Historia de un Pepe (4 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: Historia de un Pepe
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Comenzaba Gabriel a sospechar si aquel cuarto sería más bien el comedor de la casa, y partiendo de esta idea, infirió del tamaño de la mesa y número de las sillas que debía ser grande la familia del escribano real.

La aparición de este personaje vino a interrumpir las conjeturas del joven. Entró don Ramón, peinado con polvos, acicalado, envuelto en una capa de paño de grana con galón de oro en el cuello y con el sombrero de castor en la cabeza, como si se dispusiese a salir. Correspondió al saludo de Gabriel en los términos usuales, pero acompañando sus palabras con una risa muy extraña. Tomó el billete que le presentó el joven y se retiró al extremo de la pieza para leerlo. A cada frase que leía echaba una mirada de soslayo al muchacho, y cuando concluyó, guardó la esquela en el boslillo del chaleco y murmuró entre dientes, de modo que Gabriel no pudo percibir lo que decía.

—Hijo de Fernández, va a ser cadete del Fijo, diez y siete años, cuarenta pesos mensuales por habitación, alimentos y lavado de ropa, gastos extraordinarios aparte; ¡diablo! no es malo para los tiempos que corren. La casa paga todo. . . aquí hay gato encerrado; y volvió a reírse como cuando saludó a Gabriel.

—Queda usted admitido —añadió en voz alta, dirigiéndose al joven, y llamando al viejo negro, le dijo:

—El niño, en el cuarto del ahorcado; arréglalo y ve que le den de almorzar.

Dicho esto, se rió por tercera vez y se marchó a la calle.

Mientras el negro iba a preparar el almuerzo, se quedó Gabriel rumiando aquello de "cuarto del ahorcado", que acababa de oir a su huésped. Notó, además, que aquel escritorio, o lo que fuese, donde por el momento se encontraba, tenía dos ventanas que daban a la calle, cerradas y cubiertas las junturas de las tablas con tiras de paño negro. ¿Qué había, pues, en aquella habitación que así se procuraba sustraer a las miradas de los curiosos? Nada, absolutamente nada, más que un armario muy grande, una mesa y dos sillas.

Llegó el negro a avisar que estaba servido el almuerzo y pasó Gabriel al comedor, donde no vio más que una mesa pequeña y dos sillas.

—¿Cómo se llama usted, buen hombre? —preguntó el joven al anciano sirviente.

—Benito —contestó el negro.

—Dígame usted —continuó Gabriel—, ¿don Ramón es casado? ¿Tiene familia?

—No.

—¿Viviremos aquí solos los dos?

—Quizás.

Gabriel comprendió que aquel hombre no quería seguir la conversación y se abstuvo de dirigirle la palabra durante un rato. Pero, muchacho y curioso, quiso hacer una nueva tentativa y dijo al negro:

—¿Podrá usted darme razón por qué se llama la pieza donde voy a habitar el "cuarto del ahorcado"?

Al oir esta pregunta, el negro abrió desmesuradamente los ojos, y poniéndose un dedo en los labios, contestó, bajando la voz:

—No hable usted de eso. Si quiere vivir tranquilo en esta casa, vea, oiga y calle.

Todo esto excitó más y más la curiosidad del futuro cadete, que comenzó a sospechar que en aquella casa debía de haber algo extraordinario, que é! no acertaba a explicarse.

Concluido el almuerzo, Benito le arregló el cuarto que estaba en el corredor del fondo, frente a la puerta de calle. Lo único que llamó la atención de Gabriel en aquella pieza fue una pintura antigua que pendía de la pared, copia fiel del célebre cuadro de los "Jugadores" de Miguel Ángel de Caravachio. De las tres figuras que contiene, la que ocupa el medio y que representa a un hombre de más edad que los otros dos jugadores, ofrecía la particularidad de tener un agujero en el ojo izquierdo, lo que podía ser: porque hubiesen roto el lienzo de propósito, o efecto natural del abandono en que estaba el cuadro.

No dio Gabriel atención alguna a aquella circunstancia, y luego que estuvo solo, se puso a reflexionar sobre el giro extraño que iba tomando su vida, y a formar conjeturas vagas respecto a lo futuro. Ignorando su verdadera condición y firme en la idea de que su padre lo había dejado bajo la vigilancia de Urdaneche, a quien consideraba ya como una especie de tutor, dejó de afligirse por encontrarse solo y con la ligereza propia de sus pocos años, acabó por sentirse satisfecho de la resolución tomada por don Fernando.

