Historias de amor (17 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

BOOK: Historias de amor
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Sarcone, de suyo apagado, pertinentemente apuntó:

—Tanto abunda aquí la profesional, que la honesta se hace difícil, para que no la confundan.

Los amigos lo abrazaron. Dominado por la envidia, Tarantino dio la nota discordante, pues contestó:

—No por nada se ha dicho que la adversidad aguza el ingenio.

Con admirable sangre fría, Escobar retomó el tema:

—El piropo —observó— resulta inoperante, como si no entendieran español.

Se disponía Rivero —único, entre todos, con rudimentos de francés— a recordarles la infranqueable barrera de la lengua, cuando Tarantino pidió la palabra, para afirmar:

—Lo que yo noto es la carencia de tanta muchacha de tierra adentro, por lo común morocha afectada al servicio doméstico, que entre nosotros constituye un precioso elemento disponible.

—El fenómeno se debe al
standard
de vida —explicó Rivero.

—Se lo regalo —respondió Sarcone.

La salida le valió el segundo aplauso de la noche.

Ingrata, dura, pérfida
, son palabras que naturalmente evoca la consideración de la vida, pero por fortuna la serie de epítetos apropiados incluye también
inesperada
. Cuando más completo parezca el cerco de la adversidad, no olvidemos que siempre rueda para nosotros una bolilla cargada con todos los premios.

En los últimos párrafos del coloquio surgen antecedentes de bulto.

—A lo mejor buscamos afuera lo que sobra en casa —afirmó Tarantino.

Sobrevino un silencio en que se oían las respiraciones: por contraste resonaban jadeantes.

—¿Tienes algo en vista? —aventuró por fin Sarcone.

En un hilo de voz Tarantino soltó la revelación:

—Una mucama.

—La joven. La que viene en yunta con la vieja —batiendo palmas intuyó Escobar.

—¡Qué ilusos! —replicó Rivero, admonitorio—. ¿No saben que la mucama de hotel es un ente aparte, sagrado? ¡Para el pasajero, se entiende! ¿Inteligentemente conciben en qué se convertiría, si no, un hotel para familias? Consulten el reglamento, si no me creen. O hagan la prueba.

—El reglamento ¿dónde está? —preguntó Tarantino.

Tras breve vacilación, Rivero respondió con aplomo:

—Se pide en portería.

—Al que se propasa ¿lo ejecutan?

—Lo echan.

—Sujetemos a este loco —pidió Escobar, apuntando a Tarantino—. Está en juego el buen nombre.

Sarcone se declaró de acuerdo.

—Un paso en falso —reconoció— ¿y cómo queda la criollada?

Aún alegó Rivero:

—Recuerden las palabras del señor de Tusa: en el momento de poner el pie derecho en el avión nos convertimos, automáticamente, en embajadores de la patria.

Los muchachos partieron hacia arriba. Por fin solo, Rivero se encaró con la conciencia y, descubrió, junto a la convicción del triunfo, una secreta inseguridad sobre los motivos de su reciente actitud. Alguien, sin embargo, alguna vez algo le contó sobre mucamas de hotel, esquivas por orden superior. Él intervino con mano firme (reflexionó) porque, en el extranjero, debe uno acatar las leyes y a todo trance evitar el diferendo enojoso y el papel desairado.

Al día siguiente, a la hora del almuerzo, los muchachos no aparecieron por el comedor del hotel. Rivero Puig dedicó a compras la tarde vacía. Cuando regresaba, arrastrando el cansancio, resolvió darse una tregua frente a la mesita de un bar, en la vereda de los Campos Elíseos. Famoso degustador de horchatas, por dificultad idiomática se contentó con una menta. Al promediar la segunda, llevó la mirada al crepuscular Arco de Triunfo, olvidó la contigua muchedumbre en vaivén y encontró la calma.

