiento de la avenida Pennsylvania en septiembre, el que le tocó a Worden. Es la mujer que puede poner punto final al caso si declara que su último novio, ya muerto, mató a su anterior novio, también muerto, en una pelea por sus afectos. Para Brown y para Worden y para el resto de los hombres de la brigada, la cosa está pasando de castaño oscuro: los paseítos nocturnos por la avenida, las detenciones de prostitutas y adictos que no sirven de nada y que no les ayudan a encontrar a la escurridiza señorita Lenore, siempre a prudencial distancia de los inspectores. Les han dicho de todo:

—Estuvo por aquí la noche anterior.

—¿Nore? La he visto hace un rato en la calle División.

—Creo que salía de un supermercado dos calles más allá…

Joder, piensa Brown. No es suficiente con que la jodida no tenga un sitio dónde caerse muerta, ni dirección conocida. No, es que encima se mueve como si tuviera alas. ¿Cómo coño la encuentran sus clientes?

—Quizá no existe —dice McLarney—. Tal vez todo sea una burla y ese hatajo de desgraciados se la han inventado. Para ver cuánto tiempo nos pasaremos patrullando y buscándola.

McLarney sonríe divertido al pensar en una puta de veinte dólares que desafía las leyes de la metafísica. Es un espectro translúcido, camina por las calles de Baltimore Oeste inmune a las fuerzas de la ley. Los que le pagaron su tarifa juran que es real, pero para generaciones de inspectores de homicidios, es materia de ensueño, destinada a formar parte de la contribución de Baltimore al folclore americano tradicional: como Paul Bunyan, el Caballero sin Cabeza de Tarrytown o el barco fantasma
Mary Celeste.
Lenore, la Puta Misteriosa.

—¿Y entonces, cómo es que James tiene sus antecedentes en el expediente del caso? —contraataca Brown—. ¿O cómo explicas que yo tenga su fotografía en el bolsillo?

—Joder, porque es un engaño bien montado —dice McLarney, riéndose.

—Que le den a esa zorra —dice Brown, aún irritado—. No está aquí.

—Qué coño —dice McLarney—. Demos una vuelta más y nos largamos.

No tienen la menor posibilidad de encontrarla, claro. Pero a McLarney le encanta dar vueltas por el barrio, en la zona Oeste, en un caso que ya no le importa a nadie. Ni a Worden ni a James ni a Brown. Y desde luego, no al fiambre ni, en este caso, al asesino. Ni siquiera a McLarney le importa un carajo. Esta noche se trata de pura y dura labor policial, sin presión ni dolor, sin ningún coste emocional para los dos hombres que patrullan. No se juegan nada, pase lo que pase.

Para McLarney, sobre todo, la caza de Lenore es una agradable distracción, en el mismo sentido en que el asesinato que llevó con Waltemeyer el mes pasado fue agradable. ¿Qué podría importar menos que un robo entre camellos en un callejón de Pimlico, en donde la víctima es un drogadicto y el testigo miente sin parar? Y después el joven sospechoso, apodado Danny
el Gordo
, que dice que es inocente y que clama para que se haga justicia en el salón de la casa de sus abuelos donde los inspectores le han encontrado, mientras los agentes registran la residencia para encontrar el arma del crimen.

—Venga, deja de llorar —le dice McLarney al chico, un pedazo de armario que le saca un palmo de altura—. Cálmate…

—¡YO NO HE MATADO A NADIE! —grita Danny
el Gordo,
zafándose hasta que McLarney se ve obligado a arrinconarle contra el fregadero, con una mano alrededor del cuello del muchacho.

—Venga, cálmate, te digo —repite McLarney—. No querrás que te haga daño.

—¡YO NO HE HECHO NADA…!

—Mírame —dice McLarney, fulminándole con la mirada—. Estás detenido. ¿Quieres que sea por las buenas o por las malas?

Desde el otro lado de la cocina, se oye la voz de un agente del distrito noroeste, que silencia al sospechoso, nervioso y alterado, con un simple comentario:

—Por el amor de Dios, chico. Has cometido un crimen de hombre adulto. Compórtate como tal.

Más tarde esa noche, McLarney llevó una coca-cola y una barrita de chocolate a la sala de interrogatorios y se reconcilió con el chaval. Luego se sentó en su escritorio y pensó en lo sencillo y extrañamente agradable que era todo. Cuando nada importa, se dice McLarney, es cuando realmente ama su trabajo.

