Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
Don Pedro Espinosa de los Monteros, que era el primero que leía en Guatemala la "Gaceta de Cádiz", vio inmediatamente el decreto de ascensos a jefes y oficiales del reino, y comunicó la fausta nueva a su esposa y a su hija. Estaba, pues, cumplida una de las condiciones puestas para que se verificará la boda, y faltaba únicamente que se cumpliese la otra, la noticia del permiso del padre del novio, que según los cálculos, se recibiría de un momento a otro.
Gabriel no se dio mucha prisa para ir a participar a la familia de Espinosa la gracia que se le había concedido; pues dejó pasar tres días antes de presentarse a su futura con las dos charreteras de capitán. ¿Qué ocupación tan importante absorbía el tiempo del joven oficial, que lo hacía faltar así a sus deberes de prometido esposo? Pena nos da el tener que confesar que la gran ocupación de nuestro héroe no era otra que la de sus vergonzosas relaciones con Manuelita la Tatuana. No nos atreveremos a llamar amor al sentimiento que experimentaba Gabriel por aquella moza. Nuestra lengua, tan rica en lo general, suele carecer algunas veces de palabras con qué expresar ciertas ideas. Dejamos pues, al prudente lector que le aplique el nombre que encuentre más adecuado, una vez que no es difícil comprender la naturaleza de la afección que unía al nuevo capitán con la nieta de la bruja.
Pero no tenemos igual embarazo en calificar el sentimiento que había llegado ésta a concebir por Gabriel. Si aquello no era amor, amor rabioso, salvaje y bárbaro, no hay otro que pueda merecer semejantes dictados. La Tatuana no había amado nunca. Jamás había sentido lo que sentía por aquel hombre. Era como si se hubiera tragado la lava hirviente del volcan y circulara por todas sus venas. Conociendo perfectamente la imposibilidad de un matrimonio entre ella y el joven caballero, jamás había abrigado la más remota idea de ser su esposa; pero al figurarse que podía serlo otra, se apoderaba de todo su ser el infierno de la desesperación y de los celos. Dos o tres veces había amenazado a su cortejo con ir a ver a Matilde y decirle que si se casaba con Gabriel, la mataría.
Había dos personas que soplaban el incendio que abrasaba el corazón de la pobre mujer: su propia madre y Cristóbal de Oñate, interesados ambos en que se prolongaran el mayor tiempo posible aquellas relaciones por el provecho que les producían. La Manuelita no era interesada. Amaba a Gabriel con pasión salvaje; pero por su persona y no por el dinero que le daba, que no hacía más que pasar de sus manos a las temblorosas de la anciana y a las no muy firmes del medio viejo y estragado confidente de aquellos amores.
Cuando el teniente fue ascendido a capitán, personas que aseguraban saberlo de muy buena tinta, agregaron a la noticia del ascenso la de que iba a verificarse ya la boda con Matilde, supliendo la autoridad el consentimiento del padre de Gabriel, cuyo paradero no había podido averiguarse. Pronto llegó aquel rumor a oídos de Oñate y, como tenía todos los visos de ser cierto, el astuto parásito se dio a buscar algún medio de retardar el matrimonio.
El que encontró más expedito y eficaz fue el de instruir a la Manuelita de la probabilidad de que Gabriel se casara pronto, con la idea de que aquella noticia produjera algún escándalo que llegando al fin a oídos de Matilde, provocara un rompimiento. Fingiendo sentimiento y tristeza, dijo una tarde el hipócrita y falso amigo de Gabriel a la Tatuana que era preciso fuera preparándose a separarse del capitán y no volverlo a ver jamás; porque iba a casarse dentro de pocos días.
La joven se puso pálida al oír aquella noticia, y sus grandes ojos negros tomaron una expresión que había asustado a Oñate, si aquel desalmado hubiera sido capaz de afligirse por un mal que no lo amenazara a él directamente.