CAPÍTULO V
Misterios de la casa del escribano.
Un capitán retirado

C
onsiderándose ya como un huésped de don Ramón, Gabriel quiso conocer la posada y salió de su cuarto. Encontróse luego con el negro y habiéndole preguntado si haría mal en recorrer un poco la casa, le contestó Benito moviendo la mano en derredor, como trazando un círculo, y señaló en seguida a una puerta grande que se veía en el extremo del corredor del fondo, a la izquierda.

Comprendió Gabriel que debía limitar sus paseos al patio exterior de la casa y a la parte interior de la izquierda. Y así debía ser,' pues en el extremo de la derecha del corredor no había puerta, sino una que parecía ventana, como de vara y media de alto y dos tercias de ancho y que en aquel momento estaba cerrada.

Aquella ventana excitó la curiosidad de Gabriel y no sin razón, pues no es costumbre que las haya en ese lugar, donde regularmente está la puerta del pasadizo que conduce al segundo patio y a las oficinas interiores de la casa.

El joven comenzó a pasearse por el corredor, mientras el negro, sentado en una butaca vieja, bajo el arco del zaguán, parecía luchar con el sueño y cabeceaba a cada momento. A poco llamaron a la puerta. Benito acudió a abrir, pues a la cuenta con ese objeto se había colocado en aquel sitio. Habló con el que llamaba, que sin duda buscaba al amo e informado de que no estaba en casa, se marchó. El negro volvió a dormitar en su butaca.

No pasaron cinco minutos sin que llamaran de nuevo y se repitiera la escena. Volvió a resonar tres veces el aldabón casi de seguida y tornó el negro a la operación de abrir y cerrar y a la de dormitar en su sillón.

Visto esto, se puso Gabriel a calcular si no podría, sin que lo advirtiera el negro, que solía detenerse hablando con los que llamaban, ver lo que fuese aquello que parecía ventana, y si en efecto lo era, echar por ella una ojeada hacia el interior de la casa. Como lo pensó lo hizo. Resonó un sexto o séptimo aldabonazo y luego que se hubo levantado Benito, se precipitó Gabriel a la ventana y probó a. abrirla. Al principio encontró resistencia, como si tiraran por dentro de la puerta; pero, haciendo un ligero esfuerzo abrió. ¡Cuál sería su sorpresa al advertir que lo que oponía resistencia era una cadena de hierro, clavada por un extremo a la hoja de la ventana por la parte interior y que pasaba por encima de un torno como los que había en las porterías de los conventos de monjas! Al tirar Gabriel de la puerta, resonó una campanilla, y a poco oyó pasos que se acercaban por la parte de adentro y una voz de mujer que le dijo:

—¿Qué hay, Benito? ¿Ese hombre ha imaginado algún nuevo martirio para atormentarme? ¿No le basta la prisión en que me tiene y lo que me hace sufrir hace ya doce años?

Asustado Gabriel al advertir el resultado de su imprudente curiosidad, y temiendo viera el negro que había abierto la puerta que ocultaba el torno, cerró precipitadamente y continuó paseándose, como si nada hubiese hecho.

Había en aquella voz de mujer algo de profundamente triste y simpático que impresionó vivamente al joven. Estaba seguro de no haberla oído antes y sin embargo, parecía como si no le fuese enteramente desconocida. ¿Lo engañaría alguna semejanza casual? Probablemente.

Pasó el resto de la mañana preocupado con aquella idea. A la una volvió don Ramón, pidió la comida y se sentaron a la mesa él y Gabriel únicamente. El escribano parecía hombre comunicativo y de buen humor. Habló de diferentes cosas e hizo hablar a su joven huésped, preguntándole detalles sobre su infancia y vida en casa de sus padres y procurando inquirir con maña dónde había conocido a don Andrés de Urdaneche. Gabriel contestó con sencillez y franqueza a las preguntas de don Ramón, aunque contrariado por aquella risa indefinible que era como una monomanía de aquel hombre extraño.

Por la noche, como a las nueve, encerrado ya Gabriel en su habitación, oyó llamar a la puerta repetidas veces y pasos de personas que entraban y que parecían dirigirse a la pieza que llamaba el negro al escritorio. Contó hasta diez llamadas; pero vencido por el sueño, no supo ya cuántas fueron en realidad las visitas que recibió su huésped.

Al siguiente día le remitió Urdaneche, bajo cubierta, su despacho de cadete agregado a la segunda compañía del Fijo. La alegría que experimentó fue tan grande, como si le hubieran conferido el grado de capitán general. Soñaba despierto con el cuartel, el servicio, las expediciones militares y las batallas; figurándose que un día u otro repetirían los ingleses la invasión de las costas del norte, y como había sucedido pocos años antes (según oía contar a su padre), tendría que salir el batallón a campaña.

