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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (17 page)

BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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En contraste con las grandes expectativas abiertas durante el verano, el otoño de 1918 resulta desastroso para los imperios centrales. El 29 de septiembre, Bulgaria había pedido el armisticio, en octubre se desmorona el Imperio austro-húngaro (el 14 se declaran independientes los checos, el 29 los croatas y los eslovacos, y previamente, el día 17, el emperador Carlos I había anunciado la transformación de la Monarquía Dual en una Confederación de Estados) y el Imperio otomano capitula el día 30 ante los británicos. En noviembre llega la hora de los armisticios definitivos: el día 3 entre Austria e Italia en Villa Giusti (queda disuelto el ejército austríaco y es obligado a entregar la mitad de su armamento) y el día 11 el franco-alemán en Rethondes. Varias semanas antes el estado mayor alemán se había convencido de la imposibilidad de continuar la guerra. Por este motivo y con el fin de salvarse de una derrota militar y evitar que los soldados aliados pisaran suelo alemán, Hindenburg y Ludendorff pidieron al gobierno y al kaiser —a veces con vehemente insistencia, según Renouvin— que solicitaran un armisticio. Guillermo II trató de abrir negociaciones con el presidente de Estados Unidos, pero en contra de lo esperado por Alemania, Wilson contestó que el armisticio debía establecerse de tal forma que fuera imposible la reanudación de hostilidades por parte de Alemania y que únicamente negociaría la paz con «representantes del pueblo alemán» y no con «aquellos que hasta ahora fueron los jefes». El 9 de noviembre abdicó Guillermo II y a continuación se proclamó la República, con un gobierno presidido por el socialdemócrata Friedrich Ebert. El 11 de noviembre, en el bosque de Rethondes, próximo a Compiegne, a menos de un centenar de kilómetros de París, se firmó el armisticio. Los aliados, con Foch a la cabeza, pidieron el cese inmediato de las hostilidades y exigieron la evacuación de los territorios invadidos y la de Alsacia-Lorena, la orilla izquierda del Rhin, Mayenza, Coblenza y Colonia, el libre acceso por Danzig y el Vístula a los territorios de Europa oriental evacuados por los alemanes, la renuncia al tratado de Bucarest y de Brest-Litovsk, la restitución de los puertos del mar Negro y de los barcos rusos aprehendidos, la entrega de 5000 cañones, 25 000 ametralladoras, 3000 morteros y 1700 aviones, así como la de todos los submarinos y de los principales barcos de superficie. Bajo tales condiciones resultaba manifiesta la imposibilidad para Alemania de reanudar los combates en caso de desacuerdo con las condiciones de paz que habrían de negociarse a continuación. La derrota alemana no podía ser más patente, pero el ejército salvó, al menos formalmente, su honor y, en todo caso, no se produjo un completo desastre militar.

Como quedó demostrado de forma inmediata, la guerra no respondió al imaginario forjado en su inicio por las poblaciones y tampoco resolvió los problemas de 1914. Ninguna de las naciones contendientes había cumplido los objetivos anunciadas al entrar en la guerra, fundamentalmente porque en rigor no hubo otros que la defensa propia y la victoria. Quienes en 1914 pensaron que la guerra mitigaría los efectos negativos de la industrialización quedaron decepcionados, pues el desarrollo del conflicto los agravó de forma considerable. La guerra, por tanto, no aportó solución alguna, antes al contrario, resultó una auténtica catástrofe para las poblaciones implicadas. En este punto no cabe la menor duda: el resultado más tangible de la Primera Guerra Mundial fue la muerte y el incremento de las dificultades cotidianas. Aunque existe disparidad en las cifras, la guerra produjo directamente en torno a diez millones de muertos (los cálculos ofrecidos por distintos estudios oscilan entre algo más de ocho y trece millones) y más de veintiún millones de heridos, cifras a las que habría que añadir, para calibrar la catástrofe humana, el elevado número de mutilados y de enfermos crónicos y el acusado descenso de la natalidad. Alemania y Rusia sufrieron las mayores pérdidas humanas en el frente, cada una con aproximadamente dos millones de muertos, seguidas por Francia y Austria-Hungría, con más de un millón de muertos en cada caso. Japón ofrece la cifra más baja de fallecidos por el efecto directo de la guerra (en torno a 300), seguido por Montenegro, Grecia y Portugal, ninguno de los cuales superó las 10 000 pérdidas, aunque los efectivos humanos de los ejércitos de estos países fueron igualmente reducidos. En la guerra murió el 7 por mil de la población total de los países aliados, el 30 por mil de la de Alemania y el 19 por mil de la del Imperio austro-húngaro. La mortandad entre los soldados enviados al frente (en conjunto fueron movilizados más de 65 millones de personas) fue muy dispar. Algunos ejércitos sufrieron escasas pérdidas en comparación con lo que resultó la tónica general, pero otros quedaron casi aniquilados. De los más de cuatro millones de soldados norteamericanos, tan sólo en un año murieron 126 000 y 234 000 resultaron heridos, el ejército serbio perdió la cuarta parte de sus soldados y el rumano, que movilizó a un total de 750 000 hombres, contó 336 000 muertos y 120 000 heridos (J. M. Winter, 1986 y S. Everett, I, 1980).