—¿Y con qué derecho —dijo la Manuelita—, me disputa esa mujer un hombre que es mío, enteramente mío?
—Con el derecho —contestó Oñate riéndose—, que él mismo le ha dado. Hija mía, es necesario que te conformes, pues él lo quiere así.
—¿Y cómo voy a vivir sin Gabriel? —dijo la Tatuana sollozando—. Vea usted don Cristóbal, dígale que se case, si es necesario, que me conformo; pero que siga viniendo a verme todos los días como desde que lo conocí.
—Bobilla —replicó Oñate, jugando con las hermosas trenzas de Manuelita—; eso no puede ser, ni será. La esposa de Gabriel llegaría a saberlo y su casa se convertiría en un infierno.
—¿Y no será otro infierno el que su ausencia dejará en mi corazón? —dijo la Tatuana llorando—. ¿Para qué vino? ¿Por qué lo trajo usted? ¿Acaso yo fui a buscarlo?
—Es verdad criatura —respondió Oñate— pero, ¿cómo ha de ser? Esa es la suerte de las personas de tu condición. No tienes más que hacer cuenta que se ha muerto.
—¡MuertoI —gritó la Tatuana, poniéndose en pie, dejando de llorar y arrojando en torno una mirada de hiena—. Sí, muerto, ha dicho usted bien. Es menester que muera para ella como para mí, que lo lloremos juntas, como lo amamos las dos.
Oñate, considerando que la exaltación de la muchacha había llegado a punto de provocar alguna escena escandalosa, pero cuyas consecuencias creyó el incauto que no pasarían de ciertos límites, se despidió, prometiendo volver por la noche. Se proponía escuchar desde una pieza inmediata el altercado que habría entre Gabriel y la Tatuana, y que esperaba terminaría con algunas injurias por una y otra parte, que alborotarían el vecindario y darían mucho que hablar en la ciudad.
En efecto, a las siete llegó el perverso autor de aquella trama, y sin dar importancia alguna al aire sombrío y casi feroz del semblante de la Manuelita, se encerró en un cuarto contiguo a la pieza donde recibía la moza las visitas de Gabriel. La vieja estaba fuera de casa.
Llegó el capitán a la hora de costumbre. Estaba más alegre y festivo que de ordinario, pues le duraba todavía la ilusión del ascenso que acaba de recibir. Arrojó con desembarazo sobre una silla su capa de paño de grana y tendiéndose en una alfombra que estaba delante de un canapé donde se sentó la Manuelita, apoyó la cabeza en la rodilla de la joven. Comenzó ésta a pasar su mano por los negros cabellos de Gabriel y le dijo con voz temblorosa por la emoción:
—¿Muy contento está usted con el grado que le ha dado el rey?
—Mucho —contestó él—, porque así tendrás el gusto de ver a tus pies a todo un capitán.
—¿Y sólo ese es el motivo?
—¿Pues, y cuál otro había de ser?
—Cuentan —replicó la Tatuana con voz sorda—, que es una de las dos condiciones que le habían puesto a usted para su casamiento, y que, como la otra va a arreglarse también, usted se casará muy pronto.
—La gente dice lo que quiere —contestó el capitán, bostezando.
—Pero, ¿usted qué dice? —preguntó ella, haciendo esfuerzos por conservar alguna calma.
—Yo digo que no hablemos de eso. Lo que ha de suceder sucederá, y no hay para qué atormentarnos con cosas que están todavía algo distantes.
—Es —dijo la Tatuana—, que me aseguran que ese casamiento será luego, y que usted no volverá a verme—; y yo no puedo vivir sin usted. Necesito saber lo cierto ahora mismo.
No poco embarazado el pobre capitán y no sabiendo qué contestar, tomó el partido de guardar silencio.