Lo mismo pasa esta noche. Si no encontramos jamás a Lenore, y sigue siendo un misterio, entonces viviremos para siempre conduciendo por Baltimore en un cachivache de cuatro cilindros, contándonos viejas historias y soltando bromas y observando a los chicos mientras arrojan sus paquetes de droga por las esquinas. Pero si la encontramos, tendremos que regresar, y volver a contestar al teléfono: habrá otro caso, uno que quizá sea real, de los que duelen. Una mujer violada y destripada, un bebé maltratado, un policía que fue tu compañero y al que llamabas amigo, con la cabeza agujereada.

Eso es lo peor. Ese caso es el más real, brutal y despiadado de todos. El tiroteo de Cassidy sigue presente en la mente de McLarney como ningún otro caso, y es una herida que sangra cada vez que piensa en ello. Todos sus esfuerzos lograron la recompensa correcta; Butchie Frazier fue sentenciado en la sala de la juez Bothe hace un par de meses, y salió esposado y escupiendo por última vez. No obtendría la condicional antes de que pasaran veinticinco años. El veredicto, la sentencia, todo eso contaba en la mente de McLarney; Dios sabe dónde estaría si no lo hubieran declarado culpable. Pero lo cierto es que sólo era eso, una condena en un tribunal, una victoria de juzgado, suficiente solo mientras Gene Cassidy estuviera presente en la sala.

No, al final la cosa no era tan sencilla, ni para McLarney ni, desde luego, para Gene. Después de aprender a utilizar un perro guía en una escuela de Nueva Jersey, Cassidy había vuelto a la universidad y se había enrolado en un curso en el York College. Eran los primeros pasos firmes en una larga carretera de regreso a su vida, y aun así la recuperación se había topado varias veces, casi rutinariamente, con la burocracia de una ciudad que trataba a un oficial de policía ciego como si fuera uno más entre cientos. El departamento tardaba meses en pagar las facturas de los especialistas y de los fisioterapeutas; los médicos se quejaban a Cassidy y este les decía que hablaran con el departamento. Las solicitudes de equipamientos especiales —como el ordenador con teclado
braille
y lectura de textos automática, para que Cassidy pudiera estudiar— se movía a través de la maraña burocrática como una tortuga artrítica. Un día, una amiga de Patti Cassidy llamó a un programa de radio al que habían invitado al alcalde, para preguntarle si el ordenador iba a llegar antes de que empezaran las clases del mes de septiembre.

Les llevó más de un año organizar una ceremonia para la entrega de la medalla de Cassidy, algo que McLarney supuso que sucedería unas pocas semanas después de que regresara del hospital. Un policía muerto habría disfrutado de un funeral con honores militares: la guardia de gala, el saludo con los veintiún disparos, la bandera doblada que el comisionado entrega a la viuda. Pero un policía herido paraliza al departamento. Es como si a los altos mandos les costara saber qué deben decir, y mucho menos qué hacer.

Para McLarney, la reacción burocrática a la penosa situación de Cassidy rozaba la obscenidad, y en los meses que siguieron al tiroteo, se hizo una promesa. Si alguna vez me matan en el cumplimiento del deber, les dijo a los demás inspectores, no quiero que haya ningún gerifalte con un rango mayor que el de inspector jefe en mi funeral. Exceptuando a D'Addario, que es un amigo. Sí, Dee tiene permiso para estar ahí. Pero no quiero guardia de honor, ni gaitas, ni comisionados, ni delegaciones de la media docena de departamentos de Baltimore. Sólo quiero que esté Jay Landsman gritando «¡Presenten armas!», después de lo cual un centenar de policías de Baltimore alzarán una lata de Miller Lite y las abrirán todas a la vez, y las chapas resonarán como una lluvia de disparos.

La ceremonia de Gene Cassidy, cuando por fin tiene lugar, es sólo un poco más formal. La noche después de la última redada en busca de Lenore, McLarney vuelve al distrito Oeste, a la sala del pase de lista en la comisaría de la avenida Riggs, a observar desde un extremo de la estancia al turno de cuatro a doce mientras se sientan en unas dos docenas de sillas. El propio Gene ha pedido que la ceremonia se celebre aquí, justo en el momento en que su antiguo turno se dispone a salir a la calle. McLarney estudia los rostros y se da cuenta de que la mayoría de los compañeros de Cassidy ya no están ahí. Algunos se han trasladado a otros turnos, otros distritos, o a departamentos de policía mejor pagados en otros condados. Aún así, el momento en que el teniente de turno ordena que se haga el silencio y que se pongan en pie, todos obedecen como un solo hombre. También Cassidy, que está en primera fila, con Patti a su lado.