Un movimiento que se repetía, un ir y venir sin duda breve y ciertamente insistido, un sector, en esa corriente humana, más ruidoso que el resto, por fin llamó su atención. Perplejo, con la lentitud de quien despierta poco a poco, vio el grupo que pasaba —tal vez volvía a pasar— ostensiblemente risueño. Con sorpresa identificó a Tarantino, a Sarcone, a Escobar; pero los tomados del brazo eran cuatro, no tres. La persona suplementaria era una mujer joven, ancha, baja, de piel oscura, de grandes ojos verdes, cuya intensa mirada bovina no participaba del trivial regocijo del rostro.

—¿Qué te parece? —preguntó Sarcone.

—No está mal —admitió Rivero.

—Por algo dicen peor es nada —insinuó Tarantino.

—Por lo menos como profesora rinde —afirmó apresuradamente Escobar—. Nos enseñó hasta media docena de palabras, con la pronunciación al milímetro.

—Es bretona —aclaró Sarcone.

—Y ustedes ¿qué le enseñan? —preguntó Rivero.

—La castilla —contestó Sarcone—. Con el cuento de que así se daban los buenos días o se pedía el café con leche, Tarantino la tuvo repitiendo un montón de palabrotas. Nos matamos de risa.

Tras pagar la adición, Rivero preguntó:

—¿Los veo después?

—Todavía nos queda mucho por trabajar —respondió Sarcone, moviendo negativamente la cabeza—. Empleamos la tarde en el tren de circunvalación y en el barquito mosca.

—Ahora va de veras —prometió Tarantino.

Ya en su cuarto, Rivero retrospectivamente reconoció a la muchacha: era la mucama joven de que hablaron la víspera. Se había cruzado con ella por los corredores del quinto piso más de una vez.

Pasó una noche particularmente inquieta. A las siete en punto de la otra mañana golpeó a la puerta de sus amigos. Ya la había entreabierto, ya carraspeaba para entonar
Febo asoma
, cuando lo disuadió un objeto, no identificable en la oscuridad, presumiblemente zapato, que de lleno acertó en la hoja de madera, no lejos de su cara.

Cabizbajo, se retiró al restaurante del hotel donde dio cuenta de un suculento café con leche, acompañado de pancitos y medialunas. Salió después a caminar. El ambo resultaba liviano. Caminando con energía tal vez entrara en calor; desde luego se cansó antes. A toda costa había que evitar el cansancio, pues fatalmente se lo tomaba por tristeza. Con prodigiosa facilidad uno se cansaba en el viaje. En tren de confidencias consigo, admitió que en todas y cada una de las magníficas ciudades visitadas, en algún momento se creyó el hombre más desdichado del mundo. Es triste el hambre de mujeres. Para alentarse pensó: «Estoy en París. Temperley lo sabe». También recordó que ése era su último día allá, que a la otra mañana, de nuevo trashumante en el ómnibus, definitivamente dejaría en el pasado el lugar propicio a la aventura. ¿Volvería a la patria sin una mujer en la memoria? Hasta los excelentes muchachos del quinto habían cobrado presa; en realidad la anécdota pertinente presentábase más bufa que honrosa, pero bien contada no era desdeñable: bordeaba lo inaudito y hacía reír. Él en cambio ¿qué había cosechado en la materia? ¿Qué recuerdos llevaría a la sobremesa del club? Las manos vacías. La nada sin matices ni pormenores. De puro deprimido se detuvo a mirar el escaparate del negocio —tétrico, humilde, extraño y oscuro— de un taxidermista.

En la vidriera había un lobo embalsamado. Rivero Puig leyó en una chapa, en el pedestal de madera:
Lobo de Siberia
. Indudablemente ese carnicero, reputado por la soledad y el hambre, constituía su más cabal símbolo, su imagen más viva. Entonado, siquiera momentáneamente, por la comunión con el lobo, retomó la caminata y desembocó en la placita de Saint-Philippe-du-Roule.