La muerte no se limitó a las trincheras. Las operaciones militares, el hambre y las epidemias provocadas por la guerra ocasionaron pérdidas entre la población civil en un número jamás conocido en los conflictos bélicos anteriores. Se calcula que por este motivo murieron unas 570 000 personas en Francia y más de 740 000 en Alemania, cifras incrementadas notablemente en 1918 a causa de la gripe que asoló toda Europa. La catástrofe humana se amplía si tenemos en cuenta los movimientos masivos de población. Aproximadamente un millón de alemanes fueron obligados a trasladarse desde Polonia, los países bálticos y Alsacia-Lorena al territorio de la nueva república de Weimar, un número similar de griegos debieron abandonar los territorios de Asia Menor, unas 200 000 personas procedentes de los territorios vecinos se trasladaron a Bulgaria y lo propio hicieron unas 400 000 instaladas en Hungría. Europa central y oriental, pero sobre todo los países derrotados en la guerra, quedaron profundamente condicionados por los problemas de reinserción de estas masas de seres desarraigados, a las que debemos unir los miles de soldados vueltos del frente que hallaron, en todos los países, múltiples problemas para adaptarse a la paz.

Las destrucciones materiales fueron muy importantes en amplias zonas europeas que gozaron, hasta la guerra, de gran vitalidad económica, como el Norte y el Este de Italia, toda la fachada oriental de Francia y el conjunto de Bélgica. Como veremos en el capítulo siguiente, con el advenimiento de la paz coincidió una crisis económica generalizada que hizo insoportable la vida cotidiana para las capas menos pudientes de la sociedad europea, de ahí la fuerte agitación surgida inmediatamente en todos los países.

Europa salió de la guerra no sólo empobrecida, sino destrozada humana, material y mentalmente, mientras que Estados Unidos se fortaleció y lo mismo sucedió a otros países, como Japón y Canadá, todos los cuales, aunque implicados en el conflicto, se beneficiaron de la pérdida de capacidad competitiva internacional de las grandes potencias europeas. El desarrollo industrial y agrario de estos países creció a partir de ahora a un ritmo superior al experimentado con anterioridad y, por supuesto, al de las antaño potencias mundiales europeas. Este hecho, por sí mismo, marca una ruptura muy significativa con el tiempo anterior a la Gran Guerra. Pero no fue la única novedad. Otra de gran calado y enormes consecuencias en los años sucesivos fue la Revolución Bolchevique en Rusia. Tras la guerra, casi nada continuó siendo igual que antes. Un extraordinario científico y fino observador del siglo XX, John Kenneth Galbraith, ha escrito hace poco (1998, 23-24): «Estoy, convencido, al igual que muchas otras personas, de que el gran punto de inflexión de la historia económica moderna, el que ha marcado más que cualquier otro la era económica moderna, fue la Gran Guerra de 1914-1918 […]. Además de destruir una estructura política y económica vigente durante largo tiempo, la guerra cambió la forma de las relaciones existentes entre las naciones grandes y pequeñas, entre las ricas v las empobrecidas. El cambio iniciado no fue claro ni decisivo, viniendo a continuación años de incoherencia económica y política. Con todo, no cabe duda alguna de que el cambio fue monumental. La Primera Guerra Mundial fue denominada con todo derecho la Gran Guerra, siendo la Segunda Guerra Mundial su última batalla». Los años 1914-1918 marcaron, sin duda, el comienzo de un nuevo tiempo y cada vez se afirma con mayor fuerza entre los historiadores la tendencia a datar en este momento el inicio real del siglo.

2.4. La Revolución Rusa

La declaración de guerra a Alemania suscitó en 1914 un gran entusiasmo en Rusia y facilitó la formación de una «unión sagrada» en torno al zar que paralizó, por de pronto, las protestas de los partidos políticos y de la Duma, las huelgas y las sublevaciones de campesinos. Confiados en la ayuda de las potencias occidentales aliadas, los rusos pensaron que podían ganar la guerra y de esta manera se pondría Fin a la agitación interior que venía caracterizando el reinado de Nicolás II. La victoria actuaría como aglutinante del descontento y abriría un nuevo rumbo de progreso: la rápida industrialización registrada desde los años noventa del siglo anterior daría por fin sus frutos y se modernizaría el país.