—¿No me responde usted? —dijo Manuelita, a quien se le agolpó la sangre a la cabeza—. Usted me engaña; me deja por otra, que será más rica que yo, pero que no lo quiere como yo lo quiero. Porque, vea usted, don Gabriel, dijo retorciéndose las manos, por ningún hombre he sentido esto que siento por usted. Es como si me hubiera tragado todas las bebidas que compone mi madre. Sin usted no quiero vivir; no quiero tampoco que usted viva y sea de otra; o usted mío y yo suya, o los dos de la muerte.
Diciendo así la pobre moza, loca de amor y de celos, con un movimiento rápido que Gabriel no podía ver, desprendió de su faja un puñal pequeño y muy aguzado e hirió con él en el pecho al capitán. Brotó la sangre, Gabriel lanzó un gemido y cerró los ojos, sin levantar la cabeza de la rodilla de la Tatuana. Inmediatamente sepultó ésta el arma en su propio seno y cayó.
Oñate, al oir el ¡ay! que lanzó Gabriel, salió precipitadamente de su escondite. Su primera idea fue que tanto la Manuelita como Gabriel estaban muertos.
—¡Lástima! —dijo—, ¡un negocio que hubiera seguido produciendo muy bien todavía 1 y se marchó.
Había andado Oñate media cuadra, cuando se encontró con una patrulla que mandaba un oficial, a quien conoció luego.
—Es Hervías —dijo—, no podía venir más oportunamente.
Era, en efecto, nuestro antiguo conocido don Luis de Hervías, a quien hemos perdido de vista mucho tiempo hace, y a quien la casualidad llevó aquella noche a rondar cerca de la casa donde su antiguo amigo acababa de recibir una puñalada. Acercóse Oñate y llamándolo aparte, lo instruyó en dos palabras de lo que pasaba. Hervías había cortado sus relaciones con Gabriel Fernández, desde que éste comenzó a cortejar públicamente a Matilde. Sin embargo, al saber lo sucedido, entró a la casa seguido de cuatro soldados, y haciendo levantar a Gabriel, lo condujo a su casa, donde se le suministraron pronto los auxilios que necesitaba. Por fortuna, el puñal apenas había penetrado, gracias a lo grueso del paño del uniforme. Hervías, al entrar con el herido, dijo a don Ramón Martínez de Pedrera que jugando a la espada con otros amigos, había recibido Gabriel casualmente una estocada. El escribano creyó o no lo que dijo Hervías; pero esa fue la explicación que se dio al hecho.
Al levantar a Gabriel con los cuatro soldados. Hervías mandó otro de los de su patrulla a dar aviso a un alcalde de que la joven Manuelita N., que vivía en tal parte, había intentado suicidarse, y con otro soldado envió a llamar un cirujano. Así cumplió el bondadoso y prudente joven con lo que exigía su deber en aquella extraordinaria circunstancia. Hecho esto, se retiró, antes de que Gabriel recobrara el reconocimiento.
La herida de la Tatuana, aunque muy grave, no fue calificada de mortal. Cuando pudo declarar, dijo que había querido matarse, porque estaba cansada de la vida, y no pudo arrancársele otra explicación. Por supuesto, la verdad no dejaba de traslucirse y de pasar de boca en boca bajo toda reserva; pero había muchos que calificaban el hecho de patraña y sostenían seriamente que la herida del capitán Fernández nada tenía que hacer con el conato de suicidio de la Tatuana. No faltó quien refiriera el lance a la familia de Espinosa, como no había faltado quien insinuara algo respecto a las relaciones de Gabriel con la muchacha; pero los noticieros mal intencionados perdieron su tiempo y su trabajo. Don Pedro dio muy poca atención al chisme (así calificó el aviso), ocupado como estaba en calcular cuánto tiempo pasaría aún antes de que Fernando Vil saliera del cautiverio y volviera a ocupar el trono. Doña Engracia no creyó una palabra de lo que fueron a contarle, y Matilde, revistiéndose de toda su dignidad, impuso silencio con aire desdeñoso a las delatoras oficiosas.