Estaba junto a la iglesia, dispuesto a cruzar la calle ni bien lo permitiera el tráfico, la atención volcada en la vereda de enfrente, en una camisería en liquidación. Si en tal momento ponía el ojo en tal carnada, nuestro lobo ciertamente se había resignado a la abstinencia y a la derrota. A su espalda, a una vara quizá, había surgido una muchacha, tan bonitilla como fresca, el auténtico artículo de París. Por casualidad —¿o admitimos el instinto?— Rivero la notó en el distraído borde de su campo visual cuando se disponía, en alto un pie, a lanzarse, raudo a su meta de saldos y corbatas; a tiempo detuvo el movimiento en cierne y con un leve contoneo cargado de experimentada seguridad miró en derredor. Con la delicada cortedad del sexo, la francesita rehuyó la mirada, apenas después de una instantánea pero suficiente conjugación de pupilas.

—Mademoiselle
—preguntó Rivero— ¿vamos al Bois?

La respuesta fue rápida.

—Al Bois, no.

El viejo cazador había despertado: Rivero advirtió el matiz afirmativo de la negativa. Para que la muchacha no tuviera tiempo de arrepentirse, al albur de la improvisación propuso:

—¿Almorzamos juntos?

Con júbilo celebró el asentimiento y con alarma descubrió un error (a esa hora, comprensible) de interpretación: la muchacha había aceptado una invitación a desayunar. La circunstancia llevó a Rivero —mientras la pura voluntad daba cabida al segundo café con leche acompañado de pancitos y medialunas— a meditar sobre la azarosa vida de tanta mujer joven… Porque para ella es ley el andar vestida impecablemente, porque no puede, sin riesgo de que la pierdan de vista, privarse de esto y aquello, porque todo cuesta dinero y todo bocado engorda, la mujer independiente hoy en día se ha liberado de la anticuada costumbre de comer. Desde luego vive hambrienta, a salto de mata, merodeando los hombres de cuya mano recibe alimento. Rivero tenía un alma sentimental: ese destino, que echa por tierra, con el horario de las comidas, los últimos pilares del orden, lo conmovía no poco. Pobres mujeres, tan esforzadas en su fragilidad, pensaba, sin reparar hasta qué punto, por lo ávidas, por lo implacables y por lo feroces correspondían al símbolo que en divagación romántica había adoptado para sí.

Afable y comunicativa es la diversión. Va de suyo que el tema interesante no faltó: el misterio de la palabra Tusa, en el distintivo del ojal; la descripción (hiperbólica) de Buenos Aires y de Temperley; las estaciones invertidas en el otro hemisferio. Rivero alegremente obvió penurias de idioma y descubrió —sin inferir consecuencias— que por primera vez, desde largo tiempo, no se aburría. Para sí ponderó: No hay como las mujeres.

¿Qué hacer? Para proposiciones era temprano, para el almuerzo tenían primero que alejarse del desayuno, las tiendas resultaban peligrosas, los museos tediosos. Llamó a un taxímetro y, desoyendo las obstinadas y un poco inexplicables protestas de la muchacha, ordenó:

—Al Bois.

Bajaron junto a un lago. Caminaron un rato. Rivero le preguntó:

—¿Cómo se llama?

Estaba en un buen día, de modo que sin mayor sorpresa hubiera oído Monique, Denise, Odette, Ivette, Chantal o cualquiera de esos nombres típicos, tan adecuados para esgrimir, de vuelta en la patria, ante la muchachada. Se veía entre las mesas del café, proclamando: «En todo el viaje, una sola. Chantal. Una francesita. ¡La locura!».

La chica respondió:

—Mimí.

Le gustó el apodo, aunque no pudo olvidar que había una Mimí en el club de Lomas.

Sentados en sillitas de hierro, cara al agua, se miraron a los ojos, hablaron y rieron. Con tales pasatiempos llegó pronto la hora del almuerzo. Un segundo taxímetro los trasladó a un pabellón, de alta vidriera curva y lonas coloradas, situado en el mismo bosque: el restaurante de la cascada. Ahí la muchacha protestó:

—Es demasiado caro.

La acalló con un largo ademán del brazo que magníficamente sugería ¿qué importa?: gesto libre de insinceridad, pues quien a diario gasta a manos llenas para visitar ciudades y demás parajes y ladrillos de interés histórico, no se fija en el dinero cuando por fin dispone de una muchacha.