Transcurrido tan sólo el primer año de guerra, cambió radicalmente la situación y reaparecieron las manifestaciones de descontento, agravadas paulatinamente por el progreso de las fuerzas revolucionarias. Las derrotas en el frente y la incapacidad de la industria y del sistema de transportes para proporcionar las municiones, los víveres y la vestimenta precisados por los soldados en el frente pusieron de manifiesto las debilidades de Rusia para hacer frente a una guerra demasiado moderna para sus posibilidades (Pierre Milza, 1997a, 99). Nicolás II pretendió enderezar la situación asumiendo personalmente el mando de los ejércitos, pero con esta decisión incremento los problemas, pues revivió usos arcaicos denostados ya por casi todos los rusos. Sólo la zarina Alejandra, en el papel de auténtica directora dé la política interior rusa en estrecha colaboración con Rasputín, animaba a su esposo en su correspondencia diaria a que reforzara la autocracia. Tales consejos, bien acogidos por Nicolás II, no hicieron sino ampliar su alejamiento respecto al pueblo, incluyendo al sector de los más fieles. Entre el campesinado creció la más viva oposición a las levas masivas de soldados, se perdieron territorios (Polonia, Galicia) y la economía quedó casi completamente paralizada. Toda la producción industrial se puso al servicio del ejército, por lo cual los campesinos no recibieron los productos necesarios y, en contrapartida, se negaron a entregar sus cosechas. De esta forma las ciudades quedaron desabastecidas de los productos de primera necesidad, sin que la situación pudiera ser paliada con importaciones, pues de hecho el comercio internacional de Rusia estaba paralizado. En suma, la producción industrial y agraria descendió de forma acusada y se incrementó el paro, mientras los precios iban en aumento; el gobierno, por su parte, entró en bancarrota financiera a causa de los cuantiosos préstamos para mantener la guerra.

Frente a este cúmulo de problemas, Nicolás II sólo hallaba solución en la aplicación de la viejas fórmulas autocráticas: desprecio hacia la Duma, permanente crisis gubernamental (en los años de la guerra cambió cuatro veces de primer ministro) y represión (acentuada desde finales de 1916, con ocasión del asesinato de Rasputín). El resultado fue catastrófico: sin tomar consciencia de ello, los rusos fueron prescindiendo paulatinamente del gobierno y comenzaron a regirse por sí mismos (M. Ferro, 1991, 213). La administración sanitaria quedó de hecho en manos del Comité de la Cruz Roja, los zemstva, constituidos en una asociación bajo la presidencia del príncipe Lvov, incrementaron sus funciones administrativas y se responsabilizaron de la acogida de refugiados y la repartición de prisioneros, se constituyó un Comité de Industrias de Guerra para racionalizar la producción militar y por todo el país se crearon cooperativas de consumo para garantizar la distribución de víveres. La revolución no había invadido aún, apunta Marc Ferro, los espíritus (todo lo anterior se hizo con aprobación de las autoridades y procurando no contrariar a la burocracia imperial, muy celosa de sus prerrogativas), pero comenzaba por la vía de los hechos.

No fue la Gran Guerra la única razón por la que finalmente Nicolás II se vio obligado a abdicar, pero proporcionó la ocasión para que los rusos se pusieran de acuerdo en contra de la pervivencia de la autarquía zarista. Entre el otoño de 1916 y el invierno del año siguiente toda la población coincidió en dos asuntos fundamentales: la imposibilidad de proseguir la guerra y la necesidad de un cambio de rumbo político. Esta doble convicción se vio corroborada por el agravamiento de los ya históricos conflictos de campesinos y obreros (en enero de 1917 estallan huelgas por todo el país y se celebran a diario manifestaciones de protesta en las principales ciudades) y la carencia casi completa de víveres (en febrero tuvieron lugar varios motines populares en Moscú y Petrogrado motivados por el racionamiento del pan). El sincronismo de la agitación por toda Rusia y la activa participación de las fuerzas políticas y sociales declaradas fuera de la ley (todos los grupos anarquistas y los partidos socialistas) hizo sospechar la posibilidad de una revolución social, aunque por de pronto nadie creía que fuera posible, sobre todo porque Rusia carecía de una clase obrera suficientemente desarrollada como para encabezar sin movimiento de esta naturaleza, una de las condiciones fundamentales establecidas por Marx.

A comienzos de 1917, las corrientes liberales formadas por burgueses e intelectuales pensaron que había llegado el momento de transformar la autocracia en una monarquía constitucional al estilo occidental y el partido cadete encabezó un Bloque Progresista, al que se unieron miembros de la aristocracia zarista y algunos ministros, con el objetivo de formar un gobierno que contara con la confianza del país y controlara el peligro de una revolución social. Frente a este sector político mantuvieron sus posiciones revolucionarias los dos partidos socialistas: el Social-Revolucionario y el Socialdemócrata. El primero prosiguió su método tradicional de agitación del campesinado, mientras en el segundo no cesó el debate interno sobre la táctica a seguir, aunque en 1916 el líder bolchevique Lenin resolvió las dudas sobre la posibilidad de la revolución en su libro El imperialismo, fase suprema del capitalismo, donde mantuvo que no era imprescindible un fuerte desarrollo del capitalismo para hacer la revolución, sino que ésta estallaría allí donde, a pesar del subdesarrollo capitalista, fuera imposible mantener los esfuerzos exigidos por la guerra.

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