Hiciéronle el uniforme y cuando estuvo listo el equipo militar, que completó un sombrero apuntado y un espadín, poco faltó para que el mozo se considerara un héroe. La verdad es que Gabriel no parecía mal con su casaca de paño blanco con cuello y vueltas azules, calzón muy ajustado del mismo color y telas, y botas de cuero negro con campana amarilla. Estaba más crecido de lo que correspondía a su edad, era bien formado y sin ser lo que se llamaba un buen mozo, tenía una figura de esas que interesan y agradan a primera vista.

El nuevo cadete fue muy exacto en el cumplimiento de sus obligaciones.

Pasaba la mayor parte del día en el cuartel, estudiaba por la noche la ordenanza militar y un libro de táctica de infantería que compró en una tienda del portal, donde lo puso en venta un capitán retirado. Gabriel olvidó la aventura de la mujer encerrada en el segundo patio de la casa, las visitas nocturnas que recibía don Ramón y hasta llegó a familiarizarse con la risa de éste. Tal es el imperio del hábito, por una parte; y tal, por otra, la condición de nuestro espíritu, que no puede sentirse vivamente impresionado por una idea, sin que se debilite la acción que sobre él ejercen las demás.

Gabriel hizo amistad estrecha con un subteniente de su misma compañía, dos años mayor que él y que se llamaba don Luis de Hervías. Este joven y el cadete Fernández habían venido a ser casi inseparables, pasando juntos todas las horas que el servicio les dejaba libres.

—Debías tú —dijo un día don Luis a Gabriel—, hablar al capitán Rompe y raja para que te enseñe a jugar la espada.

—No conozco —respondió Gabriel—, a ningún capitán de ese nombre.

—¿Cómo —replicó el subteniente—, que no conoces a la flor, nata y espuma de ios oficiales retirados; el maestro de armas de quien recibe lecciones toda la juventud del batallón y que, según él mismo dice, podía darlas a Pacheco y a Carranza? ¿No has oído hablar del capitán don Feliciano de Matamoros, retirado con goce de medio sueldo?

—Con ese nombre sí —dijo Gabriel—. Está escrito en una obra de táctica que fue suya y compré poco ha.

—Y que estuvo varias veces empeñada en la fonda de la esquina del cuartel, contestó Hervías. Matamoros, más conocido con el apodo de capitán Rompe y raja, a la mitad del mes se lleva bebido todo el medio sueldo, y para concluir los quince días tiene que empeñar por acá y por acullá las pocas prendas que le quedan.

—¿Y lo que pagan los oficiales por las lecciones —preguntó Fernández—, qué se hace?

— iLo que le pagamos! —dijo Hervías—, si no quiere recibir nada. Dice que él no vende el arte más sublime de todos los artes y nunca admite un cuarto. Es verdad que cuando se le agotan los recursos, no tiene escrúpulo en apelar al bolsillo de los discípulos, y como esto sucede a menudo, venimos a pagarle por vía de préstamo, algo más que si la pensión fuese regular y mensual. El pobre Matamoros dice que a su edad no hay más gustos que comer, fumar y echar algunos tragos, y eso es lo que él hace de la mañana a la noche. Mientras tanto, su hija mayor, Rosalía, muchacha muy guapa, trabaja para mantener la familia, pues además de ella, tiene el capitán dos niñas y un niño pequeño que le dejó su difunta esposa. Yo conozco a la Rosalinda (que así le llamamos todos) porque concurre con frecuencia a las lecciones que nos da su padre.

—¡Qué! —dijo Gabriel—, ¿también ella aprende a jugar la espada?

—No —replicó Hervías—, pero distribuye las caretas, las manoplas y las armas; recoge estos útiles cuando ya han servido, remienda algún guante que se

rasga y adereza alguna máscara cuando un puntazo ha abollado el alambre. La verdad es que la muchacha es un ángel y que interesa ver cómo quiere al capitán y sufre sus impertinencias. ¿Conque, quieres o no, ser uno de los discípulos del primer maestro de armas de las islas y tierra firme del mar océano, como él se titula cuando está de mona?

—Iré —dijo Gabriel—; ese aprendizaje es útil y aun necesario a un oficial. Mañana, después del ejercicio, iremos a ver al capitán para que me cuente en el número de los que aprenden el sublime arte.

En efecto, al siguiente día, Gabriel y su amigo en petiuniforme, llegaron a casa del capitán don Feliciano de Matamoros, que perfectamente afeitado y acicalado, estaba dando fin a un almuerzo opíparo, no tanto por la calidad, cuanto por la cantidad de los manjares. Daba la casualidad que aquel día habían pagado generosamente a Rosalía la costura de una basquina de terciopelo negro con guarnición de cuentas de azabache, obra de aguja laboriosa, y con—esto había manteles largos en casa del bueno del capitán.

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