Relegó en ella la tarea de internarse en el frondoso menú francés, luego en la no menos frondosa lista de vinos, para rescatar enigmáticos rótulos prestigiosos y componer la comilona. Mientras tanto Rivero Puig llevó la atención, hasta ahí ocupada en una apenas molesta sensación epidérmica, que traducen las frases. «El ambo, sinceramente, es liviano. Para almorzar afuera no le vendría mal a la temperatura un refuerzo de tres o cuatro grados. Sin embargo aquí nadie está adentro. No se diga que un criollo envidia el aguante de los extranjeros», llevó la atención, repito, a un cuadro de los que entran por los ojos y quedan extraordinariamente grabados en la memoria; en la mesa de al lado, confiados gorriones picoteaban azúcar molida de las tajadas de un melón. Entonces Rivero ensayó para sí lo que podríamos describir como el primer borrador de uno de sus dichos más famosos: «Hasta el pájaro en Francia goza de clima de urbanidad». Inopinadamente se preguntó qué le depararía la tarde, pero apartó el pensamiento porque toda previsión, en la circunstancia, proverbialmente se reputa de mal agüero. Sin perder la calma atisbaría la carrera de la suerte: expectativa tan fascinante como el triunfo. En cuanto a éste ¿valía la pena? Acaso por primera vez en las horas que llevaban juntos, Rivero se contrajo a un examen imparcial: había sido generoso el destino, la muchacha merecía el calificativo de agraciada. «Lástima» recapacitó «que no corresponda al modelo de fracesita que los amigos de Temperley espontáneamente imaginan. No es rubia; más bien, la consabida elegante de la confitería Ideal».

A satisfacción comieron, bebieron. Antes de que el sopor lo invadiera, Rivero se incorporó, con un resoplido varonil soltó sobre la mesa la blanca servilleta hecha bollos y propuso:

—¿Estiramos las piernas?

Se internaron de la mano por el bosque; él o ella recogió una rama para luego arrojarla, corrieron barranca abajo por una breve hondonada. Las risas de pronto cesaron; hubo una mirada grave, casi apenada; cayeron en mutuo abrazo y sin pensarlo, espontáneamente, él preguntó:

—¿Pasamos la tarde juntos?

Una negativa en tal momento equivalía a ignorar el milagro de amor, que aúna las voluntades y (siquiera en un espejismo) las almas. Mimí no lo defraudó. Con la suprema sencillez de los espíritus nobles —la definición corresponde a Rivero— murmuró:

—De acuerdo.

Resueltamente, no fuera la joven a echarse atrás, la condujo hacia un cruce de avenidas, donde con marcado señorío detuvo su tercer taxímetro de la jornada. Asegurada adentro Mimí, él impartió con ayuda de las dos manos, las urgentes instrucciones al
chauffeur
, subió al coche, rodeó con el brazo a la muchacha, se hundió en un silencio del que tardó en salir. El viaje concluyó en una callecita situada a espaldas de la Magdalena. Pobres mujeres, confiadas compañeras que sometemos ¡a qué pruebas! por nuestra incurable ineptitud de varones. El
chauffeur
, individuo de sensibilidad poco delicada, los había conducido a un hotelucho infame, en una calleja de hoteluchos infames, salpicada de mujerzuelas que oteaban, cartera en revoleo, al transeúnte. Para obviar lógicas resistencias,
manu militari
Rivero introdujo a su amada en el antro. En efecto, aquello era de lo peor. Mientras la criada vacilaba entre dos o tres llaves colgadas del tablero, desde un cuchitril abierto al pie de la escalera de caracol, mujeres, de aspecto nada edificante, que sorbían humeante café con leche y fumaban, con descaro escudriñaban a Mimí. Sintió Rivero ganas de pedirle perdón y de gritar: Nos vamos; pero a puro coraje se contuvo. Mimí no se permitió una queja por fortuna, ya que minutos después toda circunstancia desapareció para dejar lugar al hecho fundamental de estar por fin solos en un cuarto.

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