El lance hizo reflexionar a Gabriel desde el momento en que comenzó a despejarse su inteligencia. Comprendió que había procedido muy mal al emprender las relaciones con la Tatuana, y por una de aquellas evoluciones a que era bastante propenso su espíritu versátil, hizo entre Matilde y la Manuelita una comparación completamente desventajosa a la segunda.
Un día que meditaba sobre el acontecimiento, entró Benito en su cuarto y le entregó una carta. Abrióla el capitán. Era larga y no tenía firma. Elta circunstancia excitó su curiosidad, y se puso a leer. El que le escribía parecía tener un interés profundo, cariñoso y tierno con él. Le hacía las reflexionas más sensatas y prudentes sobre el peligro de sus relaciones con una mujer de pailón» semisalvajes, que había estado a punto de quitarle la vida y expuesto su buen nombre. Le llamaba la atención con habilidad a los manejos de Cristóbal da Oñate y le pintaba a éste con vivos colores como un parásito vil que lo había explotado, lisonjeando sus pasiones por el provecho que le producía tan indigno manejo. Le recordaba sus compromisos con la familia de Espinosa y le llamaba la atención a la actitud digna de Matilde, que no había dado oídos a las acusaciones y le conservaba su afecto, mientras él la olvidaba por una moza callejera.
Concluía aconsejándole en los términos más afectuosos y expresivos que abriera los ojos y que abandonara a una mujer que fácilmente se consolaría de su pérdida, como se habría consolado sin duda de otras.
Aquella carta hizo profunda impresión en el ánimo del capitán.
—Si mi buen padre —dijo—, no estuviera a dos mil leguas de distancia, juraría yo que él y no otro era quien me dirigía tan prudentes y amorosos consejos.
Nuestros lectores han adivinado ya que aquel juicio de Gabriel era acertado en el fondo, no siendo otro que su padre el autor de aquella carta. Bajo la impresión de tan sensatas advertencias estaba nuestro héroe cuando le avisaron que don Cristóbal de Oñate, que había estado diariamente a informarse de su salud, deseaba verlo. Gabriel le hizo contestar que no podía recibirlo y que le suplicaba excusara sus visitas. El pegote comprendió que la mina estaba ya cerrada y se marchó a buscar algún otro candido con quien ejercitar sus malas artes.
El mismo día que cerró sus puertas al perverso y falso amigo, que era, como sabemos, el autor oculto de lo sucedido, Gabriel llamó a su asistente y entregándole un cartucho que contenía veinticinco onzas de oro, le mandó lo llevase a casa de la Tatúana. Recibió la vieja el pesado cartucho, y al desenvolverlo, le brillaron los ojos de alegría. Jamás había tenido en su poder tanto oro junto, y al verlo y saber que era suyo, dio por bien empleada la herida de la Manuelita, y la muerte misma de su hija le habría parecido bien pagada.
La joven luchó durante muchos días con la fiebre que le ocasionó la herida. En el delirio de la calentura llamaba a Gabriel, le dirigía expresiones ora tiernas, ora injuriosas, y momentos había en que se desgarraba los vendajes y provocaba peligrosas hemorragias. La naturaleza y el arte triunfaron al fin, y algunos días después la Tatuana había entrado en convalecencia. Su primera pregunta, luego que recobró el conocimiento, fue qué había sido de Gabriel; y al oir que vivía y estaba casi restablecido, mostró mucha satisfacción. El arrepentimiento se hizo lugar en el alma de la pobre mujer. Pasaron días, y advirtieron que Gabriel no aparecía en su casa, comenzó a comprender que debía renunciar a él para siempre. El golpe fue rudo. Un abatimiento silencioso y profundo sustituyó a los arranques de furor que mostró durante la escena provocada por las artificiosas palabras de Oñate. Pasaba los días y las noches sin hablar una sola palabra, y cuando pudo levantarse, estaba horas y horas en contemplación de los objetos que para su uso personal le había regalado Gabriel.