Los altos mandos y los periodistas se congregan en la sala. El comisionado pronuncia unas palabras, se baja del estrado y le entrega a Cassidy la Medalla al Valor y la Medalla del Honor, las condecoraciones más importantes que se conceden en el departamento.

McLarney observa la escena; luego coroneles y gerifaltes se alejan hasta que en la sala sólo quedan Gene, su familia y sus amigos del distrito Oeste. McLarney, Belt, Biemiller, Tuggle, Wilhelm, Bowen, el teniente Bennett y otra docena de agentes se concentran en dar cuenta del bufete mientras escuchan el
rock'n'roll
que suena en una minicadena. Cuentan bromas y anécdotas; Cassidy y su perro acompañan a una de las sobrinas del policía en una visita por las dependencias de la comisaría. Terminan, extrañamente, en las celdas.

—Eh, Gene —le saluda el policía responsable, abriendo la puerta—. ¿Qué tal?

—Todo bien. ¿Cómo va la noche?

—Floja.

Cassidy se queda con su perro justo frente a las celdas mientras el otro le toma las huellas dactilares a la niña y le enseña una celda vacía. Le demostración queda interrumpida por un ruido que llega del fondo de la hilera de celdas.

—Joder, ¡que alguien me quite las esposas!

—¿Quién es? —grita Cassidy, girando la cabeza hacia el origen del ruido.

—¿Por qué coño tengo que llevar esposas si estoy metido en la puta celda?

—¿Quién habla?

—Yo, joder.

—¿Y tú quién eres?

—Soy un jodido preso.

—¿Qué has hecho? —pregunta Cassidy, divertido.

—No he hecho nada. ¿Quién eres tú?

—Me llamo Gene Cassidy. Solía trabajar aquí.

—Que te den.

Y Gene Cassidy se echa a reír. Por un último instante, se siente como en casa.

JUEVES 15 DE DICIEMBRE

Los uniformes crujen de puro nuevos, y sus rostros son suaves y no están surcados por cicatrices ni arrugas. Tienen diecinueve, veinte o quizá veintidós años todo lo más. Son totalmente devotos y vírgenes, más allá de toda duda. En sus mentes, libres y puras, aún resuena el lema del departamento, «Proteger y servir». Son cadetes, una clase del condado cercano de Anne Arundel. Veinticinco futuros policías, listos y preparados para la excursión de esa mañana, de la clase en la academia hasta el primer círculo del infierno.

—¿Os gusta lo que veis? —pregunta Rick James, señalando a la galería. Los cadetes se ríen nerviosamente desde el borde de la sala de autopsias. Algunos miran, otros intentan no hacerlo, unos pocos observan, incrédulos.

—¿Es usted inspector? —pregunta un chico en primera fila.

James asiente.

—¿De homicidios?

—Ajá. En Baltimore.

—¿Está llevando un caso?

No, piensa James. Me paso todas las mañanas en la sala de autopsias. Es que me encanta: las vistas, los ruidos, la atmósfera. James siente la tentación de tomarles el pelo, pero lo deja estar.

—Sí. Uno de estos es mío.

—¿Cuál? —pregunta el chico.

—Está en el pasillo.

Un ayudante, que está acabando de trabajar en uno de los cuerpos, levanta la vista.

—¿A quién esperas, Rick?

—El pequeño.

El ayudante echa un vistazo al pasillo y vuelve a concentrarse en la tarea que tiene entre manos.

—Será el siguiente, ¿de acuerdo?

—Perfecto, no hay problema.

James camina entre dos cadáveres para saludar a Ann Dixon, forense adjunta y una heroína para los inspectores de toda la ciudad. Dixie viene con acento británico y opiniones típicas de un inspector norteamericano. Además, aguanta lo que le echen en Cher's o en el Kavanaugh's. Si necesitas que te hagan la autopsia de un fiambre en el estado de Maryland, Dixie es la mejor.

—Doctora Dixon, ¿cómo está usted en esta hermosa mañana?

—Muy bien, gracias —responde desde la mesa de disección.

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